Pero ya que he comenzado, escucha lo demás: «Vosotros, que sois todos partes del Estado, vosotros —les diré continuando la ficción— sois hermanos; pero el dios que os ha formado ha hecho entrar el oro en la composición de aquellos que están destinados a gobernar a los demás, y así son los más preciosos. Mezcló plata en la formación de los auxiliares, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos. Como poséis todos un origen común, aunque tendréis, por lo ordinario, hijos que se os parezcan, podrá suceder, sin embargo, que una persona de la raza de oro tenga un hijo de la raza de plata, que otra de la raza de plata dé a luz un hijo de raza de oro, y que lo mismo suceda con las demás razas. Ahora bien, este dios previene, principalmente, a los magistrados, que, de todas las cosas de las que deben ser buenos guardianes, se fijen sobre todo en el metal de que se compone el alma de cada niño. Y si sus propios hijos tienen alguna mezcla de hierro o de bronce, no quiere que se les dispense ninguna gracia, sino que les relegue al estado que les conviene, sea al de artesano, sea al de labrador. Quiere igualmente que, si estos últimos tienen hijos en quienes se muestren el oro o la plata, se los eduque a los de plata en la condición de auxiliares, y a los de oro, en la dignidad de guardianes, porque hay un oráculo que dice que perecerá la república cuando sea gobernada por el hierro o por el bronce».
Platón, La República, Libro Tercero, XXI.1
El presente trabajo gira en torno al vínculo entre socialización lingüística en el hogar, capital cultural heredado y rendimiento escolar o logros de aprendizaje. Se organiza en torno a una sucesión de preguntas. Parte interrogándose sobre cuáles son los factores determinantes del aprendizaje y cuál su peso (estadístico) relativo en la generación de resultados. Se pregunta enseguida por qué el efecto cuna tiene consecuencias tan decisivas para el rendimiento escolar de niños y jóvenes e, incluso más allá, a lo largo de la vida adulta de las personas. Explora las variables que componen este efecto e identifica las brechas de desarrollo cognitivo, del lenguaje y socioemocionales que se producen tempranamente en la vida de los individuos, antes de ingresar al sistema educacional. Luego indaga más específicamente respecto de las posibles influencias del medioambiente, en particular el estatus socio-económico y cultural de los padres, sobre el desarrollo del lenguaje y la inteligencia de las y los infantes, y comenta la evidencia sobre brechas de rezago en niños de sectores socialmente vulnerables.
Considerando los antecedentes presentados hasta aquí, se examina a continuación, brevemente, la contribución de Basil Bernstein a la comprensión del vínculo que existe entre clase social de origen, socialización lingüística y trayectoria escolar y se vuelve a enfocar el estudio del efecto cuna desde la perspectiva de la interacción entre códigos de lenguaje y escolares.
En esta perspectiva surge la pregunta de cómo la investigación especializada plantea la cuestión más general del papel de la educación en la sociedad: si acaso puramente conservador y reproductivo de las estructuras de desigualdad o bien, por el contrario, potencialmente transformador de estas estructuras en un sentido de igualdad de oportunidades ya no solo de acceso sino también de resultados del aprendizaje. Se exploran las dos respuestas polarmente contrapuestas que se entregan frente a esta cuestión; la del estucturalismo reproductivista por un lado y, por el otro, la de escuelas efectivas con el potencial de compensar y superar las brechas socio-familiares de capital cultural. Luego de una rápida evaluación crítica de ambas posiciones, se examina la posibilidad de una via intermedia que, junto con aceptar las restricciones estructurales de origen socio-familiar bajo las cuales operan las escuelas, se abre a la posibilidad de que, en caso de reunir las exigentes condiciones para ser altamente efectivas y de contar con un entorno de circunstancias claramente favorables, ellas puedan remediar y corregir parcialmente las desigualdades de la cuna y producir efectos de movilidad educacional entre generaciones con resultados individuales de movilidad social.
Se muestra que durante las dos últimas décadas se han producido significativos fenómenos de esta naturaleza en Chile y se mencionan algunas condiciones de entorno o contexto que permiten activar el potencial compensatorio (hasta cierto punto) o nivelador de la educación escolar. Por último, y de la mano de J. J. Rousseau, se concluye que a pesar de la valiosa contribución que la educación eventualmente pueda hacer, sin embargo no puede esperarse —en el actual estadio de la civilización— que ella pueda modificar en profundidad el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres.
Sabemos, con el grado de seguridad que proporcionan la evidencia empírica y sus expresiones estadísticas, que las variaciones en los resultados del aprendizaje —los variables logros o rendimientos de las y los estudiantes— se hallan determinados, en primerísimo lugar, por la familia (el efecto cuna). Y sólo secundaria o subordinadamente por la escuela (esto es, los proceso formales de enseñanza/ aprendizaje) y su entorno institucional (es decir, las condiciones políticas, normativas, financieras y de procedimientos administrativos y prácticas regulatorias en que aquellas se desenvuelven).
En cualquier caso, de la interacción entre estos factores —familia, escuela e institucionalidad escolar— depende, en medida decisiva, si los jóvenes de ambos sexos completan la educación obligatorio y, más allá, sus posibilidades de progreso a lo largo de la vida. En efecto, según señala en un estudio reciente el Premio Nobel de Economía, James Heckman, profesor de la Universidad de Chicago, «es importante reconocer que alrededor del 50 % de la varianza en la desigualdad de los ingresos a lo largo de la vida se halla ya determinado alrededor de los 18 años»;2 es decir, al momento en el cual se supone las personas concluyen sus estudios secundarios.
¿Cuál es, entonces, el peso relativo que posee cada uno de estos factores a la hora de explicar las diferencias en los logros de aprendizaje de niñas y jóvenes?
Desde la publicación del famoso Informe Coleman el año 1966, existe un amplio consenso respecto del hecho que la mayor influencia sobre los resultados escolares de los alumnos medidos por pruebas estandarizadas corresponde a las condiciones del hogar (es decir, los antecedentes familiares; el efecto cuna). Vale la pena recordar los términos con las cuales el propio Informe presenta este hallazgo. Entre sus conclusiones destaca:
Pues bien, si el efecto cuna da cuenta de una proporción significativa —digamos, un 50 % o más de la diferencia total explicada del rendimiento de los alumnos, según establecen los estudios pertinentes— ¿qué contribución hace el denominado efecto escuela?4 Coleman en su estudio reportó que entre 5 % y 9 % de la varianza total del logro individual de aprendizaje de los alumnos se debía a variables de escuela únicamente.5 Magnitudes de este mismo orden, en torno a un 10 %, han sido confirmadas por múltiples estudios a lo largo de las siguientes décadas.6
El tercer factor que incide sobre el logro de los estudiantes, dijimos, reside en el entorno institucional dentro del cual se desenvuelven los colegios. Si bien el impacto de este factor es difícil de medir separadamente a nivel de cada uno de los sistemas nacionales de educación —debido a la relativa homogeneidad de los contextos institucionales dentro del cual operan las escuelas de un país, con excepción de unos pocos como Chile donde hay contextos relativamente diferentes para escuelas municipales, privadas subvencionadas y privadas pagadas— un estudio del año 2000,7 basado en los resultados de la prueba internacional PISA, pone en evidencia que las variables institucionales (medidas en esta prueba) pueden llegar a explicar alrededor de un 25 % de la varianza en el logro de los estudiantes de diferentes países en los exámenes de comprensión lectora, matemática y ciencia.8
¿Por qué resulta tan decisivo para el rendimiento escolar de niños y jóvenes el efecto cuna?
La explicación de los economistas suele ser: porque los padres de estrato socio-económico alto y medio (por ende, con mayores niveles de escolarización, ocupaciones bien remuneradas y por tanto un ingreso comparativamente alto, familias relativamente estables y hogares con disponibilidad de recursos culturales y didácticos) tienden a desarrollar creencias, expectativas y comportamientos que —unidos a las mejores posibilidades de invertir en la educación de sus hijos— los llevan a preocuparse, desde el primer día y a lo largo de su vida, de una manera más adecuada (y exitosa) por el capital humano de aquellos. Sin duda, allí reside una parte de la explicación. Pero el efecto cuna es más envolvente aún y su impacto más sutil y variado.
En realidad, para entender cuán decisivo es este efecto, se precisa primero que todo definir y evaluar las distintas variables que lo componen. Una rápida revisión de la literatura muestra que deben considerarse, a lo menos:9 el estatus socio-económico y nivel educacional de los padres; la estructura familiar (monoparental o no, nuclear, extendida), edades de los adultos presentes en el hogar, presencia de hermanos y localización (urbana, rural, características del vecindario, etc.); condiciones de salud del hogar y, especialmente, de la madre (en particular durante el período de gestación); circunstancias materiales del hogar, infraestructura, calidad de la vivienda, nivel de hacinamiento y la existencia (o no) de facilidades para el estudio (como un escritorio independiente donde el niño pueda realizar las tareas); existencia de equipamiento y materiales didácticos, libros, mapas, imágenes, computadora, conexión a Internet; clima socio-afectivo del hogar y frecuencia e intensidad de interacciones positivas a que se encuentra expuesto el infante durante su desarrollo; prácticas de socialización temprana y régimen de conversación del hogar, incluyendo comunicación con los padres sobre asuntos sociales y tópicos culturales; calidad de las interacciones con pares y capital social de la familia; posibilidad de recurrir a, y costear, un jardín infantil o centro de atención temprana de calidad; elección de la escuela y preocupación, acompañamiento y asistencia de los padres con relación a las actividades escolares de los niños. Incluso a nivel internacional se cuenta hoy con definiciones relativamente estandarizadas de estas variables y con indicadores que permiten su medición.10
Queremos plantear la tesis (nada original, por lo demás) que entre estas variables, la más determinante desde el punto de vista que aquí interesa es la específica modalidad de adquisición y desarrollo del lenguaje que viene condicionada por las características del hogar, y, en general, por las brechas cognitivas y socioemocionales que se crean a temprana edad. Como dice Heckman (2008:38) en su idioma estrictamente económico: «el capital humano adulto (y el consecuente éxito en la vida) se define durante los primeros años de un individuo».
Partamos por lo más básico; cual es, el desarrollo de nuestra arquitectura cerebral humana. Superada por obsoleta la tradicional —aunque todavía ampliamente utilizada— distinción entre naturaleza y crianza (nature/nurture), la evidencia11 apunta al hecho de una continua interacción entre la base genética y el medio ambiente en que las personas nacen (es decir, nuestro efecto cuna). Son «las experiencias tempranas las que determinan si acaso la arquitectura cerebral en desarrollo de un niño provee una fundación fuerte o débil para todo el futuro aprendizaje, comportamiento y salud. El cerebro se compone de miles de millones de circuitos neuronales altamente integrados […] que están “cableados” (wired) bajo las influencias interactivas de la genética, el medio ambiente y la experiencia. Los genes determinan qué circuitos se forman pero la experiencia del niño moldea esa formación. Los niños se desarrollan en un medio ambiente de relaciones que comienzan dentro de su familia, se extienden hacia su comunidad y es afectada, más ampliamente, por recursos sociales y económicos».12
Quiere decir que el período entre el nacimiento y los tres años es un tiempo particularmente intenso de rápido crecimiento cognitivo, lingüístico, social, emocional y motor. Por ejemplo, se inicia un explosivo crecimiento del vocabulario alrededor de los 15-18 meses que continua hasta los años del preescolar. A los tres años, señala un texto, a condición de que el niño se desarrollo en un medio ambiente donde se utiliza el lenguaje, él mismo podrá ser ya un usuario competente.13 De modo que, por primera vez, las conjeturas y demostraciones de la sociología de la educación y aquellas provenientes de la experiencia directa de los padres (las madres en especial), el personal que atiende jardines infantiles y los profesores de colegios respecto de esta estrecha relación entre características socio-económicas y culturales del hogar y desempeño de los niños, reciben una suerte de confirmación y certificación de parte de las ciencias duras.
Pero ¿qué significa esto? ¿Acaso el medio ambiente, es decir, las características de la familia y el hogar y, en particular, el estatus socio-económico de los padres (usado aquí como una representación sintética de todas las variables del hogar mencionadas hace un momento) pueden influir sobre algo tan básico como el desarrollo del instinto del lenguaje, como lo llama Steven Pinker?14
Por cierto que es así.15 Niños pertenecientes a familias de menores ingresos y con menor escolaridad de los padres comienzan a mostrar puntajes más bajos en test de crecimiento de vocabulario alrededor de los 18 meses. A los tres años, en EE. UU. los niños que se han criado en hogares de alto estatus socio-económico poseen el doble o más del vocabulario expresivo comparado con niños criados en hogares de bajo estatus socio-económico.16 En general, se observa que una «mayor estimulación cognitiva y menor adversidad socio-económica» se hallan asociadas con mejores resultados en una variedad de medidas cognitivas de amplio espectro como CI y logro escolar».17
En Chile, diversos estudios realizados entre niños en edad preescolar de nivel socio-económico bajo muestran significativos rezagos cognitivos y la prevalencia de dificultades de lenguaje. Por ejemplo, el estudio de mayor envergadura realizado a fines de los años 90 reporta que «entre el 36 % y el 49 % de los casos [incluidos en el universo muestral] presenta un desarrollo cognitivo deficitario (1 o más desviación estándar (DS) bajo el promedio esperado para la edad). […] Esta situación es aún peor en la población rural: entre los niños rurales de 4 años que no participan en un programa [parvulario], casi un 60 % presenta un desarrollo cognitivo deficitario, versus un 45 % aproximadamente de sus pares urbanos de la misma edad».18 A su turno, sobre la base de una evaluación fonoaudiológica, otro estudio más reciente constata que un 41,5 % del total de las niñas y 52 % del total de los niños de origen socio-económico bajo participantes (de entre 3 y 5 años), presentan algún grado de dificultad de lenguaje.19 Por último, un estudio de seguimiento de alumnos de escuelas municipales durante los tres primeros años de la educación primaria, constata que «los niños del subgrupo que no lograron identificar el primer fonema de las palabras, segmentar pseudopalabras, encontrar analogías verbales, reconocer nombres escritos o identificar el nombre de las letras, cuando entraron al primer año, fueron los lectores más deficientes durante todo el período».20 Es decir, hasta tercer año escolar el rendimiento lector aparece parcialmente predeterminado por los procesos de socialización familiar. Y esas diferencias se mantienen y tienden a ensancharse después, pues según previene gráficamente J. J. Rousseau: «no sólo la educación pone diferencias entre los espíritus cultivados y los que no lo están, sino que aumenta la que se encuentra entre los primeros en proporción a la cultura; porque si un gigante y un enano caminan por la misma ruta, cada paso que uno y otro den dará nueva ventaja al gigante».21
Por último, como una síntesis dramática de la influencia de los primeros años sobre el desarrollo de los niños, particularmente en relación a la creación de brechas tempranas —cognitivas, de lenguaje y socioemocionales— puede hablarse aquí del efecto rumano, recordando los calamitosos resultados de la investigación The English and Romanian Adoptee Study: Effects of early deprivation on longterm adjustment,22 resumido así por Heckman:
Estudios de infantes rumanos muestran la importancia de los primeros años. Un experimento natural perverso descrito en detalle en Cunha, Heckman, Lochner et al. (2006), puso a un grupo de niños rumanos, al nacer, en orfanatos estatales. Las condiciones de éstos eran atroces. Los niños recibían un mínimo de estimulación social e intelectual y luego fueron adoptados a distintas edades. Los niños criados en estas instituciones demostraron rezagos cognitivos, serios problemas de comportamiento social y una sensibilidad anormal al estrés. Niños que son adoptados desde estas instituciones frecuentemente presentan problemas cognitivos, socioemocionales y de salud. […] Mientras más tarde eran adoptados los niños rumanos, más débil en promedio su recuperación, aún cuando hay importantes variaciones entre niños relacionadas con la calidad de los orfanatos y del medio ambiente de los hogares de adopción.23
Más allá de un conjunto de observaciones descriptivas sobre la estrecha vinculación entre el efecto cuna y el temprano desarrollo de brechas cognitivas, socioemocionales y del lenguaje que más adelante se expresan como brechas de resultados entre alumnos de diferentes grupos socioeconómicos, las investigaciones de Basil Bernstein ofrecen seguramente la interpretación más sugerente de estos fenómenos.
Realizadas a lo largo de 40 años, ellas muestran inicialmente —en su núcleo— que «las relaciones de clase generan, distribuyen, reproducen y legitiman formas características de comunicación, que transmiten códigos dominantes y dominados, y que esos códigos posicionan de manera diferenciada a los sujetos en el proceso de adquisición de los mismos».24 O bien, como él mismo describe en otra parte,25 tomando distancia de las teorías genéticas de la inteligencia:26 es probable que «los genes de clase social […] sean trasladados menos a través de un código genético sino, más bien, a través de un código de comunicación que la clase social ella misma promueve».
En una segunda fase, Bernstein se interroga sobre el significado que podrían tener aquellas diferencias de clase para la socialización lingüística de los niños y, ulteriormente, para la comunicación y las prácticas pedagógicas, es decir, para la operación del efecto escuela.
Sin entrar aquí en los intrincados laberintos de la teoría bernsteiniana de los códigos lingüísticos y su relación con los códigos escolares, puede decirse que, en su base, está la idea de que la posición de clase de la familia determina el código lingüístico que adquiere el niño (restringido o elaborado, según se trate de familias de clase trabajadora o de clase media, respectivamente; es decir, particularista y dependiente del contexto uno y, el otro, universalista y libre del contexto). Y, enseguida, la idea de que también la escuela posee unos códigos o principios regulativos de los sistemas de comunicación que la conforman; estos es, su organización curricular (de contenidos), sus prácticas pedagógicas (modalidades de transmisión) y sus procedimientos evaluación.
Ahora bien: la tesis de Bernstein, si la entiendo bien, es que contemporáneamente la escuela evoluciona —de acuerdo con las exigencias de una economía predominantemente de servicios y una sociedad de la información— en el sentido de demandar de sus estudiantes aptitudes y actitudes (competencias) propias del código elaborado, causando con ello un doble efecto.
Por un lado, los hijos de clase media (y alta), quienes como consecuencia del efecto cuna han desarrollado las habilidades y comportamientos lingüísticos propios de un código elaborado, se hallan puestos, por lo mismo, en situación de ventaja para alcanzar (y de hecho obtienen en promedio) mejores logros de aprendizaje cognitivo, sea como fuere que se les mide: mediante el Simce, el Timss, el PISA o la PSU.
Por otro lado, los alumnos de clase trabajadora, sectores populares y estratos pobres se ven puestos a contracorriente de las exigencias cognitivas y de lenguaje (y a veces incluso «de habla») de la cultura escolar y obtienen en promedio, sistemáticamente, peores resultados que sus pares mesocráticos o de clase alta. Dice Bernstein: «el relativo rezago de muchos niños de clase obrera […] bien puede que sea un rezago culturalmente inducido y transmitido por el proceso lingüístico».27
Para simplificar hasta un punto que a Bernstein probablemente le parecería intolerable, podría plantearse que su interpretación plantea algo así como una afinidad electiva28 entre la cultura y el código lingüístico elaborado característicos de familias de clase media y la comunicación y prácticas pedagógicas de la organización escolar: sus requerimientos de clasificación de contenidos curriculares, de enmarcamiento del proceso de transmisión y de evaluación del éxito de la adquisición de contenidos. En breve, según comenta un entendido en las cosas de Bernstein: «La escuela es una institución de los estratos medios, o dicho más precisamente, la escuela es una institución que funciona con las mismas reglas, o dicho todavía con mayor precisión, con reglas construidas equivalentemente, a las empleadas por la socialización familiar de las capas medias de la sociedad».29
De esta forma, las brechas abiertas a temprana edad se prolongan y suelen ensancharse durante la educación primaria. Según observa Heckman desde el punto de vista de una teoría y trayectoria de investigación muy distintas a la de Bernstein: «las brechas de logro a los 12 años se hallan presentes en su mayoría a la edad de 6, cuando los niños entran al colegio. Después del segundo grado, la educación escolar juega solo un rol menor en mitigar las brechas de puntaje en pruebas estandarizadas».30 Efectivamente, los diversos lenguajes culturales de familias y escuelas operan desde el primer día generando brechas que separan invisiblemente a los niños de acuerdo a líneas divisorias de clase social y, luego, los ponen ante la escuela en condiciones de ventaja o desventaja, condicionando fuertemente sus trayectorias escolares y logros de aprendizaje.
Puede concluirse pues constatando que a fines del siglo xx emerge un consenso bastante transversal en torno a la idea de que existen diferencias estructurales (de clase, estatus o estrato; es decir, de riqueza, prestigio y poder), que —por efecto cuna— se manifiestan en modalidades divergentes de socialización temprana y desarrollo socialmente condicionado del lenguaje, diferencias que continúan luego y se reproducen en la escuela, proyectándose desde allí hacia la vida adulta de las personas y hacia sus posiciones en el orden de la estratificación y del desempeños en la sociedad.
Durante las últimas décadas, estas conclusiones de ancho consenso han dado lugar, sin embargo, a un intenso debate más general —político, teórico y técnico a la vez— relativo al papel de la educación en la sociedad: si acaso puramente conservador y reproductivo de las estructuras de desigualdad o bien, por el contrario, potencialmente transformador de estas estructuras en un sentido de igualdad de oportunidades ya no solo de acceso sino también de resultados del aprendizaje.31
Por cierto, frente a tan vasto y apasionante debate, me veo obligado a simplificar y abreviar al máximo los argumentos, forzado por el tiempo y la paciencia de los lectores. ¡Así sea!
Por un lado aparecen quienes sostienen que el sistema educacional en su conjunto no hace más que reforzar el efecto cuna, sobreponiéndole o, mejor dicho como se decía cuando Althusser estaba aún en boga, sobredeterminándolo con el efecto Mateo; aquel según el cual quienes ya tienen (por ser herederos del capital cultural, social y económico de origen familiar) recibirán más (en la escuela), mientras quienes poco tienen en términos de herencia socio-familiar, incluso esto les será expropiado o será desvalorizado (por la escuela).32
La educación, entonces, nada más que prolongaría y reproduciría linealmente las bases de distribución de los capitales relevantes. A ratos podría uno pensar que los trabajos de Bernstein, y también los de P. Bourdieu, apuntan en dicha dirección. Los códigos lingüísticos y escolares bernsteinianos y el habitus de Bourdieu servirían, en esta visión, como dispositivos a través de los cuales la macroestructura del capitalismo —esto es, la organización y división del trabajo a través de las cuales se expresa el modo de producción capitalista— se transforma en principio constitutivo de las clases sociales y luego en principio de estructuración interna de los agentes a nivel microsocial.33 Estos últimos no serían entonces más que productos de una suerte de gramática cultural profunda que los llevaría a pensar, hablar y a actuar según las reglas heredadas en el medioambiente familiar. El sujeto como expresión última de un efecto ideológico, según lo llama Stuart Hall.34
Debo aclarar que si bien —a ratos al menos— ambos autores se prestan efectivamente a esta interpretación exasperante, yo por mi lado no comparto tal lectura para ninguno de los dos; ambos por lo demás bien distintos entre sí en sus posiciones teóricas, al punto que sobre algunos de los asuntos que tratamos aquí discreparon públicamente en sus escritos.35
Pero que ha existido y existe un discurso estructuralista rudo de la reproducción, estilo Bowles y Gintis en los años 70 y Mc Laren y otros en la actualidad,36 de ello no cabe duda. Allí todo parece ocurrir como si los factores socioeconómicos y familiares externos a la escuela se impusieran directamente a ella y se transmitieran enseguida a niñas y jóvenes sin mayor mediación y con un invariable efecto Mateo. La principal consecuencia de esta equivocada aproximación no es otra que una completa esterilidad en el plano de las políticas educacionales.37 Por ejemplo, Bowles escribió en alguna ocasión que las reformas educacionales que buscan impulsar una (imposible) mayor equidad pueden tener la virtud, en su fracaso, de ayudar a desnudar la naturaleza desigual del sistema escolar y destruir así la ilusión de una movilidad sin obstáculos a través de la educación.38 En la práctica, la única forma de producir una auténtica reforma educacional sería alterar radicalmente la división del trabajo, la jerarquía en las relaciones laborales capitalistas y las diferencias de cultura de clase asociadas a aquellas.
Entre tanto, en la vereda del frente de aquella ocupada por los reproductivistas, aparecen quienes sostienen que el sistema educacional en su conjunto tiene el potencial —dadas ciertas condiciones de efectividad— de compensar las desigualdades de origen socio-familiar (es decir, el efecto cuna) y ya bien revertirlo completamente o, al menos, mitigarlo individual y socialmente.
El primero de estos subgrupos —digamos así: el de los optimistas máximos— supone que escuelas efectivas, es decir aquellas capaces de asegurar a todos sus alumnos unos mismos estándares altos de aprendizaje, independientemente de su cuna, por definición compensan las desventajas de origen socio-familiar, desencadenando con ello un emergente efecto muchos de los últimos serán primeros39 y, más sorprendente aún, la consecuencia secundaria de dicho efecto, tal que «muchos primeros serán últimos». En estas circunstancias la educación llegaría a tener un papel revolucionario y emancipador; en el límite, a borrar cualquiera huella del efecto cuna y la herencia socio-familiar.
Son bien conocidas las condiciones bajo las cuales se predica la posibilidad de que la escuela pudiera interrumpir el ciclo de reproducción socio-escolar y producir este efecto últimos serán primeros, al combinar simultáneamente máxima excelencia y equidad de resultados del aprendizaje para todos.
Supone que a nivel de la organización, la escuela cuenta con liderazgo profesional, comparte una visión común y metas, se focaliza en las actividades de enseñanza y aprendizaje, cultiva un clima conducente al aprendizaje, los agentes escolares tienen altas expectativas, hay reforzamiento positivo y constante retroalimentación, se monitorea ceñidamente el progreso de los alumnos, éstos tienen claros sus derechos y responsabilidades, hay una cooperación entre la escuela y las familias y, en su totalidad, la propia escuela funciona como una organización que aprende. A nivel de las y los docentes, amén de contar con una buena formación y ser seleccionados para sus estudios universitarios de entre el quintil de los más talentosos egresados de la enseñanza secundaria, los profesores manejan eficazmente un amplio espectro de estrategias instruccionales, gestionan de manera óptima la sala de clases (sus tiempos, ritmos, disciplina, tono emocional, etc.) y sus clases se hallan bien diseñadas, planificadas, estructuradas y ejecutadas de acuerdo a los objetivos curriculares y a las características de los estudiantes. En cuanto a éstos últimos, la escuela efectiva cuenta con alumnos motivados, cuya familia mantiene para cada uno expectativas de alto rendimiento y le ofrece un constante apoyo: comunicación en torno a las actividades en el colegio, apoyo en las tareas escolares y monitoreo y preocupación por su progreso académico.40
A un lector asiduo de Bernstein (o Bourdieu), incluso de Heckman y la reciente literatura sobre brechas tempranas, esta vertiente maximalista del movimiento de escuelas efectivas no puede sino parecerle ingenua. ¿Por qué? Porque así como un reproductivismo rudo y rígido hace desaparecer la escuela prácticamente tras el efecto arrollador de la familia y el contexto social así también, al paso del maximalismo revolucionario de las escuelas efectivas, desparecen la cuna, el hogar, el vecindario, la comunidad y las estructuras económico-sociales y, junto con ellas, las brechas tempranas y los dispositivos que de una u otra forma las transmiten a lo largo de la trayectoria escolar y luego las mantienen durante la vida adulta.
En efecto, hay algo candoroso y poco realista en esta visión; un optimismo que embriaga no sólo el corazón sino también la cabeza, haciéndole perder de vista las restricciones bajo las cuales operan los sistemas escolares y se desenvuelven las escuelas. De alguna forma, este enfoque pareciera combinar elementos de la ideología burguesa de la «carrera abierta a los talentos»41 con la aspiración moral de dar a cada cual la oportunidad de desarrollar sus propios talentos, dentro de una perspectiva que olvida o suprime las relaciones sociales y de poder. Refleja una concepción voluntarista (o mejor, quizá, una ilusión) propia del siglo xix; la creencia de que la educación y los saberes (científicos) conducen por sí solos al pleno desarrollo del ser humano y pueden transformar radicalmente la sociedad, eliminando sus restricciones materiales, desigualdades sociales y alienaciones espirituales.
Bien sabemos que tal creencia carece de fundamento y que no hay forma de escapar por completo, nunca, a los determinismos sociales; que, en cierta medida, en el origen está el destino y que el efecto cuna es un principio determinante no solo del desempeño escolar sino de cualquier otro resultado de una actividad social.42 Por eso mismo, alumnos provenientes de un trasfondo familiar desaventajado, por bien que rindan en pruebas estandarizadas, primero en la escuela y luego al momento de acceder a la educación superior y en el curso de ésta, igual progresan menos durante su vida adulta, en promedio, que aquellos que heredan en el hogar los capitales claves y la distinción que les permite navegar mejor y llegar más lejos.43
Más moderada, menos quimérica si se quiere, aun si mantiene el optimismo del corazón pero combinado con el escepticismo de la inteligencia, se desenvuelve la otra variante del pensamiento sobre escuelas efectivas; aquella que desestima la posibilidad de revertir (es decir, suprimir e invertir) el efecto cuna, convirtiendo así —mediante una educación de excelencia— a últimos en primeros. Postula, en cambio, que la escuela sí puede contrarrestar o mitigar individual y socialmente el efecto del origen socio-familiar (desaventajado) y las brechas tempranas que él acarrea, contraponiéndole el efecto candelabro —que así le llamaremos para mantener la continuidad de estas metáforas, efecto propio de los certificados educacionales, los cuales, parafraseando el dicho evangélico, no se encienden para guardarlos debajo del celemín, sino que como una lámpara se ponen sobre el candelabro, para que alumbre a todos los que están en la casa.44 La educación, en breve, tiene el potencial de incidir sobre la estratificación de la sociedad y de dar movilidad a las personas; de dotarlas de un específico capital humano cuyo retorno beneficia a las personas y la sociedad.
Esto quiere decir, como alguna vez dijo una de las cabezas de la investigación británica sobre escuelas efectivas, Peter Mortimore, al ser interrogado sobre si acaso el colegio puede compensar —es decir, neutralizar o corregir— las deficiencias de la sociedad (el efecto cuna): «… yes —to a certain extent».45 Es decir: sí, hasta cierto punto...
Respuesta cautelosa, sin duda, que su emisor enseguida amplía con la siguiente declaración: «la escuela ofrece una oportunidad para que el individuo desarrolle los talentos que él o ella posee».
Este enunciado, de apariencia simple, encubre sin embargo dos supuestos de peso. El primero es que la escuela, por efectiva que sea en sus resultados agregados, solo ofrece a los alumnos individualmente considerados oportunidades cuyo aprovechamiento dependerá de las características de cada uno. Lo cual lleva de inmediato al segundo supuesto (incómodo de acomodar con el consenso socialdemocrático que hoy impera en las democracias de Occidente): el supuesto del aprovechamiento proporcionado a los talentos individuales de las oportunidades disponibles en la escuela.
Como hemos visto a lo largo de esta exposición, los talentos —si bien tienen una base genética común— se desarrollan sin embargo en la interacción entre esa base genética y el medio ambiente (el grupo, estrato o clase social) en que se cría un niño. De allí, y no de otra parte, nacen las principales diferencias entre talentos; del entorno socio-familiar y de las tempranas brechas cognitivas, socioemocionales y de códigos lingüísticos que emergen en su seno. La escuela importa, entonces; pero solo hasta cierto punto puede ella materializar el sueño de una educación compensatoria de la cuna.
De allí que reflexionando a comienzos del siglo xxi sobre los resultados acumulados a lo largo de más de tres décadas de investigación sobre escuelas efectivas, Mortimore46 concluye con realismo: «debe reconocerse que los colegios no pueden, por sí mismos, superar el bien establecido vínculo entre el origen social del estudiante y su subsecuente rendimiento o logro».47 Bernstein había escrito algo semejante —solo que de manera más contundente— en un artículo publicado en 1970 que luego expandió como capítulo de uno de sus libros, bajo el título: «Education cannot compensate for society!»;48 la educación no puede compensar a la sociedad, es decir, sus déficit, desiguales distribuciones de capitales claves, estructuras de clase y estratificación, relaciones de poder, ventajas y desventajas tempranas generadas por la cuna y transmitidas por la familia.
Comparto y hago mía esta visión, nacida de una terza via entre las perspectivas del reproductivismo extremo de la cuna y la ilusión meritocrática de las escuelas efectivas.
Para partir por lo más simple: porque si bien la primera de estas perspectivas apunta gruesamente en la dirección correcta, sin embargo aplicada mecánica y linealmente pierde su sentido y termina teniendo efectos letales sobre la política pública, en tanto que la perspectiva de escuelas ilimitadamente efectivas es una ilusión equivocada pero contiene un elemento valioso y esencial para la política, cual es, que el efecto escuela puede potenciarse y no es justo guardarlo bajo el celemín.
A su turno, las reservas que cabe tener frente a esta última perspectiva son varias. Primero que todo, es necesario tener presente que sólo mitigan el efecto cuna —incluso en el sentido más realista de contrarrestar y aliviar— aquellos colegios auténticamente clasificables como efectivos en una sociedad dada. En la mayoría de nuestros países (en desarrollo), sin embargo, sólo una minoría de establecimientos escolares se aproxima al modelo de una escuela efectiva. Enseguida, aquellos que parecen alcanzar este desiderátum (y por eso ocupan los primeras 100 o 500 lugares en las fatídicas tablas de posición que publica la prensa bajo el título «los mejores colegios») son en verdad, habitualmente, colegios de estudiantes socio-familiarmente aventajados y/o escuelas de alta selectividad académica que captan a los alumnos más talentosos de grupos socio-económicamente ascendentes o sectores medios consolidados. Tercero, las mediciones de resultados utilizadas para identificar escuelas efectivas habitualmente se refieren al rendimiento bruto de los estudiantes, esto es, a sus logros sin controlar por su origen socio-económico, lo cual impide conocer el valor agregado por cada establecimiento. Cuarto, esas mediciones, siendo esenciales, son incompletas sin embargo, pues se refieren nada más que a uno de los varios tipos de inteligencia que poseen los estudiantes. Quinto, la literatura muestra que no hay escuelas uniforme y continuamente efectivas; por el contrario, sus niveles de efectividad varían en el tiempo, según sectores de aprendizaje, por cursos y en relación a diferentes grupos de alumnos. Sexto, como señala la literatura crítica,49 la mayor parte de la investigación sobre efectividad de las escuelas es a-teórica, limitándose a establecer relaciones estadísticas entre variables (de efectividad escolar), en vez de generar teorías que expliquen esas relaciones y su vínculo con el contexto (bernsteiniano) en que operan las escuelas.
Más al fondo, cabe mantener reservas frente a una perspectiva maximalista de escuelas efectivas porque a comienzos del siglo xxi, como vimos, ya no cabe duda alguna —a la luz de la evidencia empírica disponible, de la voluminosa literatura sobre estos asuntos y de los resultados de la experiencia internacional (especialmente reforzada por los resultados de las pruebas PISA)— que en el orden de los factores determinantes de los logros de aprendizaje, el primer lugar lo ocupan invariablemente el hogar y la familia (efecto cuna). Y no sólo eso: resulta evidente también, a la luz de los mismos elementos, que la escuela por sí sola no puede alterar esta realidad y, por su propia actuación, revertir las desventajas (y las ventajas) heredadas por vía familiar. Esto quiere decir que, a nivel social, no hay posibilidad alguna de un efecto últimos serán primeros y, menos aún, de su consecuencia secundaria, primeros serán últimos.
En el mejor de los casos, entonces, cabe pensar que a nivel individual es posible (¡y debe intentarse por todos los medios!) mitigar las desventajas e iluminar, mediante los certificados educacionales, el camino de la movilidad social (efecto candelabro).
Como anticipó R. Boudon en 1973, incluso una generalizada expansión de las oportunidades educacionales «no trae consigo una reducción de esa tan distintiva y esencial forma de inequidad que es la desigualdad de oportunidades sociales, es decir, la dependencia del estatus social del hijo respecto del que ostenta el padre, aún si se acompaña por una reducción de la de la desigualdad de oportunidades educacionales».50
Lo anterior no invalida ni disminuye la idea central que está al fondo de la investigación sobre escuelas efectivas y funciona como supuesto de los programas de reforma y mejoramiento escolar; cual es, «que la escuela importa, que los colegios sí tienen efectos significativos sobre el desarrollo de los niños, en fin, para decirlo de una manera sencilla, que las escuelas hacen una diferencia».51
Esa diferencia que la escuela (efectiva) hace es significativa para el destino individual de las personas y puede expresarse de diversas formas. Dos sobresalen en particular.
Por un lado, está bien probado que escuelas efectivas permiten a algunos de sus estudiantes de origen vulnerable (con desventajas sociales) desarrollar sus talentos y alcanzar estándares altos de rendimiento. Múltiples estudios lo evidencian, tanto en la literatura internacional52 como en la literatura nacional.53 Incluso, se ha podido concluir que «las escuelas efectivas o inefectivas son especialmente efectivas o inefectivas para este grupo de estudiantes».54 Naturalmente, esto no significa que la investigación sugiera la posibilidad de superar las poderosas desventajas de la cuna por la sola acción del colegio.55 Pero sí indica que, en su nivel más bajo de efectividad (o sea, el de escuelas inefectivas), los estudiantes de origen socialmente vulnerable pueden ser seriamente perjudicados por la segunda cláusula del efecto Mateo (perder lo poco que tienen y así terminar más rezagados que al ingresar al colegio).
Por otro lado, se constata que la educación mejor lograda crea para ciertos individuos y grupos oportunidades meritocráticas de inserción laboral y acceso competitivo a posiciones de estatus superior al de los padres, por vigente que se mantenga en algunos niveles (como ocurre en Chile, por ejemplo, entre las élites económicas) la influencia del capital social y la reproducción del estatus adscrito. Dicho en otros términos: la escuela y la educación importan porque si bien no pueden revertir el efecto cuna, tampoco son meras agencias reproductoras de aquel; aún dentro de enfoques seriamente estructuralistas de la educación, como el de Bernstein, hay lugar para el conflicto de pedagogías, lucha entre fracciones de clase y espacios para que se exprese —como lo hemos llamado aquí— el efecto candelabro de la certificación educacional, especialmente de nivel terciario.56
Lo anterior es particularmente evidente en nuestra sociedad chilena. Por ejemplo, Torche y Wormald muestran,57 con base en datos del año 2001, que un 41,7 % de las personas encuestadas mantenía el piso de educación heredado de su padre, casi un 50 % aumentaba el nivel de educación con relación al de su padre y sólo un 9 % lo disminuía. Por su parte, personas con distinto nivel educacional de origen tienen también trayectorias de movilidad diferentes. En efecto, si el nivel educacional del padre determinara totalmente el nivel educacional del hijo, se daría una completa inmovilidad educacional. Esto no ocurre. El mayor grado de estabilidad se encuentra en los extremos; de los encuestados con padres de nivel educacional primario o inferior, 45 % de los hijos permanece en este nivel educacional. Es cierto que la otra mitad logra un nivel educacional superior, pero la mayor parte de esa otra mitad (27 %) solo avanza a secundaria incompleta. En el otro extremo, los encuetados con padres del más alto nivel educacional también muestran estabilidad: 65 % alcanza educación post secundaria (p. 32). En un análisis más amplio de movilidad intergeneracional de clase, los mismos autores concluyen lo siguiente:
nuestros datos permiten concluir que del total de la movilidad experimentada por los hombres jefes de hogar durante estas últimas décadas, un 46,0 % es vertical, es decir, cruza al menos un estrato jerárquico y un 27,9 % es horizontal. Y, de ese 46,0 % vertical, un 35,5 % es ascendente y un 10,5 % descendente. Es decir, dada la significativa transformación estructural experimentada por la sociedad chilena —especialmente la expansión de la elite no manual y la reducción de las clases agrícolas— las oportunidades de movilidad para este segmento social han sido afectadas favorablemente (p. 70).
En cuanto a las formas de adquisición de estatus, y pese a la mayor fluidez de la sociedad chilena, los autores observan que en nuestro país existe un nivel comparativamente alto de reproducción intergeneracional de la desigualdad que opera a través de dos vías: «la influencia de los recursos de los padres en el logro educacional de los hijos y la influencia directa de los recursos de los padres en el acceso al primer trabajo de sus hijos» (pp.71-71).
Por su lado, un estudio específico pero independiente del anterior para la Región más pobre del país, La Araucanía, llega a las siguientes conclusiones convergentes, utilizando un mismo marco de análisis:
Los resultados muestran que en la Región de La Araucanía, la movilidad social total asciende a 69 %. Este porcentaje corresponde al número de encuestados móviles dividido por el total de encuestados (345 casos/500). El 31 % restante no presenta movilidad social intergeneracional (155 casos). La proporción de inmovilidad más alta se da en la clase de trabajadores manuales no calificados con un 55 % del total de inmóviles, seguida por la clase de servicio y la clase de trabajadores agrícolas con un 14 %, respectivamente. Además, un 62,8 % de los individuos ha experimentado movilidad social ascendente (314 casos/500), lo que refleja que más de la mitad de los individuos posee una mejor ocupación en comparación con la de sus padres, y un 6,2 % se ha movido en forma descendente en la escala social (31 casos). Nótese que los encuestados (hijos) que hoy se ubican en la Clase de Servicio, provienen de padres de diferentes clases ocupacionales (en especial manuales y agrícolas), provocando una gran heterogeneidad en la conformación de esta clase, que se puede catalogar como la “elite” social de las comunas en estudio.58
Como puede verse a partir de la expansión educacional chilena, y de niveles mayores de efectividad en un número de escuelas, ha existido en las últimas dos décadas un impacto significativo sobre la movilidad de las personas y la comprobación de que la educación no es meramente una máquina de reproducción de las clases sociales.
En un momento en que los principales agentes de la sociedad —gobierno, partidos políticos, medios de comunicación, gremios empresariales, asociaciones profesionales, organizaciones de trabajadores, incluso investigadores y expertos educacionales— perciben una mayor fluidez de movilidad social y proclaman el potencial transformador de la educación y sus posibilidades aparentemente ilimitadas de influir positivamente sobre la distribución de oportunidades de vida y la superación de la pobreza, la productividad de las personas y la competitividad de la economía, la innovación y la difusión de nuevas tecnologías, la participación ciudadana y la deliberación pública, el control de las conductas desviadas y la calidad de vida de la población, se vuelve necesario moderar las expectativas e insistir en que los sistemas educativos de los países pueden hacer todo esto... pero sólo hasta cierto punto; limitadamente por ende y entonces solo bajo exigentes condiciones y, por lo general, en combinación e interactivamente con los resultados de otras políticas públicas y emprendimientos privados.59
De las cláusulas restrictivas, la más importante es la que dice: bajo exigentes condiciones. Como hemos visto a lo largo de estas páginas, la condición sine qua non es que las escuelas encargadas de impartir la educación obligatoria sean altamente efectivas. Sólo bajo tal supuesto es posible que la escuela logre mitigar y en parte corregir la herencia de la cuna, superando la distancia que existe entre códigos lingüísticos y escolares, contribuyendo a suavizar las desiguales dotaciones de capital cultural, acortando las brechas cognitivas y socioemocionales tempranas y llevando a todos los estudiantes a estándares superiores de logro.
Lo anterior me pone en línea con aquellos que, dentro del campo de la investigación educacional, y partiendo de una perspectiva estructuralista, sin embargo sostienen que es posible contrarrestar (en cierta medida y solo moderadamente desde el punto de vista estructural), las consecuencias reproductivas del efecto cuna, a condición de que el ingreso a la escuela sea precedido por una socialización inicial estimulante y por la participación de los infantes en centros de atención y cuidado temprano de los niños de alta calidad y que los colegios mismos, en sus ciclos preescolar, primario y secundario, reúnan las características propias de aquellos que la literatura designa como efectivos.
Con todo, y aún bajo tan exigentes condiciones, una escolarización efectiva no alcanza para compensar la estructura de desigualdades de la sociedad y revertir el efecto cuna (mediante un efecto últimos serán primeros) ni podría ella, por si sola, provocar niveles significativos de movilidad social como los observados más arriba para Chile durante las últimas dos décadas. Para eso se necesita, además, la intervención coetánea de otros procesos, como tasas relativamente altas y sostenidas de crecimiento económico, diferenciación y profundización tecnológica del aparato productivo, una inserción relativamente dinámica de la economía nacional en los mercados internacionales, una continua ampliación de oportunidades de empleo formal, el mejoramiento en las condiciones de infraestructura y salud de los hogares, la elevación de los niveles de escolarización de los padres, la difusión de una cultura de responsabilidades individuales y de mayor emprendimiento; en fin, una transformación simultánea en muy diversos planos de la sociedad.
Tal vez la vía intermedia —ubicada entre los extremos del reproductivismo estructural y de la ilusión de una educación capaz de revertir la desigualdad— sea la respuesta intelectual y políticamente menos cómoda, porque acepta moverse en medio de altas restricciones (circunstancias estructuralmente condicionadas de posibilidad) sin esquivarlas y en medio de una gran incertidumbre de resultados sin desesperar (con el efecto candelabro y la subsecuente movilidad basada en certificados educacionales como la mejor apuesta de política).
Y, además, porque supone que en el actual contexto de civilización —de predominio global de la modernidad y del capitalismo occidentales— el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres se hallan imbricados consustancialmente con dicho contexto, como había expuesto J.J. Rousseau ya a mediados del siglo xvii, cuando dice que podría explicar fácilmente:
cómo, sin que el gobierno se mezcle a ello siquiera, la desigualdad de crédito y de autoridad se hace inevitable entre los particulares tan pronto como reunidos en una misma sociedad se ven obligados a compararse entre sí y tener en cuenta las diferencias que hallan en el uso continuo que unos tienen que hacer de otros. Estas diferencias son de diversas clases, pero, siendo por la general la riqueza, la nobleza o rango, el poder y el mérito personal, las distinciones principales por las que se miden en sociedad, probaría que el acuerdo o el conflicto de estas fuerzas diversas es la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido. Haría ver que entre esas cuatro clases de desigualdad, la riqueza es la última a la que se reducen a la postre, porque siendo la más inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, se sirven cómodamente de ella para comprar todo lo demás […] Haría observar cuánto ejercita y compara los talentos y las fuerzas este deseo universal de reputación, de honores y de preferencias que nos devora a todos, cuánto excita y multiplica las pasiones, y cuántos reveses, éxitos y catástrofes de toda especie causa haciendo a todos los hombres competidores, rivales o mejor enemigos, al atraer a la misma a lid a tantos pretendientes. Mostraría que es a ese afán por hacer hablar de uno, a ese furor por distinguirse que nos tiene casi siempre fuera de nosotros mismos, al que debemos lo que hay de mejor y de peor entre los hombres, nuestra virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y nuestros filósofos, es decir, una multitud de cosas malas frente a un pequeño número de buenas.60
La educación, que sin duda puede ser contada entre estas últimas —v. gr., el pequeño número de cosas buenas que hay entre los hombres— jamás podrá compensar por sí sola la multitud de cosas malas que la rodean, distorsionan y entraban, partiendo por la desigualdad y su transmisión en la cuna.