Vicente Quirarte

El aprendizaje de la libertad a través de la palabraVicente Quirarte
Academia Mexicana de la Lengua

La literatura de la época inmediatamente anterior a la guerra de independencia, la de El Diario de México (1805-1817), estaba interesada principalmente en imaginar un mundo pastoril y juegos retóricos, y en la poesía de circunstancias y composiciones piadosas. Sin embargo, aun antes de iniciada la lucha, se advertía ya el deseo de dar cierto carácter nativo a las letras, por medio de referencias a las costumbres, descripción de paisajes o alusiones a cosas propias.

José Luis Martínez, «El aprendizaje de la libertad», en La expresión nacional.

El discurso de ingreso de Andrés Henestrosa a la Academia Mexicana de la Lengua, pronunciado el año 1964, lleva por título «Los hispanismos en el idioma zapoteco». Su propósito es demostrar de qué manera las lenguas que se enfrentan, tarde o temprano se fusionan y se enriquecen. Con ejemplos concretos defiende la subsistencia de la lengua indígena que desde niño habló y su enriquecimiento al intercambiarse con el español venido del otro lado del Océano. Enriquecimiento de ambos idiomas y nunca pérdida, porque las lenguas son seres vivos en constante transformación. Adolescente de lengua indígena que emprendió la partida en busca de otros horizontes, Henestrosa concluye que acepta ser parte de la congregación «en nombre del esfuerzo de mi pueblo, que busca y encuentra en el alfabeto y en el aprendizaje de la lengua española el elemento principal de su redención».

Las palabras y el espíritu de Henestrosa resultan pertinentes como epígrafe para el presente trabajo. Es regla general que la lengua hablada por el dominador se impone sobre del dominado. Pero el mestizaje lingüístico propicia el nacimiento y evolución de una nueva forma de concebir el mundo. Que el testimonio de la pluma es más poderoso y permanente que el trabajo de la espada lo pone de manifiesto una vez más el hecho de que los sabios humanistas llegados a América con el propósito de emprender la conquista espiritual, hayan ejercido su sabiduría y científica curiosidad para rescatar el testimonio de los pobladores originales, desde la apasionada defensa emprendida por Bartolomé de las Casas para demostrar que los naturales eran seres de razón hasta los juicios elogiosos y objetivos de Fray Julián Garcés sobre el carácter de los niños indígenas. Gracias a los trabajos de los grandes defensores e investigadores que se negaron a la destrucción radical del pasado indígena, continuados en nuestro tiempo por Ángel María Garibay, Miguel León-Portilla y sus discípulos, tenemos una idea de la forma en que la palabra original se articulaba en sus diferentes interpretaciones de la vida, desde los trágicos testimonios de la conquista hasta el orgullo de la heredad y los discursos de los padres a los hijos. Más recientemente, las investigaciones de Concepción Company Company1 han contribuido a demostrar que el español que se hablaba en la segunda mitad del siglo xviii denota un principio de autonomía lingüística y, por lo tanto, de ejercicio de la libertad con base en esa forma de practicar el lenguaje: la toponimia, por ejemplo, durante este periodo va perdiendo su nómina de santos para recuperar sus denominaciones indígenas originales.

En tres siglos de gobierno colonial, el español se había convertido en idioma oficial del país. Las comunidades indígenas mantenían sus propias lenguas y con ellas se comunicaban entre sí, pero inevitablemente tenían que aprender el idioma del dominador. Aprenderlo, llevarlo a sus mejores cimas sería el gran mérito de quienes lograron romper el cerco del silencio y otro más implacable: el de la ignorancia en ambos sentidos: ignorancia del otro hacia los sentimientos del vencido e ignorancia de éste respecto a los medios utilizados por el vencedor. El «Carbosiú» —abreviatura de la expresión «Carbón, señor»— emitido por el vendedor del vital combustible y otros pregones de los indígenas que ponen sus notas el aire urbano del siglo xix para ofrecer su mercancía, son ejemplos de la forma en que el recio castellano se combina con la suavidad del náhuatl.

La Revolución de Independencia significó una alteración radical de los parámetros de tiempo y espacio. Acostumbrados a medir el primero por el ritmo de las estaciones y por los numerosos campanarios que desde las alturas regulaban las actividades terrenas, los iniciadores del movimiento se vieron ante una consagración del aquí y el ahora como nunca habían experimentado. En el pueblo de Dolores, un vehículo que la autoridad clerical había utilizado durante tres siglos para comunicación y dominio, la campana del la parroquia, fue el vehículo para cambiar definitivamente el tiempo.

Quienes de la noche a la mañana pasaron a convertirse de seres anónimos en protagonistas; de servidores en usuarios y dueños de los caminos que antes recorrían sumisamente y ahora dominaban con orgullo; de mansedumbre obediente en una colectividad capaz de otorgar el otorgar el perdón o dar la muerte; de ver sus instrumentos de labranza o cacería que les daba precario sustento transformados en armas ofensivas; de comprobar que su conocimiento de la accidentada geografía, en cuyo seno habían nacido, les otorgaba una superioridad sobre quien antes había sido su opresor y ahora era su enemigo mortal, provocaron un cambio radical en su manera de ser y comportarse. Ignacio Manuel Altamirano escribió que la habitual sed de movimiento de los antiguos mexicanos se vio interrumpida por la Conquista, y que el dominio de los caminos se había recuperado con la Independencia. En efecto: el conocimiento del terreno que el indígena y el mestizo poseían desde sus primeros pasos fue decisivo para las grandes victorias de la Independencia, la República y la Revolución. Es de tal modo como la palabra se convierte en acción, en conocimiento instintivo. Las asombrosas campañas de Morelos se explican en parte por el conocimiento del territorio que su disciplinado ejército dominaba. Un siglo más tarde, Martín Luis Guzmán expresará su asombro ante esos campesinos que, convertidos en inverosímiles centauros, modificaban como por arte de magia el horizonte.

Las grandes revoluciones abren, de manera tan colosal como dramática, zanjas que separan de manera radical a uno del otro. El que antes era semejante se convierte en ajeno. Las leyes de convivencia se transforman. De manera inmediata surgen formas de denominar al otro, siempre en sentido descalificador y peyorativo. Con el transcurso acelerado de los acontecimientos fueron apareciendo nuevos términos que designaban realidades igualmente inéditas. Los que en la conquista fueron denominados teúles eran ahora realistas y más tarde, de manera despectiva, chaquetas, debido a la prenda que usaban, pero que más adelante dio pie al verbo chaquetear en el sentido de traición o cambio de bando.

El iniciador de la Independencia, Miguel Hidalgo y Costilla, pertenece a una nueva categoría de héroe que en un lapso asombrosamente breve cambia de manera hábitos políticos, modas, expresiones. Uno, entre muchos ejemplos, es el uso generalizado del cotón, que inicialmente se llamó americano y luego insurgente, y el cual fue prohibido en Guadalajara por el general José de la Cruz, en un intento por borrar toda memoria de aquellos días en que Hidalgo fue recibido por la ciudad con salvas de artillería.

Cuando Hidalgo, en el momento inicial de su rebelión, dice a una muchacha llamada Narcisa Zapata que se dispone a quitar el yugo a los americanos, está llevando a cabo el primer paso en el viaje mítico del héroe. La emoción pareciera estar dominando a la razón, pero es la razón quien guía los pasos de quien se transforma en responsable de un huracán de consecuencias imprevisibles. Cuando tuvieron lugar los sucesos franceses de 1789, Hidalgo tenía 35 años de edad. ¿Podía sospechar que dos décadas más tarde habría de protagonizar un hecho semejante al tomar con violencia mayúscula la Alhóndiga de Granaditas, un edificio que tenía un valor simbólico y concreto más alto que el que representaba la Bastilla?

En su monografía titulada llanamente Hidalgo, aparecida en 1996, es decir, sin intenciones celebratorias, Jean Meyer trata de borrar o cuestionar algunos de los grandes lugares comunes de la biografía del caudillo. Aunque se trata de una obra de divulgación, el historiador hace puntuales observaciones y provocaciones. Por lo que se refiere a las lecturas formativas de Hidalgo, subraya no la de los enciclopedistas franceses, sino la de Carlos Renato Billuart, en cuyo compendio de la Summa Teológica puede leerse: «De manera inmediata y por derecho natural el poder político está en manos de la comunidad. Y sólo de manera inmediata y por derecho humano está en los reyes y demás gobernantes. La república… puede proceder contra el tirano, deponiéndolo o sentenciándolo a muerte, si no hay otro remedio…y consiguientemente la misma república puede quitarlo, si el rey actúa para manifiesta perdición».2

Si bien podemos estar de acuerdo con Meyer en la huella impresa en la conciencia de Hidalgo tras la lectura anterior, indudablemente estamos en presencia de un hijo de la Gran Revolución, que genera un inédito linaje de protagonistas. Como señala Gérard Gengembre, los nuevos caudillos eran protagonistas de un tiempo nuevo, de una historia joven que necesitaba nuevos valores, tanto en el plano doméstico como en el político, en el ideológico y el patriótico. «Al instaurar nuevos cultos, como el de los mártires (de Marat a Bara), introduce nuevos héroes: el padre de familia, el maestro de escuela, el legislador, en tanto que son figuras paternales para una Revolución que ha matado al rey Padre y que se piensa como un Renacimiento».3 Hidalgo no era, en su tiempo, una excepción a la regla. Su paternalismo era lo más próximo a una buena paternidad, pues intentaba hacer de cada uno de sus feligreses un señor de sí mismo. Cuando su cabeza es colgada en la Alhóndiga de Granaditas, la leyenda que la acompaña pone énfasis en su carácter de «insigne facineroso». En nuestro tiempo, los dos términos parecen contradictorios. En aquella época, la palabra insigne denotaba la primacía de su labor rebelde y subversiva. La descalificación lingüística y la hipérbole que amplifica defectos del enemigo y virtudes de la causa defendida tiene lugar en ambos bandos y establecen una intensa batalla lingüïstica. En el Despertador Americano, periódico que aparece en la ciudad de Guadalajara, la misma donde Hidalgo decreta la abolición de la esclavitud, aparecen artículos donde se ensalzan los méritos de los héroes cuyas hazañas aumentan con la rapidez inherente a las grandes convulsiones sociales. En el caso de las autoridades virreinales, éstas acudieron a la excomunión y otras formas de condena verbal. La Inquisición puso en funcionamiento su poderosa maquinaria para decir que Hidalgo era un hombre «lleno de toda inquietud, de malicia, de fornicación, de avaricia, de maldad; lleno de envidias, de homicidios, de contiendas, de engaño, de malignidad, de chismes; murmurador aborrecido de Dios, injuriador soberbio, altivo inventor de males, desobediente; necio, inmodesto, malévolo, sin fe y sin misericordia».Los poetas de nuestro tiempo no cantan, en general, a nuestro héroes. Excepción a la regla lo son en nuestro México Carlos Pellicer, Rubén Bonifaz Nuño y Efraín Huerta, que en el poema «Amor, Patria mía» dice las gestas de aquellos años y el padecer de sus caudillos. Estos versos se refieren a los terribles decretos de excomunión sufridos por el héroe iniciador del movimiento:

Resulta pues
que el orgullosamente marginado,
el proscrito,
hubo de meterle mano a la Historia
y releer que un obispo
y decenas de frailes y tenientes
humillaron universalmente
al hombre de los ojos jade-jadeantes:
Anatema y excomunión
para el Padre frenético.
Tormento, despojo y entrega a Datán y Abirán.
Maldición para él en nombre de todas
—sin faltar una— las huestes celestiales.
Persecución total, santísima condenación
para el Padre alfarero
en donde quiera que esté,
ya sea en la casa, en el campo,
en el bosque, en el agua o en la iglesia.
(Era el 27 de Septiembre de 1810)
Sea maldito en vida y muerte.
Sea maldito en todas las facultades de su cuerpo.
Sea maldito comiendo y bebiendo, hambriento,
sediento, ayunando, durmiendo,
sentado, parado, trabajando o descansando y sangrando.
Sea maldito interior y exteriormente;
sea maldito en su pelo,
sea maldito en su cerebro y en sus vértebras;
en sus sienes, en sus hombros,
en sus manos y en sus dedos.

La persona del cura de Dolores entró de manera inmediata en la imaginación de los bardos insurgentes. Primitivas eran sus armas; primitivos sus versos, pero en esa rusticidad reside su encanto. Al compararlas con las epopeyas compuestas por autores cultos,¡ como Francisco Manuel Sánchez de Tagle o Andrés Quintana Roo, que mucho contribuyeron, acaso de manera involuntaria, a la historia de bronce,4 resalta la fuerza y la frescura de su ingenuidad.

De rebeldes y sediciosos, los insurrectos pasaron a ser llamados insurgentes, palabra que se convirtió en timbre de gloria. Irónico resulta que el término fuera introducida por un español. Según escribe Lucas Alamán, «el virrey Venegas aplicó a los independentistas el nombre de «insurgentes», porque acabando de llegar de España había visto que este mismo era el que daban los franceses a los españoles que contra ellos peleaban».5 De acuerdo con el Diccionario de autoridades, nación es «la colección de los habitadores de alguna provincia, país o reino». Pero estos habitadores no compartían una misma clase de habitación ni tenían un mismo concepto de país. Existir es la condición humana por excelencia. Pero no todos tenían los medios —que van aliados con la capacidad— para llevarla a cabo. Los que tomaron las armas antes de hacerlo subsistían, como ha sucedido y sucederá en la historia de la humanidad.

El estallido de la guerra provocó una transformación en la forma de designar la realidad desde las letras. El siglo xviii había constituido un siglo de la razón, en que la poderosa maquinaria administrativa del virreinato demostraba su empuje pero al mismo tiempo vaticinaba su inevitable ruina. La literatura entraba en es esquema mecanicista. No obstante que la emancipación literaria respecto a los modelos extranjeros será un proceso más lento y con mecanismos tan delicados como los de la independencia política, desde el estallido del movimiento la musa anónima no espera los debates de Academia y se convierte en eficaz arma de combate. Por instinto o convicción, los mexicanos del xix dan testimonio de hechos que, al modificar radicalmente el orden antiguo, los vuelve protagonistas de la historia. Acciones heroicas realizadas por un artesano que la leyenda bautizará como El Pípila, o el Narciso Mendoza que nuestro panteón heroico conocerá como El Niño Artillero, así como los hechos de armas de los generalísimos, pasan a formar parte de la mitología popular gracias a los romances compuestos al compás de la lucha. El romance, nacido en España, se convierte en instrumento de combate para que los americanos difundan las hazañas de los héroes del país que nace. En una sociedad mayoritariamente analfabeta, la canción popular, con sus versificación propicia para ser incorporada a la memoria, fue uno de los géneros más socorridos. Lo mismo ocurrirá con la oratoria, otra de las armas utilizadas por el liberalismo para cimentar ideológicamente la victoria y apuntalar la sociedad nacida mediante el soplo de los nuevos tiempos. Debemos a Luis G. Urbina uno de los pocos estudios que se han hecho sobre la actividad literaria de aquellos años de definición y desconcierto, de sacudimiento que exige la lucidez: «… aparece una forma absolutamente nueva en la Colonia: la proclama política, la arenga revolucionaria. Las letras entonces prestan un servicio real, urgente, magno, al desarrollo de la vida colectiva. Aprovechan los dibujos de la retórica para despertar y convocar las pasiones; se valen de la metáfora, del apóstrofe, del clímax, para convencer y enardecer los anhelos de libertad».6

Gracias al libro de Cristina Gómez Álvarez y Guillermo Tovar de Teresa contamos con un muy útil catálogo de los escritos prohibidos por la Inquisición de México, en los prolegómenos y el desarrollo del movimiento de Independencia. De acuerdo con ellos, uno de los documentos más implacablemente perseguidos fue el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana sancionado en Apatizingán el 24 de octubre de 1814, pues «La Inquisición consideraba que la Carta Magna insurgente era contraria a la doctrina expresada por la Iglesia, porque esencialmente proponía en sus bases el derecho lícito de levantarse contra el príncipe y privarle del reino».7

Antes aún, José María Morelos había provocado un cisma mayúsculo en el lenguaje y por ende en la forma de conocimiento del mundo  al autodenominarse Siervo de la Nación y suscribir el documento conocido como «Sentimientos de la Nación» del 14 de septiembre de 1813. Examinemos ambos términos. Con el primero, el caudillo insurgente no acepta otra servidumbre que aquella a que lo obliga la única autoridad que reconoce, la Nación cuyo poder nace de la soberanía del pueblo. De ahí que la Inquisición viera con explicable alarma la rotunda afirmación, contenida en el punto número 12 del citado documento, en el cual figuran, con admirable síntesis, los elementos verbales que marcaban una nueva forma de interpretación política y social: «Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal Suez se aumente el jornal del pobre que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto».8 En su conjunto, el documento suscito por Morelos revela que el naciente país, la nación emergente no sólo y piensa y razona, sino siente. Sentimiento es entonces sinónimo de vida y dinamismo, frente a la parálisis de los últimos tiempos de la dominación colonial, cuando los criollos estaban fuera de la posibilidad de ocupar altas posiciones. Sentimiento, de acuerdo con el Diccionario de autoridades, tiene una primera acepción que significa «La acción de percibir por los sentidos los objetos», pero también «percepción del alma en las cosas espirituales, con gusto, complacencia o movimiento interior» y en tercer lugar «se llama también el dictamen, juicio u opinión que se hace de las cosas». Cuando en 1768 el clérigo anglicano Lawrence Stern añade el adjetivo sentimental a su viaje por Francia e Italia, enfatiza el concepto de emotividad y percepción interior que humaniza la actividad mecánica de trasladarse de un lado a otro.

Con la aceleración inherente a las grandes revoluciones, con radicalismo y furia cada vez mayores, los españoles emprendieron la defensa de los conceptos reino, corona y Nueva España. Para los insurgentes, una sola palabra que iría adquiriendo notas cada vez más clara, era el de América, y más tarde el de América Mexicana. Con el avance del movimiento insurgente y la maduración del concepto de pertenencia a una nuevo concepto de patria, el significante mexicano adquiere mayor solidez y difusión. En los primeros instantes de la insurrección, el oficial de dragones Ignacio Allende irrumpe en casa de un principal del pueblo de Dolores y lo conmina «a que se dé preso a la Nación». Cuando el guerrillero navarro Francisco Xavier Mina desciende en el puerto de Soto la Marina, su manifiesto del 25 de abril de 1817 es revelador en tal sentido: «Mexicanos, permitidme participar de vuestras gloriosas tareas, aceptad los servicios que os ofrezco a favor de vuestra sublime empresa y contadme entre vuestros compatriotas».9

El género más socorrido para dar a conocer las primeras y asombrosas hazañas insurgentes fue el corrido, a causa de su ritmo y su fácil memorización. Con raíces muy hondas, su génesis y evolución han sido puntualmente seguidas por Antonio Avitia Hernández en los cinco volúmenes de su obra Corrido histórico mexicano. Versos pícaros acompañados de ritmos igualmente sensuales como el Chuchumbé exaltaban la actuación del cuerpo, la inmediatez del aquí y el ahora y lanzaban sus filos contra la autoridad eclesiástica, acusándola de pecados veniales. Miguel Hidalgo y Costilla conocía la lengua de los indios de su comarca. Tal circunstancia, sumada al hecho de que en él veían el símbolo de su redención —más tarde a Morelos le atribuirían poderes sobrenaturales—, provocaron el surgimiento de poemas tan rústicos como intensos, donde la adoración al naciente caudillo, la fe absoluta en su persona, hicieron surgir una poesía rústica de adoración personal y exclamación de los héroes. A Ramón Martínez Ocaranza en su libro Poesía insurgente debemos el rescate de poemas como el que sigue:

¿Quién al gachupín humilla?
Costilla
¿Quién al pobre lo defiende?
Allende
¿Quién su libertad aclama?
Aldama
Corre aquello que te llama,
y para más alentarte
todos están de tu parte,
Costilla, Allende y Aldama.10

El periodismo fue otra eficaz arma de combate. En la ciudad de Guadalajara, donde Miguel Hidalgo decretó la abolición de la esclavitud, aparece el periódico El despertador americano. Su tono combativo y grandilocuente proporciona varios ejemplos de la manera en que la naciente realidad revolucionaria da origen a nuevas formas de expresión.

Al igual que otros periodistas, en la prensa, la hoja volante o el escenario teatral José Joaquín Fernández de Lizardi encontró vehículos para desarrollar su lucha contra la autoridad. Vivió ver a su patria liberada de la tutela española pero supo ver con clarividencia, como después lo analizaría Edmundo O´Gorman, que una cosa es ser independiente y otra ser libre. Por eso escribe en una parte de su testamento:

Dejo a los indios en el mismo estado de civilización, libertad y felicidad a que los redujo la conquista, siendo lo más sensible la indiferencia con que los han visto los congresos, según se puede calcular por las pocas y no muy interesantes sesiones en que se ha tratado sobre ellos desde el primero.11

Entre 1821 en que México obtiene su independencia respecto a España, y 1855 en que el Plan de Ayutla formula el primer plan de gobierno con andamiaje político, el país sufre una treintena de pronunciamientos internos y dos intervenciones extranjeras. Con la Revolución de Ayutla emergen a la historia dos grandes indígenas: Benito Juárez e Ignacio Manuel Altamirano. Ambos se habían valido del conocimiento ancestral que los de su raza tienen de los caminos para cubrir a pie la distancia entre el oprobio de la ignorancia y la luz de la inteligencia. El indígena puro que era Altamirano se convirtió en secretario particular de Juan Álvarez, jefe de la Revolución sureña. Los correos que de ellos eran interceptados por el ejército enemigo provocaban el asombro de estos, a causa de su excelente redacción. A Altamirano se debe, tras su participación en una intensa guerra civil y otra con el extranjero, establecer las bases de una literatura nacional.

El caso del presidente Juárez es aún más admirable. Hasta los doce años no habló otro idioma que no fuera su natal zapoteco. Llegó a dominar el español y a utilizar esa riqueza para salir del cerco de la ignorancia y el oprobio y para llegar, con la joven generación liberal, al poder. Quienes lo escucharon hablar se refieren a su manera pausada de hacerlo, como si calculara cada una de las palabras, como si nunca perdiera la noción de que el español para él era una lengua aprendida, una conquista que había que perfeccionar y depurar cada minuto de su existencia. Evadir la retórica no significó en Juárez empobrecer su estilo, sino todo lo contrario. Aunque confesaba con franqueza que nunca había aprendido a escribir bien, sus cartas, comunicados, discursos y los más sencillos e improvisados brindis revelan la manera en que su pensamiento se trasladaba, leal e íntegro, a la página. La inflexibilidad autoexigida a su persona se traduce en su impecable lid con el lenguaje. El título del único escrito personal que dejó a la posteridad, además de sus cartas y su diario, refleja la sobriedad sustantiva de su carácter: Apuntes para mis hijos. Cuatro palabras donde la sintaxis queda reducida a los elementos esenciales. Ausente el adjetivo, fulgura la sustancia de los vocablos terrenales. No la defensa autobiográfica ni el panegírico, sino el testimonio escueto, la bitácora de un ciudadano a lo largo de una vida que es sinónimo de servicio y fidelidad a sus principios. Apuntes para mis hijos es la autobiografía de un hijo del pueblo que se negó a permanecer en la ignorancia y el oprobio consecuente. Pocos lo han visto mejor que un hombre de letras orgullosamente nuestro contemporáneo, oaxaqueño también, Andrés Henestrosa:

… en su mano la pluma no era un instrumento de recreo sino de creación… las palabras más necesarias, para expresar sus pensamientos y sus sentimientos… Su concisión era latina, bíblica. Bastaban a su expresión el sustantivo y el verbo, a veces nada más el verbo: en el principio de la acción está el verbo.12

Los hombres que acompañaron a Juárez primero en la lucha por la Reforma y posteriormente contra la Intervención francesa y el impuesto imperio de Maximiliano manejaron con igual eficacia la pluma y la espada. Altamirano, quien sería uno de los primeros artífices de una literatura nacional, tuvo la lucidez para entender que antes de la belleza el objetivo de la palabra era transformarla en objeto de lucha.

Zarco, lo mismo que Ramírez y Prieto, se hizo hombre de Estado y publicista; predicó en unión de estos dos apóstoles la fecunda cruzada de la democracia y de la Reforma, saltó del campo de la lucha para ayudar a los campeones, y sufrió con ellos las vicisitudes del combate. Igual suerte cupo a todos los demás. Unos tomaron las armas, otros la pluma del periodista como Florencio del Castillo. El fragor de la guerra ahogó el canto de las musas. Los poetas habían bajado del Helicón y subían las gradas del Capitolio. ¡La lira cayó a los pies de la tribuna en el Foro, y el numen sagrado, en ves de elegías y de cantos heroicos, inspiró leyes!13

Lo anterior explica que la oratoria de combate y el debate público se hayan convertido en ocupaciones centrales de los escritores. El mencionado Francisco Zarco, que en su juventud se había distinguido como un cronista de avanzado estilo, a partir de los debates del Congreso Constituyente se convierte en su cronista e historiador, valiéndose de su prodigiosa memoria y de una taquigrafía de su invención. Cuando el país logra, tener el documento que conocemos como Constitución de 1857, Zarco es el encargado de redactar esos otros sentimientos de la Nación, esa manera en que el instrumento jurídico discutido y sancionado por los representantes del pueblo, como 44 años atrás había concebido Morelos, logra que el país sea el que hable y manifieste ante sus habitantes. No es la voz del monarca omnipotente sino la del pueblo soberano que a través de sus representantes se expresa:

La igualdad será desde hoy la gran ley en la República; no habrá más mérito que el de las virtudes; no manchará el territorio nacional la esclavitud, oprobio de la historia humana; el domicilio será sagrado; la propiedad, inviolable; el trabajo y la industria libres; la manifestación del pensamiento, sin más trabas que el respeto a la moral, a la paz pública y a la vida privada; el tránsito, el movimiento, sin dificultades; el comercio y la agricultura sin obstáculos; los negocios del Estado, examinados por los ciudadanos todos: no habrá leyes retroactivas, ni monopolios, ni prisiones arbitrarias, ni jueces especiales, ni confiscación de bienes, ni penas infamantes, ni se pagará por la justicia, ni se violará la correspondencia…14

Las palabras del ciudadano Zarco formulan una utopía que tardará muchos años en consumarse, pero que a través de ellos penetra las capas diversas de la sociedad, conforme los conceptos soberanía, nación, democracia dejan de ser vocablos vacíos para convertirse en sustancia y práctica cotidiana. Cualquier nación civilizada de este nuevo milenio sabe que en los conceptos anteriores se basa la convivencia y la armonía de los pueblos. Sin embargo, las palabras, como los significantes que designan, cambian con el paso del tiempo, y sólo con una ardiente paciencia seremos capaces de otorgarles el significado de quienes tomaron las palabras herramientas para construir la nación, para ganar la libertad.

Notas

  • 1. Concepción Company Company. El siglo xviii y la identidad lingüística de México. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. México, Universidad Nacional Autónoma de México-Academia Mexicana de la lengua, 2007. Véase igualmente de la misma autora Documentos lingüísticos de la Nueva España. Altiplano Central. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2008. Volver
  • 2. Cit. por Jean Meyer, Hidalgo. México, Editorial Clío, 1987, p. 17. Volver
  • 3. Gérard Gengembre, A vos plumes, citoyens. Écrivains, journalistes et poètes, de la Bastille a Waterloo. Paris, Gallimard, 1988, p. 31. Volver
  • 4. De acuerdo con José Luis Martínez, los poemas patrióticos de los autores citados están inspirados en modelos españoles: «… el tono de la poesía patriótica lo encontraron los poetas de la época, paradójicamente, en poetas españoles como Manuel José Quintana, Nicasio Álvarez de Cienfuegos y Juan Nicasio Gallegos, cuya patria luchaba también por entonces contra los invasores franceses». La expresión nacional. México, Editorial Oasis, 1984, p. 21. Volver
  • 5. Lucas Alamán, Historia de México, Vol. II, p. 371. Volver
  • 6. Luis G. Urbina, La vida literaria de México. Madrid, Imprenta Sáez Hermanos, 1917, p. 110. Volver
  • 7. Cristina Gómez Álvarez y Guillermo Tovar de Teresa. Censura y revolución. Libros prohibidos por la Inquisición de México (1790-1819). Madrid, Trama Editorial-Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, 2009, p. 90. Volver
  • 8. Virginia Guedea. Textos insurgentes (1808-1821). México, UNAM, Biblioteca del Estudiante Universitario, 1998, p. 134. Volver
  • 9. Francisco Xavier Mina, «Proclama a los españoles y americanos», en Virginia Guedea, op. cit., p. 172. Volver
  • 10. Ramón Martínez Ocaranza, Poesía insurgente. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987. (Biblioteca del Estudiante Universitario), p. XLI. Volver
  • 11. Fragmentos del Testamento y despedida del pensador mexicano. José Joaquín Fernández de Lizardi. El Pensador Mexicano. México, UNAM, Biblioteca del Estudiante Universitario, 1962, p. 40-41. Volver
  • 12. Andrés Henesterosa, «Juárez, escritor», en Los caminos de Juárez, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 97. Volver
  • 13. Ignacio Manuel Altamirano. «Revistas literarias de México». En La literatura nacional. Edición de José Luis Martínez. México, Editorial Porrúa, 1949, p. 4-5. Volver
  • 14. «El Congreso Constituyente a la nación, 5 de febrero de 1857», en Silvestre Villegas, La Reforma y el Segundo Imperio (1853-1867). Antología de textos. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 20008, p. 72. Volver