El lenguaje, al lado de la ciencia, el arte o la religión, constituye una de las expresiones culturales más importantes de la especie humana. La comunicación resulta fundamental para alcanzar el progreso y el idioma constituye la mejor forma de comunicación. Es a través del lenguaje como percibimos el avance de una comunidad y comprendemos muchas de sus manifestaciones culturales.
Al producirse el encuentro entre los conquistadores hispanos y las culturas aborígenes americanas, la principal barrera para el entendimiento fue la falta de comunicación. En época previa al descubrimiento el castellano era una de las tantas lenguas que se hablaban en la península ibérica y por ser el idioma de los reyes católicos, fue el empleado para expandir su imperio. Esta circunstancia sirvió para universalizar el español.
En Colombia, similar a lo que ocurrió en otras de las colonias, el castellano fue el elemento unificador que sirvió para implantar un nuevo orden, con su consecuente legislación, y para propagar la religión católica. Así se construyó un cuerpo jurídico lingüístico que tuvo vigencia durante varios siglos y que se mantiene en muchas de las manifestaciones de la cultura nacional. Esta unificación no fue inmediata. En la colonización participaron asturianos, gallegos, vascos, aragoneses, valencianos, castellanos y andaluces. Ese carácter diverso confirió peculiaridades que se fueron reflejando en las diferentes provincias, de acuerdo con el origen y densidad de las primeras migraciones. En un principio, no existía una unidad nacional, política y social sólida ni había una verdadera comunión de ideales comunes.
Para los hispanos, el suelo descubierto resultó un territorio diferente. Debieron enfrentar un clima tropical donde el paisaje estaba dominado por selvas exuberantes habitadas por una fauna exótica; en este ambiente el mayor obstáculo para dominar los nuevos territorios, no fue lo insano del clima, ni las abundantes plagas o la escasez de pertrechos. El desconocimiento de las lenguas, fue una barrera casi infranqueable. La diferencia de lenguas y culturas se fue superando y en pocos años, se impuso un idioma común, circunstancia que posibilitó la integración.
El caso colombiano difiere del de otros países. A la llegada de los conquistadores, los conglomerados indígenas eran relativamente pequeños. No existen censos confiables, pero se sabe con certeza que las diversas culturas conformaban grupos menores que, sumados entre sí, podrían incluir unas trescientas, o máximo cuatrocientas mil personas, población repartida a lo largo y ancho de una geografía muy diversa y extensa.1 La colonización se concentró en algunas áreas de la costa Caribe y penetró hacia el interior por el valle del río Magdalena. en especial alrededor de los núcleos mineros o en zonas habitadas por comunidades indígenas prósperas, que por esto resultaban propicias para las actividades agrícolas y comerciales. Buen ejemplo es el altiplano de Bogotá que, a pesar de estar a 2600 metros de altitud y bastante alejado de las costas del Caribe y del Pacífico, por su clima benévolo, la feracidad de sus suelos y la abundancia de sus recursos, resultó propicio para el desarrollo de una gran urbe y prontamente se constituyó en capital del virreinato de la Nueva Granada.
Por ser puertos naturales sobre el Caribe progresaron ciudades como Cartagena y Santa Marta; otras como Santafé de Antioquia, Cartago, Popayán y Mariquita lo hicieron por contar con yacimientos de minerales en sus vecindarios; Mompox y otras localidades alcanzaron su desarrollo por ser escalas obligadas de los viajeros. Poblaciones menores prosperaron alrededor de las capillas doctrineras.
La colonización hacia el interior se inició con la exploración del llamado «camino de la sal», ruta utilizada por los indígenas muiscas para comercializar la sal extraída de las minas y para intercambiar productos como mantas de algodón, mineral de oro y conchas marinas. Jiménez de Quesada siguió esta vía, que bordeaba el río y luego remontaba la cordillera por algunos afluentes. Aparte de las dificultades geográficas y logísticas, su ejército debió enfrentar la falta de unidad lingüística, consecuencia de la diversidad de lenguas y de pueblos. Eran muchas las etnias que poblaban la zona recorrida. En áreas cercanas habitaban grupos diferentes en costumbres y en lenguas, muchas de las cuales, pese a la vecindad geográfica, pertenecían a familias lingüísticas diferentes. Incluso en pueblos aparentemente afines encontraron distintos ánimos y lenguas en las que apenas algunos vocablos resultaban comunes.
La colonización se concentró en unas zonas y estuvo ausente en otras. Las llanuras del Orinoco, las selvas del Amazonas y de la costa del Pacífico quedaron al margen. Cuando en las minas se reemplazó la mano de obra indígena por la de los esclavos traídos del África, se formaron palenques donde se hablaron dialectos de origen africano. Aunque convivían tres razas diferentes, en la formación y en el desarrollo del estado primó la preponderancia de algunos grupos raciales que han dominado en la dirección política, fenómeno que también se reflejó cuando se intentó integrar las antiguas colonias en una gran nación iberoamericana.
Por ser grupos pequeños, en muchos conglomerados indígenas el español se impuso rápidamente; al paso de un siglo esta lengua ya era hablada por un alto porcentaje de la población. La doctrina católica se enseñaba en latín o en lengua romance y los naturales repetían como loros lo que les inculcaban. Así, el español fue ganando terreno en desmedro de las lenguas aborígenes. Merced a la diversidad de grupos y a la variedad de idiomas hablados nunca hubo una lengua general.2
Los procesos de mestizaje y de aculturación se dieron rápidamente; las nuevas generaciones optaron por diferenciarse de sus ancestros, reemplazaron sus costumbres ancestrales y adoptaron nuevos valores culturales, surgidos a la par con la pronta difusión del español, idioma que domina la geografía nacional desde hace cuatro siglos.
Unos pocos grupos indígenas, aislados geográficamente, subsistieron y mantienen su lengua. De acuerdo con investigaciones recientes, sobreviven comunidades que se comunican en sesenta y ocho lenguas, pertenecientes al menos a trece familias lingüísticas. Ese patrimonio lingüístico se incrementa con dos lenguas criollas de origen africano. A pesar de la diversidad lingüística, el peso demográfico y cultural de las poblaciones indígenas ha sido reducido. Ahora, se trata de mantener la identidad lingüística como un patrimonio cultural, favorecido por la entrada en vigencia de la constitución política aprobada en 1991, que define al país como una nación «multiétnica y pluricultural». Con ello los conglomerados indígenas han ganado espacios y reivindicaciones y luchan por obtener derechos o privilegios, con base en políticas que favorecen la utilización, enseñanza y protección de las lenguas aborígenes. A pesar de ello muchas de estas lenguas y dialectos pierden vitalidad y están en riesgo de extinción.3 Ese enfoque político, que favorece a los grupos indígenas y les concede privilegios4 coincide con una nueva visión teológica, filosófica y ecológica del mundo en la cual el manejo del medio ambiente ocupa un lugar destacado y primordial en el que se les reconoce a las culturas ancestrales un mejor tratamiento del entorno. En las reservas indígenas la población es bilingüe y aunque permanecen activas, en su mayor parte esas sesenta y ocho lenguas tienden a desaparecer frente a la presión de una cultura globalizada.
Hacia 1700 ya era generalizado el uso del español como un idioma nacional en el que se reconocen dos grandes zonas lingüísticas, una costeña y otra andina, con sus respectivos dialectos, subdialectos y léxicos regionales. Entonces nadie hubiese imaginado que pasados dos siglos se produciría una crisis en la monarquía española, y menos que aun que los efectos de esa crisis derivaran en la independencia de buena porción de las colonias de ultramar. Lograda la independencia, la nación trató de afianzar su legitimidad, buscó el reconocimiento de las potencias y trató de alcanzar el desarrollo a través de la integración de sus provincias, mejorando de la administración pública, modernizando las vías de comunicación e incremento el comercio para evitar una crisis fiscal y alcanzar una economía estable. La legislación indiana sirvió de base para buscar un nuevo orden jurídico y muchas de las costumbres sociales y políticas heredadas de España se conservaron.
En ese proceso de búsqueda de la identidad se fue configurando la nueva nación, pero aun antes de afianzarse la independencia se iniciaron los conflictos en pos de un modelo ideal de gobierno. Aunque primaban los sentimientos de unión y fraternidad, se dieron luchas entre los partidarios del centralismo y los defensores del federalismo. Un primer intento integracionista ocurrió con la organización de una federación denominada Provincias Unidas de la Nueva Granada, pacto al que se unieron todas las regiones pero que no alcanzó a consolidarse puesto que, en menos de cuatro años, tal estado fue subyugado por los pacificadores españoles.
Traspasando las viejas fronteras nacionales, en mayo de 1811 se produjo el primer tratado de alianza y federación entre los estados de Cundinamarca y Venezuela. Su texto señala:
Habrá amistad, alianza y unión federativa entre los dos Estados, garantizándose mutuamente la integridad de los territorios de sus respectivos departamentos, auxiliándose mutuamente en los casos de paz y guerra, como miembros de un mismo cuerpo político, y en cuanto pertenezca el interés común de los Estados Federados.
Un segundo intento, más sólido y duradero surgió tras la realización del Congreso de Angostura, evento en el que se gestó la unión grancolombiana y que pretendía ser el inicio de una federación de los estados americanos. Tenía base la confederación en la circunstancia del origen español, pues todas las naciones poseían una misma lengua, igual religión y compartían intereses sociales y políticos análogos. Estas consideraciones sirvieron de base a un ideario revolucionario cuya meta era la de conformar una gran confederación de estados libres, capaces de sostener relaciones recíprocas con todo el mundo.
El decreto que dio vida a la Gran Colombia se aprobó en diciembre de 1819. Las partes pertinentes señalan:
Art. 1.° Las Repúblicas de Venezuela y de la Nueva Granada, quedan desde este día, reunidas en una sola, bajo el título glorioso de República de Colombia.
Art. 2.° Su territorio será el que comprendía la antigua Capitanía General de Venezuela y el Virreinato de la Nueva Granada, abrazando una extensión de 150000 leguas cuadradas, cuyos términos precisos se fijarán en mejores circunstancias.
Art. 3.° Las deudas que las dos repúblicas han contraído separadamente, son reconocidas in solidum por esta ley como deuda nacional de Colombia, a cuyo pago quedan vinculados todos los bienes y propiedades del Estado y se destinarán los ramos más productivos de las rentas públicas.
Art. 5.° La República de Colombia se dividirá en tres grandes departamentos: Venezuela, Quito y Cundinamarca, que comprenderá las provincias de la Nueva Granada, cuyo nombre queda desde hoy suprimido. Las capitales de estos departamentos serán las ciudades de Caracas, Quito y Bogotá…
Art. 8.° Cada departamento tendrá una administración superior y un jefe nombrado por ahora por este Congreso con el título de Vicepresidente.
En mayo de 1821 se suscribió un acuerdo entre la República de Colombia y la Provincia de Guayaquil. Era propósito del gobierno colombiano obtener libremente el voto de los pueblos del sur de Quito que se habían sacudido de la dominación española para incorporarlos en una gran república.
En el artículo segundo se indica como: «La Junta Superior de Guayaquil declara la Provincia que representa, bajo los auspicios y protección de la República de Colombia. En consecuencia, confiere todos sus poderes a su excelencia el Libertador Presidente para proveer a su defensa y sostén de su independencia, y comprenderla en todas las negociaciones y tratados de alianza, de paz y comercio que celebrare con las naciones amigas, enemigas o neutrales; a cuyo efecto la Junta de Gobierno formará y remitirá directamente o por medio de comisionados las exposiciones convenientes que recomienden las consideraciones que debe merecer esta Provincia en cualesquiera tratados por su situación geográfica, política o mercantil».
En julio de 1822 se suscribió un tratado de unión, liga y confederación perpetua entre Colombia y el Perú. El artículo primero señala:
La República de Colombia y el Estado del Perú se unen, ligan y confederan desde ahora y para siempre, en paz, y guerra, para sostener con su influjo y fuerzas marítimas y terrestres, en cuanto lo permitan las circunstancias, su independencia de la nación española, y de cualquier dominación extranjera, y asegurar después de reconocida aquella, su mutua prosperidad, la mejor armonía y buena inteligencia, así entre pueblos súbditos y ciudadanos, como con las demás potencias con quienes deben entrar en relaciones.
Estos y otros tratados adicionales, surgidos en un momento en el que era fundamental evitar una invasión española, como había sucedido años atrás en Colombia y Venezuela, y afianzar una autonomía, sólo fueron efectivos en el campo militar, con el apoyo de las tropas para afianzar la libertad. Obtenidos los respectivos triunfos y alejados los riesgos de una ocupación, estos procesos integracionistas se fueron debilitando y deshaciendo.
En el caso de la Gran Colombia, la ley originó un nuevo poder, pero no dio lugar a una nueva nacionalidad. La unión resultó artificial, y conforme a un postulado histórico y social, la fusión condujo a la exaltación de los propios nacionalismos y a una rápida disolución. La gran nación que cubría el territorio de cuatro países y que se legalizó tras la extinción del régimen colonial, no perduró; en el nuevo ámbito quedaban insatisfechas las aspiraciones personales de algunos prohombres de la revolución que pronto desearon libertad y autonomía en sus propios territorios. Así colapsó una soberbia creación política. Diferencias en las tradiciones y costumbres comarcales, peculiaridades en los sistemas políticos, diferentes extracciones raciales y falta de vías de comunicación fueron las principales barreras en este primer intento integracionista.
Los colonizadores que contribuyeron a fundar nuevos estados en la América hispana tuvieron diversos orígenes. En trescientos años de dominio, no se logró una clara demarcación administrativa. El crecimiento y el progreso de núcleos apartados por enormes distancias y el aislamiento en que vivían, además de dificultades topográficas insalvables que dificultaban la comunicación regular y permanente entre esos centros, la diversidad de climas y otras particularidades contribuyeron a que algunas colonias se ignorases mutuamente, mientras adquirían una fisonomía propia y peculiar. Estas circunstancias influyeron en los regímenes públicos, en prácticas administrativas algo diferentes y en aspiraciones locales que se manifestaron en tendencias autonómicas. Esto se nota claramente al analizar los procesos de independencia en el norte, el centro y el sur de Sudamérica. La religión y el idioma comunes, y el franco apoyo militar en las luchas independentistas no fueron suficientes para fomentar la formación de grandes nacionalidades políticas. Las viejas colonias, al convertirse en naciones independientes mantuvieron, la vieja delimitación.
La actual Colombia se consolidó en el territorio que había formado el antiguo virreinato de la Nueva Granada. A pesar de la diversidad de lenguas, el idioma integrador y dominante sigue siendo el español; los indígenas, al igual que el resto de colombianos, sólo pueden comunicarse entre sí a través del español. Es este sigue siendo el idioma integrador, el que nos confiere identidad y el que hace posible el diálogo directo con las demás naciones iberoamericanas y con España, cualidades que se aprecian a nivel global y que muestran el vigor de nuestro idioma.