Con motivo de la publicación en México de mi último libro (Villanueva, 2008), que incluye un capítulo titulado «Después de la Galaxia Gutenberg y de la Galaxia McLuhan», una institución mexicana denominada 17, Instituto de Estudios Criticos (diecisiete por el número de la casa en que convivieron algunos psicoanalistas con los instigadores sociales de la Escuela de Frankfurt en los años treinta) me invitó a participar, en mayo de 2009 en una interesante iniciativa de presentación de algunas de mis ideas al respecto y posterior diálogo on line mantenido durante una semana.
Una de mis internetlocutoras, Violeta Celis, jefa del Departamento de Educación del Museo Tamayo de Arte Contemporáneo, incidía en un terreno al que inevitablemente habríamos de llegar juntos: el de un nuevo espacio educativo en el que los profesores (nosotros) y los alumnos nacidos ya en la Galaxia Internet encontremos y utilicemos códigos comunes. Debemos al tecnólogo Marc Prensky la distinción, tan cierta, entre los «nativos digitales» (ellos), y los «inmigrantes digitales» (nosotros). Violeta y yo en cuanto participantes en aquel foro mexicano en el que coincidimos, podemos ser reconocidos como «webnautas», y quizá, esforzándonos un poco, podríamos llegar a ser pronto «webactores» si somos capaces, como apuntan Pisani y Piotet (200: p. 109) de producir, actuar en, modificar y dar forma a la web de hoy, la Web 2.0. Más difícil veo yo, aunque nada es imposible, que nosotros utilicemos como los nativos digitales herramientas como Facebook, MySpace o los blogs para «construir nuestra identidad en relación a los demás al margen de cualquier mecanismo institucional tradicional» (Pisani y Piotet, 2008: p. 42).
En una extensa entrevista con una conocida y muy popular revista norteamericana, Marshall McLuhan expresaba ya en los años setenta una premonición referida a los ordenadores que habla de lo que en aquel momento no era más que un sueño y, por lo contrario, hoy es la realidad más determinante de lo que, con Manuel Castells (2001), vamos a denominar la Galaxia Internet. Decía McLuhan: «el ordenador mantiene la promesa de engendrar tecnológicamente un estado de entendimiento y unidad universales, un estado de absorción en el logos que pueda unir a la humanidad en una familia y crear una perpetuidad de armonía colectiva y paz. Éste es el uso real del ordenador, no como acelerador del marketing o de la resolución de problemas técnicos (…). La integración comunal psíquica, lograda al fin por los medios electrónicos, podría crear la universalidad de conciencia prevista por Dante cuando predijo que los hombres continuarían siendo poco más que fragmentos rotos hasta que se unificaran en una conciencia inclusiva». (McLuhan y Zingrone, 1998: 314).
Pero, como afirma Manuel Castells (2001: p. 31), «a pesar de que Internet estaba ya en la mente de los informáticos desde principios de los sesenta, que en 1969 se había establecido una red de comunicación entre ordenadores y que, desde finales de los años sesenta, se habían formado varias comunidades interactivas de científicos y hackers, para la gente, para las empresas y para la sociedad en general, Internet nació en 1995».
Quiere esto decir que cuando cumplimos la primera quincena de años inmersos en la nueva Galaxia todavía no podemos dar por superado lo que bien podríamos llamar el «periodo incunable» de la nueva cultura generada por Internet. Mas basta con el tiempo pasado para preguntarnos si se pueden detectar ya o no sus efectos, más o menos evidentes, en la propia condición humana.
Igual que sucediera con la arribada de la escritura —recordemos la actitud de Sócrates en el diálogo Fedro o del amor— o con el invento de la imprenta —a la que el propio McLuhan, ciertamente muy de pasada, llega a atribuirle el contagio de la esquizofrenia y la alienación como «consecuencias inevitables» de la alfabetización fonética (McLuhan y Zingrone, 1998: 291)—, es legítimo hacernos la misma pregunta que se hace un intelectual apocalíptico Sven Birkerts (1999: 285): «¿Por qué tan poca gente se pregunta hasta qué punto no estaremos cambiando nosotros mismos ni si estos cambios son para bien?». Las respuestas que él mismo encuentra son todas ellas negativas y amenazantes. Los medios tecnológicos nos apartan cada vez máis de lo natural, nos alienan de nuestro ser fundamental. Una poderosa cortina electrónica se interpone entre cada uno de nosotros, los demás, la naturaleza y, en definitiva, la realidad. Si cada individuo posee un «aura» propia —el término viene de Walter Benjamín y de a su definición de la obra de arte—, una presencia única, estamos sufriendo una erosión gradual pero constante de dicha presencia humana, tanto en el plano individual como en el del conjunto de nuestra especie. El resultado final será, inexorablemente, la más absoluta superficialidad —Marcuse hablaba también de «unidimensionalidad»—. Huyendo de la profundidad inherente al ser humano hasta hoy, estamos acomodándonos «a la seguridad prometida de una vasta conectividad lateral» (Birkerts, 1999: 293).
McLuhan hablaba en la citada entrevista de los «niños televisivos» como actores de la Galaxia Gutenberg, pero nosotros ya habitamos en la Galaxia Internet y por eso Nicholás Negroponte (199: p. 272) emplea por su parte la expresión «niños digitales», antesala de los «nativos digitales» de Marc Prensky que ya están dejando de ser adolescentes.
Porque la secuencia de Galaxias de la comunicación no representa compartimentos estancos y tránsitos irreversibles. El propio McLuhan recordaba cómo los sistemas de comunicación eléctrica —pensemos en la radio y la televisión— representaron un claro retorno de la oralidad a la esfera de la comunicación humana y la transmisión cultural.
Ciertamente, la impronta de la voz y la función determinante del oído ahorma de nuevo el siglo xx en el que, si reparamos bien en el asunto, la televisión doméstica se construye sobre los cimientos genéricos y temáticos de la radio, hasta el punto de que algunos teóricos de la comunicación hablan a este respecto de audiovisión. Pues bien, una regresión semejante está claro que se produce entre la Galaxia Internet y la Galaxia Gutenberg. Umberto Eco (Nunberg, 1998: 305) clausuraba en 1994 un simposio sobre el futuro del libro advirtiendo que «la característica principal de una pantalla de ordenador es que alberga y muestra más letras que imágenes. La nueva generación se acercará al alfabeto más que a las imágenes. Volvemos de nuevo a la Galaxia Gutenberg, y estoy seguro de que si McLuhan hubiera sobrevivido hasta la carrera de Apple hacia el Silicon Valley, se hubiera maravillado ante este acontecimiento portentoso». No es de extrañar, así pues, que T. Nelson, uno de los gurús del hipertexto, llame a los ordenadores «máquinas literarias».
Sin negarle entidad e interés, ni mucho menos, a las disquisiciones teóricas sobre las Galaxias, desde el alfabeto de los mesopotámicos (hoy, iraquíes) hasta Tim Berners Lee, a mí lo que me preocupa son las personas y el futuro. A fuer de humanista, veo todo este gran y magnífico embrollo tecnológico en clave humana: la de los que emigramos desde otra Galaxia pero no renunciamos a vivir en la nueva (y otras por venir), a la vez que nos hacemos cargo de la otra perspectiva de los nativos digitales que ya han nacido y los que van a nacer. Cuando se habla de la «digital divide», de la quiebra digital, se alude a la diferencia discriminativa e insalvable que se puede establecer en cuanto al uso y disfrute de las nuevas tecnologías por parte de los distintos paìses, sociedades o grupo sociales. Pero a mi me interesa también la posible quiebra digital entre generaciones. Que dejemos de hablar un mismo lenguaje; y, sobre todo, que dejemos de compartir protocolos comunes para el desarrollo del pensamiento. No que dejemos de pensar igual, lo que es imposible amén de inconveniente, sino conforme a una lógica sustancialmente común, fruto de determinados procesos cognitivos compartible entre nosotros y nuestros hijos y nietos, o nuestros alumnos.
Para que la Galaxia Internet propicie un refuerzo de la lectoescritura como fundamento de la educación humana es necesario que se implementen estrategias docentes bien articuladas y plenamente conscientes de los fines que se persiguen, lo que era uno de los caballos de batalla del último McLuhan, convencido un tanto hiperbólicamente, como a veces le gustaba manifestarse, de que las escuelas de los años sesenta y setenta eran «instituciones penales intelectuales» (McLuhan y Zingrone, 1998: p. 300).
Allá por el otoño de 2002 fuí invitado a visitar en la villa gallega de Arteixo el «Centro de Desarrollo y Tecnología» vinculado por la Fundación Amancio Ortega a su proyecto estrella. Se trataba de la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje en el contexto de la Galaxia Internet a partir del trabajo en tres centros del Ayuntamiento local que incluían el segundo ciclo de infantil, primaria, enseñanza secundaria obligatoria, bachillerato y ciclos formativos de Formación Profesional.
En las aulas piloto que visité, los lapiceros, mapas, libros y la plastilina de colores convivían con ordenadores de sobremesa y portátiles, con pantallas digitales, escáneres e impresoras. La conectividad estaba garantizada, y formaba parte del conjunto de recursos de que los alumnos disponían con absoluta facilidad.
Nunca olvidaré, tampoco, que en la gran pantalla del aula, así como en las pequeñas de los ordenadores, aparecía un texto, un fragmento de la novelita picaresca Lazarillo de Tormes. Y que la fuente de la que procedía eran los fondos digitalizados de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que fue fundada en la Universidad de Alicante poco antes de aquella visita mía a Arteixo, concretamente en 1999.
Desde entonces y hasta hoy, la Biblioteca Virtual ha servido quinientos millones de páginas a razón de una media mensual de entre doce y catorce millones, de las que menos del cuarenta por ciento fueron solicitadas desde Europa. El catálogo de la biblioteca oferta 30.000 registros bibliográficos o documentales en general, que se van incrementando día a día. La cifra, aunque modesta si la comparamos con los fondos de las mejores bibliotecas presenciales, es meritoria en el ámbito de lo virtual si tenemos en cuenta que el Gutenberg Project, constituido en los primeros años setenta como un banco de textos informatizados, dispone de 19.000 títulos y recibe mensualmente dos millones de descargas. Tal posibilidad se ha aplicado, lógicamente, a otras latitudes culturales y lingüísticas, como por ejemplo en el Japón mediante el portal Aozora Bunko, la «Colección del Cielo Azul» que digitaliza textos nipones de dominio público según la legislación del país.
En 2004 Google anunció su proyecto de volcar en la red, en abierto, quince millones de libros procedentes de entidades públicas como bibliotecas, universidades u otras instituciones culturales. La iniciativa del líder mundial entre los buscadores de Internet encontró enseguida serias dificultades, relacionadas sobre todo con el complejo asunto de los derechos de autor y de copia, pero ya es accesible su programa de busca de libros que permite obtener información básica sobre obras de las que no hay vista previa disponible, acceder a la lectura directa de algunos fragmentos del texto solicitado o, incluso, a un número limitado de sus páginas.
Ante la aparente modestia de los dígitos que la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes maneja en comparación con las magnitudes millonarias que Google promete, hay que hacer una distinción determinante. No es lo mismo elaborar un gran banco de textos bibliográficos puesto en la red mediante la mera digitalización facsimilar de los libros originales que construir una auténtica biblioteca virtual, concebida para prestar a sus usuarios deslocalizados los mismos servicios que una biblioteca tradicional.
No se trata, solamente, de la información y la orientación necesarias para transitar con garantías de éxito por la frondosa selva de la produción escrita que la Humanidad ha acumulado a lo largo de más de dos milenios. Hay que proporcionar también todo un amplio abanico de herramientas lingüísticas e hipertextuales que allegarán valor añadido a la mera existencia de una determinada obra en Internet. Una biblioteca virtual puede ser en sí misma una construción intelectual enriquecedora, y no un simple almacén digital de textos, lo que exige un lapso razonable de tiempo para desarrollar el trabajo y las inversiones apropiadas.
José A. Antonio Millán (2001: 21), uno de los más acreditados expertos españoles en la Galaxia Internet, sostiene la tesis, que yo comparto sin reservas, de que la lectura es la llave del conocimiento en la sociedad de la información. La red proporciona esta última a borbotones, en términos nunca antes logrados, pero no basta con eso. El único instrumento para la absorción individual de la información y su transformación en conocimiento es la lectura, que es una actividad individual, creativa, pero susceptible de ser inducida y tutorizada por los profesores.
Harold Bloom, como es bien sabido, construye sobre la lectura, que para él es siempre un misreading cuando va seguida de la escritura de una nueva obra, toda su teoría de la cultura, fundamentada en el canon de los libros eminentes que en la Historia han sido. Su escepticismo al respecto lo sitúa muy cerca de otros apocalípticos. Abrumado por la proliferación de nuevas tecnologías para llenar el ocio, y rodeado como se siente por los militantes de la que él mismo denomina «escuela del resentimiento» negadora del canon, entre los cuales reconoce incluso a varios de sus discípulos de Yale, considera casi imposible la tarea de enseñar a leer, porque —se pregunta— «¿cómo puedes enseñar la soledad?», y la «verdadera lectura es una actividad solitaria» (Bloom, 1995: p. 527). Pero no por ello en la «conclusión elegíaca» a su polémico libro de 1994, proclama: «regreso no para deciros qué leer ni cómo leer, sino para hablaros de lo que yo he leído y considero digno de releer, probablemente la única prueba auténtica para saber si una obra es canónica o no» (Bloom, 1995: p. 526).
George Steiner (2006: 96), una de las figuras del humanismo contemporáneo, quisiera ser recordado como un «buen maestro de lectura». Y el prematuramente desaparecido comparatista e intelectual palestino, Edward Said, afirmaba, asimismo, poco antes de su fallecimiento que su trabajo como humanista era precisamente la lectura de textos fundamentales, procedieran de donde procedieran. «Lo que yo enseño —concluía Said (2003: 82)— es cómo leer». Leer para aprender.
Soy también un humilde maestro, y esa es mi condición más genuina; pero no por deformación profesional o por interés de gremio sino por mera ciudadanía considero que la educación es el fundamento de los mejores logros de la sociedad y el instrumento insustituible para la buena gobernanza de la república. Las nuevas galaxias de la información y la comunicación precisan también de nuevas pautas pedagógicas, algunas de las cuales, por otra parte, tiene que ver con una educación para la nueva tecnología (Millán, 1998). Ese es el gran reto para las generaciones de los que no fueron —no fuimos— «niños digitales» porque tal posibilidad era utópica cuando eran chicos, y hoy escribimos, enseñamos, investigamos o nos gobiernan.