Lengua española y políticas educativasÁngel Gabilondo
Ministro de Educación de España

Nos vemos en la necesidad de abordar un desafío. La crisis económica es a la par una puesta en cuestión de modelos y valores, en un mundo donde el problema fundamental es la miseria y la ignorancia, el dolor, el sufrimiento, la pobreza.

Esta situación ha de afrontarse desde la cultura y la educación. Hemos de situar la educación en el corazón de la economía, reconocer que esta es una ciencia social, una ciencia humana. Y no olvidar que la formación cualificada es garantía de desarrollo formal y de empleabilidad.

Hoy nos detenemos en pensar qué tienen que ver el cuidado de la lengua y el cuidado de la palabra con este asunto.

La lengua no es un mero instrumento, ni un simple vehículo de expresión, ni siquiera un medio. Es un espacio real y efectivo de relaciones de comunicación. Tiene más que ver con una plaza pública que con una vía o una calle o un camino.

Hemos de educar por la palabra, no solo para ella. Incluso sería posible reconocer la necesidad de vivir por la palabra y no tanto ni solo porque la palabra es vida sino porque la palabra nos hace vivir.

El conocimiento y el uso de la lengua implica una mayor incorporación a ámbitos de convivencia. Esta función democratizadora adopta la forma de amor a la palabra, a las palabras. La máxima expresión de esta dimensión erótica de la lengua es su capacidad de enlazar, entrelazar, unir, vincular y más aún de ofrecer el lecho en el que conjugas diferencias.

Singularmente la lengua se incorpora y democratiza en el permanente recorrido de la voz a la palabra y cuya forma más adecuada es la escritura.

Una palabra mal empleada o imprecisa introduce alguna suerte de injusticia, siquiera mínima, en el mundo. Por tanto, si la educación es un camino de justicia, es absolutamente necesario el cuidado del lenguaje.

Aunque con frecuencia se descalifica el discurso de alguien diciendo que son «solo palabras», uno se juega mucho con el lenguaje. No basta con vociferar.

Necesitamos como nunca a quienes se jueguen lo que son en lo que dicen, capaces de dar, de mover, de movilizar, de motivar, de convocarse a una forma de vivir.

Precisamos una palabra próxima, como mano amiga, discursos verdaderos, capaces de impulsar nuestros quehaceres.

No hay modernización del sistema educativo sin una sólida formación en la enseñanza de la lengua, de las lenguas, ni desarrollo personal ni transformación de la sociedad sin el cuidado de la palabra.

Con la estructura del lenguaje se estructura también un mundo y en su desorganización se desarticula la realidad, no solo el pensamiento.

Los malos momentos de la educación coinciden con los malos momentos de la lengua y de la palabra.

Cuando el lenguaje pierde capacidad de producción, la realidad se vuelve infecunda.

Si no deseamos quedar apresados en la utilidad, en la inconveniencia, en la moda o en la costumbre, si no queremos reducir la educación a la adquisición de un conjunto de habilidades, hemos de vincularla a una cultura y a una lengua entrelazada a una comunidad.

Las palabras no solo simbolizan, también significan, hacen señas, gestos, indican por dónde buscar las cosas. No son las cosas pero sí las hacen posibles y reales.

Palabras y cosas se encuentran en el espacio de comunicación y tienen siempre una implicación en una comunidad.

En un texto de 1934 de Gil y Gaya, en un trabajo que se titula «Valor educativo de las lenguas vivas», señala que

Teóricamente las formas expresivas que puede adoptar una vivencia son ilimitadas. Fijándonos, por ejemplo en el orden con que las palabras se suceden en la oración, o las oraciones en el período, no hay nada que se oponga a que una representación cuyos elementos analizados (palabras u oraciones), sean A B C D y E; pueda enunciarse colocándolos en cualquier orden. Si el lenguaje obedeciera sólo a los impulsos expresivos individuales, el interés psicológico del momento señorearía en absoluto el orden adoptado. Pero el lenguaje es esencialmente social, y la persona que habla si quiere ser entendida tiene que ajustarse a las fórmulas aceptadas como válidas por el grupo humano del que forma parte, no por ser mejores sino por su validez social. Las lenguas a causa de los hábitos colectivos adquiridos a lo largo de su evolución histórica escogen un repertorio limitado de posibilidades prácticas de expresión, y por grande que sea la originalidad lingüística de un individuo, tendrá que conformar (con-formar) la mayor parte de su vida expresiva a las limitaciones que su comunidad le impone. El artista de la palabra y el hombre de la calle forcejean entre sí buscando el predominio del hallazgo verbal o de la rutina cotidiana y de este forcejeo nacen a la vez la renovación y la estabilidad de las lenguas (p. 376).

Nada tan educador como la adquisición de la lengua materna, salvo quizá el retorno a ella desde el conocimiento de una lengua extranjera. En última instancia, uno siempre habla una lengua que no le es propia, se siente como extranjero en su propia lengua, aprende en su propia lengua que lo extranjero forma parte de sí mismo. La lengua es la venida del otro.

La verdadera xenofobia empieza cuando uno no acepta que es extranjero, extraño, para sí mismo.

Una discípula mía, norteamericana, me decía hace poco que después de haber pasado un año en Madrid estudiando y hablando español, escribía en inglés mucho mejor que antes. Este juicio lo he visto confirmado después con gran frecuencia. Cuando volvemos a nuestra lengua desde una lengua extranjera, asistimos a una reelaboración de formas expresivas, nos sumergimos en la delicia de recrear nuestro idioma. La mente, embotada por la rutina, descubre maravillada que hasta los lugares comunes más espesos y las frases más petrificadas echan a andar por sí solos con un garbo insospechado.

No vacilaría en afirmar que para el conocimiento profundo de la lengua propia es indispensable el estudio de una lengua extraña».

(Gil y Gaya, p. 377, «El valor educativo del estudio de las lenguas vivas»).

Pero extraña es siempre una lengua, incluso la propia. El pensamiento empieza cuando uno lo sabe y lo reconoce y en cierto modo se oye hablar. El lenguaje es siempre poético y trágico. Por eso hablar es arriesgar y respirar. No solo poéticamente hablando habita el hombre, también solo peligrosamente se vive en verdad. Ritmo y respiración conforman el lenguaje articulado, el ritmo es en verdad el ritmo de la respiración, el ritmo de la sangre (recordamos a José Ángel Valente y María Zambrano).

Aprender supone estar dispuesto a dejarse decir algo, no creer que uno lo sabe ya todo y mejor que los demás. Aprender implica no solo aprender palabras, sino aprender con las palabras. Proseguir su proceder.

La palabra hace cosas, las palabras aman, las palabras tocan, las palabras matan.

Era Aristóteles quien afirmaba que los hombres nos distinguimos de los animales en que ellos tienen voz, pero nosotros tenemos palabra y que la voz sirve para expresar el gusto y el disgusto, el placer y el desplacer, pero la palabra sirve para expresar lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente. Así que si la voz va del gusto y del disgusto, la palabra va de lo justo y de lo injusto.

Tenemos que ser seres de palabra y la palabra tiene tanto que ver con la justicia que, a veces, creo que una palabra mal empleada, desajustada, introduce alguna suerte de injusticia en el mundo.

Regular, gobernar, timonear nuestras palabras, nuestras expresiones, cuanto decimos y escribimos es ya una forma de gobierno de sí, de cuidado de uno mismo. Pero no hay cuidado de uno mismo sin cuidado del lenguaje. Por eso, el cuidado del lenguaje, el amor y el cuidado a la palabra, a las palabras, es hoy tan educativo. La educación es el ejercicio del gobierno de sí y el cuidado de los otros, de lo recibido, de lo que hemos de transmitir.

Pero necesitamos ayuda, apoyo, compañía, consejo, horizonte. Nos hace falta la gramática, que es casa común de la diversidad. Precisamos modos diferentes de compartir una misma lengua, en un espacio de posibilidades. Necesitamos formas de comprender, de comprendernos.

Leíamos estos días comentarios sobre el reciente texto Vivir a muerte, que ofrece las cartas, las últimas palabras de quienes fueros fusilados horas después por los nazis entre 1941 y 1944. Todas conmovedoras. Traemos hoy unas especialmente elocuentes para esta ocasión: «Perdonadme las faltas de ortografía». Solicitar este perdón ante la muerte da que pensar. ¡Qué singular relación con la escritura ajustada, con lo que uno es y significa vinculado a la corrección de las palabras, para decir esto en un momento así! «Perdonadme las faltas de ortografía». Quizá porque la lengua es vida y la lengua correcta vida correcta.

Es cierto que ahora se habla de aprender a aprender y estoy de acuerdo. Lo que pasa es que esto de aprender a aprender tiene internamente algo que hay que desplegar, es un pliegue que hay que abrir. Aprender a aprender es como un abanico; ahora vamos a hacer así, abrimos el abanico y, entonces, aprender a aprender es aprender a enseñar, es enseñar a aprender y, entonces, sí hablamos de aprender a aprender. Pero, cuidado, no nos saltemos la palabra enseñar que está en el corazón del aprender, porque es que hay que aprender a enseñar para enseñar a aprender, porque, si no, no aprenderemos el aprender.

Como nos dejamos esa apertura del abanico, vamos tan directamente al aprender, hasta el extremo, que no compartimos, de que algunos sostienen que hay que aprender a aprender sin enseñar. Hoy quiero reivindicar el enseñar e incluso el estudio, para decir que hay una importancia decisiva de la palabra en todas sus modalidades. Digo de la palabra, no estoy diciendo de hablar. Digo de la palabra en todas sus modalidades, reconociendo, en el corazón de todas esas otras modalidades, formas de decir que desbordan el hablar.

Vivimos en un mundo en el que se habla mucho y se dice poco. Todo está perdido de palabras y de actividades. Hemos de reivindicar la palabra y el decir. No se trata solo de decir con las palabras, se trata de ser de palabra, de ser seres de palabra. Y ello ha de exigirse a un profesor, a una profesora.

La figura del profesor próximo no es exactamente la que coincide con la del profesor que se aproxima a la cosa. Es más, a veces hay profesores muy próximos que en vez de aproximarte a la cosa, te distancian de ella.

De ahí que aprender tenga siempre una dimensión erótica, pero el «Eros» no es el movimiento que conduce del uno al otro, sino el movimiento que conduce a ambos dos en la dirección de algo otro.

Así que a aprender se aprende también por contagio, por contacto, como se aprende a nadar. Hegel muestra la inconsistencia de aprender a nadar limitándose a leer libros de natación. Y es que nosotros tenemos una cierta tendencia a enseñar a nadar simplemente leyendo libros de natación. Tantos años haciéndolo y el día que te tiras al agua, te ahogas con toda seguridad, porque, al parecer, solo se aprende a nadar nadando.

No hagamos, y nos lo recuerda Hegel, como aquel novicio que no se quería tirar al agua, que detestaba el chapuzón en el agua, y sin embargo deseaba saber nadar. Es semejante a quien cree que ganará peso leyendo libros de gastronomía. Es evidente que no es así. Lo que engorda es cocinar lo que ahí se dice y luego ingerir lo cocinado.

Sapere, saber, es saborear. Si algo no pasa por la boca, si algo no pasa por el cuerpo, no sabe, no se sabe. Los griegos subrayaban hermosamente, «digo carro y las ruedas pasan por mi boca».

Decían de Teeteto que era muy bello y un día Sócrates, al verlo, comentó: «pues a mí, la verdad, no me parece tan bello». Se encontraba dolorido, había perdido una batalla, se hallaba sucio, derrotado… y Sócrates pensaba: «Yo no le veo nada, no sé qué le encontráis». Sin embargo, más adelante, en un momento determinado del diálogo, ya repuesto Teeteto de esas calamidades, se pone a hablar de tal modo, con una capacidad de abstracción y de concreción a la vez, de unir y de separar, de argumentar, de discernir, de persuadir, de conmover que, cuando acaba, dice Sócrates: «pues sí que era bello, porque quien habla bien es una bella y excelente persona».

Cuando leí ese texto, llegué a la conclusión de que hablar bien no debe de ser, simplemente, expresarse con fluidez, aunque esto es interesante, construir bien las frases, tener riqueza de vocabulario o aderezar el discurso con adjetivos. Hablar bien debe de ser alguna otra cosa, para que Sócrates pueda decir exactamente que quien habla bien es una bella persona. Pensemos en qué puede significar. Es preciso ser bello por la forma de vivir, ser bello por el modo de decir.

Desde luego, eso de hablar bien tiene mucho que ver con la capacidad de argumentar, con la capacidad de motivar. «Motivar», emovere, movere, es la capacidad de mover, y de movilizar. Ambas palabras tienen la misma raíz. Y, además, una cosa más interesante, tienen que ver con emovere, ‘emocionar’, con la capacidad de emocionar y, cuando la emoción es común, de conmocionar.

Así que es interesante ver que motivar y emocionar son compatibles, esto es, que el gusto es compatible con el provecho, que puede ser que nos dé gusto oír a alguien y encima no nos esté mintiendo, que puede ocurrir que la persuasión no sea simplemente un engaño, sino una argumentación sólida que nos motiva y nos moviliza hasta emocionarnos, hasta emocionarnos tanto juntos, que nos conmocione.

Y ello resulta interesante, porque implica también una lógica del enseñar, que es la lógica de que solo se enseña si se argumenta, si se motiva y si se emociona. No hay conceptos sin afectos, sin afectos no hay conceptos.

Hay muchas formas de emocionar, de motivar, de conmover y de argumentar. Emocionar por la palabra es más que persuadir, es motivar y solo así convencer. Ello requiere una cierta toma de distancia, además de esa creencia.

El educador, el profesor, la profesora, nos aproxima a la cosa y está cerca, pero a la par en cierto modo está retirado y aislado, no solo de cierto mundo, sino retirado de los placeres, de los poderes, de las riquezas, de los valores convencionales.

Reconozco decirlo con una entonación clásica, casi renacentista, pero en realidad significa que hay una escala de valores que nos hacer ser, como siempre, gentes un poco inclasificables, que nos hace ser ese tipo de personas que el castellano expresa tan maravillosamente como «de lo que no hay», unos valores que nos hacen ser de lo que no hay.

La Retórica de Aristóteles tiene tres partes, que son la teoría de la elocución, la teoría de la argumentación y la teoría de la composición del discurso. Cuando se olvida que tiene tres partes y solo nos fijamos en una de ellas, en la teoría de la elocución, en la lexis, entonces se comete el error que ha cometido cierta tradición, que ha creído que hablar bien era solo atender a la elocución. De ahí ha brotado cierto desprestigio de la retórica, de tal manera que cuando uno habla, se dice: «Sí, muy retórico lo que dice, pero…». Además de la teoría de la elocución existen la teoría de la argumentación y la teoría de la composición del discurso. Hablar bien no es solo hablar correctamente, sino también componer el discurso adecuadamente y argumentar sólidamente.

La segunda sugerencia es que hay que querer comunicarse con alguien para poder hablar y querer comunicarse con alguien es también escuchar, intercambiar ideas con el otro, hablar con él. No simplemente hablar al otro, sino hablar con él.

En definitiva, aprender es aprender a hablar, a leer y a escribir. Correcta, ajustada y justamente. Y esta ha de ser una prioridad educativa. Solo así podremos comprender y comprendernos, y responder adecuadamente. Solo así tendremos en cuenta de verdad al otro, a los otros, a todos.

En última instancia, así seremos más libres y mejores ciudadanos. Ninguna propuesta educativa ha de olvidarlo. Y la gramática y la lengua han de procurarnos los medios para lograrlo. Y para decirlo. Y para hacerlo bien.

Hablar, leer y escribir no es hablar, leer y escribir sin más, sino hablar, leer y escribir de algo, es decir, saber hablar de algo, saber leer un libro de filosofía, de literatura o de química, estar en condiciones de poder leer, de poder comprender, de poder discernir. Porque la clave es aprender a leer y aprender a leer es aprender a legere, es decir a eligere, a elegir, aprender a preferir.

Elegir es preferir, siempre que vemos, estamos en cierto modo leyendo. Ver no es lo mismo que leer, pero vemos eligiendo, vemos prefiriendo, vemos seleccionando y de ahí viene la palabra elección. A su vez, dar la lección es otorgar una lectura, poner en acción un elegir, implica que alguien ha seleccionado algo.

Quien tiene la capacidad de leer y de hacerlo bien, ha de ser caracterizado en riguroso castellano como «elegante». Eso quiere decir literalmente la palabra elegante. Elegante significa el que sabe elegir, el que tiene la gracia y el don del elegir.

Esta íntima relación entre el hablar y el escribir es la que pertenece al pensar, porque pensar no es una actividad mental, pensar es sobre todo una relación entre el pensamiento, el hablar y el decir que nos hace cambiar y trastornar la noción misma de mentira.

Si la educación es la mejor política social, la más inclusiva, el factor determinante de equidad, el conocimiento, el buen uso, el amor y cuidado de la palabra es un factor determinante de incorporación social.

En realidad ser educado es saber hablar, leer y escribir, ser capaz de elegir, ser capaz de decir. Decir y elegir son logos, légein, un eligere, un decir que hace lo que dice y dice y hace lo que es. Por ello es tan contagioso coincidir con un maestro, que siempre es un maestro en el decir, en el elegir, un maestro del saber, del saborear. Así dice sapere.

La escolarización temprana es el adviento de la educación permanente, el gran factor que propicia la detección de necesidades singulares y favorece la igualdad de oportunidades. Aprender a hablar en el corazón de una lengua materna, paterna, es iniciarse en el reconocimiento de un mundo ya configurado y abierto.

Y cuando uno dice lo que piensa, incluso es interesante hacer estas consideraciones: «Bueno, antes de hablar voy a decir unas palabras», lo que prueba que se es capaz de reconocer que la palabra viene muy después, al final tal vez de un cultivo, de un cuidado. Considerar y cuidar la palabra, este sería casi mi lema.

Tan somos seres de palabra, que la palabra propia singular e irrepetible es lo que nos constituye, la que nadie dirá en nuestro lugar. En realidad, es como si no pudiéramos ver a alguien hasta que le oímos hablar.

Por eso dejar hablar no es un acto de permisividad ni de condescendencia, sino de reconocimiento.

Es necesario crear condiciones para la palabra de todos y de cada cual, abrir espacios de conversación, no para disertar en nombre de los demás, sino para propiciar su propia palabra. Se trata casi más de un escuchar. Sin ello, no hay efectivo decir.

En la palabra encontramos las fuerzas que nos faltan, la ilusión de la que carecemos, el aliento requerido, las ideas que tanto precisamos y una determinada memoria y comprensión del mundo. Hablar es una forma específica de presentarse, de ofrecerse, de llegar a ser alguien para los demás.

En ocasiones, ningún regalo es mejor que la palabra justa. La necesitamos.

Se requieren las palabras justas y ello no es simplemente cuestión de cantidad, sino de mesura, bien compatible con la armoniosa pasión. A veces, todo está perdido de palabras y no se dice nada. Y no solo, en un sentido, por la palabrería o, en otro, por el cultivo del necesario silencio, sino por el temeroso callar y acallar la palabra, para que en última instancia solo haya voces.

Aprender es aprender a hablar, a leer y a escribir. En última instancia, así seremos más libres y mejores ciudadanos.

Ninguna propuesta educativa ha de olvidarlo. Y la gramática y la lengua han de procurarnos los medios para lograrlo. Y para decirlo. Y para hacerlo bien.

Así tenemos más posibilidades de relación. Abramos una página cualquiera. Ya por ser página es pacto de paz, aldea que acoge las diferencias, es pango, es un espacio que se construye desde el esfuerzo colectivo y la tarea de cada cual. Cada página es un lance, un episodio de reflexión.

Tal vez la página, una página sea la realidad más evidente de esta acción. Una página es un tratado de paz, un pacto, un acuerdo, un encuentro de adjetivos, sustantivos, adverbios, preposiciones, conjunciones, verbos… que conviven armónicamente. Al respecto es educativo dejar, como señala Gracián, las márgenes desembarazadas.

Este espacio en blanco convoca la acción de leer. Las iluminaciones, las notas, al lado, al pie se convocan entre sí y, tengan lugar o no, son requeridas. Pango dice a su voz aldea y una población de potenciales lectores reescriben el texto incluso con su silencio.

He asistido a la progresiva desaparición de seres extremadamente preciosos, seres que sabían hablar, responder, escribir capaces de repetición y de memoria. Responder de, responder ante, dar respuesta. Así señalaba Paul Valéry, nosotros añadimos seres capaces de leer, hablar y escribir.