Este V Congreso Internacional de la Academia de la Lengua Española que hoy se inaugura en Valparaíso coincide con el comienzo de las celebraciones en Hispanoamérica de los doscientos años de las luchas por la independencia. Es de esperar que, con este motivo, haya una abundante emisión de discursos patrióticos en todo el Nuevo Mundo recordando el vasallaje del que la emancipación libró a las nuevas repúblicas, los horrores de la colonización, el exterminio de tantos pueblos indígenas, su sometimiento y explotación a lo largo de los tres siglos coloniales, el saqueo de las riquezas americanas y el rodillo compresor para el espíritu crítico y el libre pensamiento que significaron la censura eclesiástica y la vigilancia de la Inquisición.
Todo eso está muy bien, desde luego, pero lo estará menos, me temo, que en aquellos discursos no se mencionará casi (y tal vez sin casi) el hecho crucial de que las Repúblicas independientes que surgieron de la Emancipación americana fueron no sólo patéticamente incapaces de resolver los problemas sociales de discriminación, explotación y exclusión de los indígenas heredados de la colonia, sino que, en muchos casos, los agravaron. En algunos países, incluso, fue durante la República que se cometieron verdaderas operaciones de exterminio de grandes poblaciones de lo que José María Arguedas llamó «la nación cercada» del mundo indio.
La celebración de los doscientos años de las luchas por la independencia de América no debe ahorrar la crítica a los errores y atropellos del pasado, desde luego. Pero no debería, tampoco, estar exenta de autocrítica, es decir, del reconocimiento de que nuestras Repúblicas no supieron estar a la altura de los altos ideales que proclamaron al constituirse. La libertad siguió brillando por su ausencia durante largos períodos de nuestra historia en los siglos xix y xx por culpa de las dictaduras militares, los caudillos, las revoluciones y las guerras civiles, y la justicia reinó sólo para minorías privilegiadas en tanto que las mayorías languidecían en la pobreza y la marginación. Ha habido excepciones, desde luego, países que han avanzado y otros que se han estancado y aun retrocedido, pero la regla general ha sido, en lo que se refiere al mundo indígena, que con la independencia muy poco cambió y a veces empeoró.
Ahora bien, sentada esta premisa, la celebración de estos dos siglos no debería insistir sólo en las lacras del pasado y el presente, sino subrayar también todo lo positivo y feliz que trajo a nuestra América su articulación con el resto del mundo gracias a la llegada de los europeos a sus playas, cordilleras y selvas. Y de todo ello, lo más importante y duradero, qué duda cabe, fue la lengua castellana. Esa lengua que justamente por aquellos años alcanzaba en la península ibérica un período de consolidación, al que seguiría otro de esplendor, y que, a partir de entonces, y en gran parte debido a su arraigo en el continente americano, dejaría de ser sólo la lengua de Castilla y España y se convertiría en la de muchos pueblos y países, una lengua sin fronteras, denominador común de sociedades muy diversas a las que acercó e integró, haciéndolas compartir una historia y una tradición y ser, desde entonces, las provincias hermanas de una misma civilización.
Una lengua es mucho más que un sistema convencional de expresiones que permite entenderse a los miembros de una colectividad. Es, sobre todo, una manera de ser y de pensar, de soñar e imaginar, de sentir y de amar. Un patrimonio que nos permite apropiarnos de un pasado histórico y cultural, de un legado que, por el mero hecho de constituir la materia a la que la lengua que hablamos dio expresión y forma, es también nuestro, parte constitutiva e inseparable de lo que somos. La lengua que hablamos habla también a través de nosotros y, además de lo que queremos decir con ella cuando la usamos, dice lo antigua que es, la multitud de fuentes que la nutren, y evoca la miríada de acontecimientos, hechos culturales, poetas, pensadores, prosistas, cantores y artistas o simples habladores que a lo largo de los siglos y las geografías la han ido formando y transformando. La lengua nos sitúa en el mundo, ordena nuestra vida y nos modela psicológicamente. No nos enemista pero sí nos diferencia de quienes usan otros códigos y vocablos para expresarse. Pero esa relación entre comunidades de idiomas diferentes no es rígida sino fluida, hecha, sobre todo en la realidad cada vez más interconectada de nuestro tiempo, de continuos intercambios. El español se ha enriquecido a lo largo de su historia con los aportes griegos, latinos y árabes en la antigüedad; al llegar a América, con la savia de las lenguas prehispánicas y, en la edad moderna, con la influencia del italiano, el francés y, sobre todo, el inglés. Esos añadidos no la debilitaron; por el contrario, sirvieron para mostrar lo apta que era para recibir préstamos sin perder por ello su identidad y consistencia, para metabolizar esos injertos.
Por eso, el español es una lengua universal y moderna y eso hace de todos los que tenemos el privilegio de tenerla como lengua materna, potencialmente al menos, hombres y mujeres universales y modernos. Hablar de la modernidad de una lengua es delicado, sobre todo desde la perspectiva de las que no lo son, las que lo fueron alguna vez y luego dejaron de serlo, o siempre permanecieron confinadas en un ámbito social pequeño y este confinamiento las congeló.
El español es una lengua moderna no sólo porque la hablemos varios cientos de millones de personas en el mundo —este factor cuantitativo es importante pero no único— sino porque, a lo largo de su historia, ha ido evolucionando y adecuándose a las nuevas circunstancias históricas, culturales y sociales, de modo que nunca se quedó desfasada con la actualidad de una vida que cambia sin cesar en función del avance del conocimiento científico, la evolución de las costumbres, las creencias, los paradigmas éticos y estéticos y de su cotejo con las otras lenguas representativas de la modernidad.
Ésa ha sido una de las consecuencias más provechosas para los latinoamericanos del arraigo del español en nuestro suelo: ser propietarios y servidores de una lengua que es un pasaporte permanente para salir del pasado, ser ciudadanos del presente y formar parte de una comunidad que trasciende las fronteras de nuestro lugar de origen y nos instala en la vanguardia de la actualidad. Para España, crecer culturalmente y extenderse por América, significó universalizarse, escapar de la reclusión provinciana, volverse una historia, una cultura y una lengua trasnacionales.
Con España llegaron aquí y pasaron a ser nuestros Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope, Calderón, Pérez Galdós, Ortega y Gasset, Lorca, Cernuda, y gracias a América el español se enriqueció con Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, el Inca Garcilaso de la Vega, Rubén Darío, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, César Vallejo, Jorge Luis Borges y muchos creadores más. Pero la España que llegó a América no vino sola; traía con ella la materia y las fuentes que la habían alumbrado, es decir, Grecia, Roma, el cristianismo, el Renacimiento y todo lo que llamamos la cultura occidental. Una cultura llena de ruido y de furia, como todas, desde luego, pero, hechas las sumas y las restas, una cultura que no sólo traería discriminación, prejuicios, intolerancia y censura, sino también espíritu crítico, rebeldía, derechos humanos, soberanía individual, democracia, libertad y legalidad. Todo eso está inscrito de manera indeleble en la lengua que hablamos, como un secreto corazón que palpita en ella, alimenta nuestros sueños y nos defiende contra la decadencia y el aislamiento. Una lengua viva mantiene vivos a sus hablantes si en ella crepitan los anhelos de una vida más plena, más justa y más libre. Y nada atiza más la fogata de estos anhelos que una gran literatura, porque las grandes creaciones narrativas, poéticas y dramáticas nos incitan a desear un mundo distinto, más intenso, bello y perfecto que el que nos tocó. Ese espíritu inconforme y refractario es por fortuna un rasgo acentuado y constante de nuestra literatura. Ésta ha tenido siempre una rama crítica y díscola frente al poder. Y para demostrarlo bastaría citar sólo el caso ejemplar del dominico fray Bartolomé de las Casas, que, a mediados del siglo xvi, es decir, en plena conquista y colonización, lanzó las más feroces condenaciones de la «destrucción de las Indias» que, a su juicio, cometían sus compatriotas. Lo hizo porque, para él, la moral y los principios estaban por encima de las razones del Estado y la política.
La lengua que hablamos nos unió. Recordemos lo dispersos, aislados y enemistados que andábamos cuando las tres carabelas del Almirante llegaron al mar Caribe. Habíamos creado grandes imperios pero nos desconocíamos y a menudo nos entrematábamos porque hablábamos lenguas distintas, adorábamos dioses bárbaros y no podíamos entendernos. Lo que los previsores incas pretendieron con el runa simi o lengua general, unificar a todos los pueblos y culturas que incorporaban al Tahuantinsuyo de grado o de fuerza difundiendo el quechua, no tuvo tiempo de cuajar en la historia, por la brevedad del destino del Incario: un siglo apenas. Pero el español lo logró. Prendió entre nosotros, se aclimató, prosperó, se impregnó de las vivencias nativas sin desprenderse de las que traía y gracias a ella una corriente de entendimiento y cercanía circula desde hace cinco siglos entre todos los pueblos hispanohablantes de América y Europa, y algunas avanzadillas que hablan también nuestra lengua en el resto del mundo. El español ha sido nuestro runa simi, nuestra lengua general.
¿Por qué el español no se desintegró como el latín y dio origen a un vasto abanico de lenguas particulares? Pudo ocurrir, desde luego, en el pasado, cuando las comunicaciones entre los países eran lentas y difíciles, las distancias nos mantenían desunidos y quienes iban y venían por la enorme geografía del español eran una pequeña minoría. La razón es que no sólo la lengua nos unía. Además de ella y gracias a ella otros denominadores comunes se fueron tendiendo entre ese gran número de sociedades y países: creencias, valores, ideas, costumbres, mitos, formas artísticas e instituciones, sentimientos y designios de los que la lengua común fue semilla y fermento. Aún en los períodos más violentos de nuestra historia, los de las guerras cainitas y las invasiones, ocupaciones y litigios fronterizos azuzados por el nacionalismo cerril, aquel fondo compartido de idioma, cultura, legado histórico y problemática común, preservó la unidad recóndita que resulta del español, esa llave mágica del entendimiento y la comprensión que ha sobrevivido a todos los desgarramientos, querellas y confrontaciones.
Una lengua común no es una aplanadora que uniformiza e iguala aboliendo los matices y contrastes que existen entre países, regiones, comarcas e individuos. Es más bien una placenta que irriga la diversidad y la promueve, sin dejar por ello que la parte se separe del todo, se aísle y marchite. El español es una lengua frondosa y múltiple, en la que caben todas las excepciones y variantes. De ellas se alimenta el tronco común, aquel río que se robustece y renueva con todos los afluentes que a él llegan. El tiempo, que en el pasado se cernía como una amenaza para la unidad del español, en el presente trabaja a favor de ella. La globalización, el prodigioso desarrollo de las comunicaciones, sobre todo audiovisuales, ahora fortalece la lengua común gracias a un intercambio rápido y generalizado de vocablos, expresiones, modismos y regionalismos que por intermedio de los libros, películas, programas de televisión o «chateos» del Internet se incorporan velozmente a nuestra realidad lingüística.
América Latina, observada en su conjunto, es una magnificación de ese fantástico cuento de Jorge Luis Borges: el Aleph. Casi todo el universo humano y natural está presente en ella. Todas las geografías y climas del planeta, el mar, las montañas, los desiertos, las selvas. Las nieves y el calor tórrido, la templanza, el fuego y el hielo. Y casi todas las razas, culturas y religiones de la humanidad han venido, antes o después de la llegada de españoles y portugueses, a añadirse al abigarrado contingente de civilizaciones y culturas prehispánicas para delinear, a lo largo de los siglos de nuestra incorporación al resto del mundo, esa personalidad plural y varia, con vínculos recientes o remotos con los cuatro puntos cardinales, que es la de América Latina. Esa diversidad es nuestra mejor riqueza, desde luego. Se puede ser indio, negro, amarillo, blanco, cobrizo e hijo de todos los mestizajes posibles, sin dejar de ser genuinamente latinoamericano, así como ser cristiano, budista, judío, agnóstico, musulmán, ateo o rosacruz, sin que ello debilite la pertenencia de una persona a esta tierra donde nació o eligió como suya. Todos cabemos en este pequeño planeta donde, no sin roces o prejuicios estúpidos, llevamos quinientos años aprendiendo a convivir. Esta coexistencia ha servido para atenuar nuestras diferencias, pero no las ha borrado, felizmente, ni deberíamos permitir que las borre, porque la diversidad y los contrastes son riqueza, y nos mantienen conectados de manera constante y dinámica con el resto del mundo. Y tampoco pone en peligro nuestra unidad porque ella está asentada en ese denominador que prevalece sobre los factores disgregadores y separatistas: la lengua en la que hablamos, pensamos, leemos y escribimos.
Mientras ella esté aquí, y quién puede dudar que lo estará por mucho tiempo todavía, ella nos defenderá mejor que nada y que nadie contra aquel caos primordial del que las leyendas y mitos incaicos recogidos por los primeros cronistas de la conquista hablan con estremecimiento y horror. Ese miedo pánico es el mismo que se expresa en la metáfora bíblica de la Torre de Babel, la soberbia de unos seres empeñados en construir una escala al cielo a los que Dios castiga privándolos del habla común, condenándolos al desamparo y a la desconfianza de la incomunicación y a la inminente perspectiva de la violencia, pues, cuando los hombres dejan de dialogar y de entenderse, comienzan a desconfiar uno del otro, a odiarse y entrematarse. Eso es también la lengua que hablamos: un escudo contra el solipsismo, el recelo y la soledad, y un santo y seña que nos abre las puertas del resto del mundo.
En La Florida del Inca, el Inca Garcilaso de la Vega cuenta la historia terrible del soldado español Juan Ortiz que, en las luchas por la conquista de la Florida, fue capturado por los indios de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo. Por más de diez años permaneció Juan Ortiz entre sus captores, a cuyas costumbres y maneras llegó sin duda a acostumbrarse. Dos lustros después, una expedición de españoles encabezada por Baltazar de Gallegos lo rescata y devuelve a su vieja cultura. Y entonces, horror de horrores, el pobre Juan Ortiz descubre que ha olvidado su lengua materna y ya no sabe cómo contar su historia a sus salvadores. En su desesperación, para que lo reconozcan, sólo atina a balbucear (y de mala manera) el nombre de su ciudad natal: «Xivilla, Xivilla».
El Inca Garcilaso evoca este episodio con un sentimiento melancólico, pues, confiesa, a él también le está ya ocurriendo lo que a Juan Ortiz, por no tener en España «con quien hablar mi lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha olvidado de tal manera… que no acierto
Una lengua no solo se pierde por no tener con quién hablarla, debido a un secuestro o a la distancia, como le ocurrió a aquel conquistador sevillano conquistado. Se pierde también por negligencia y haraganería, por desaprovechar sus riquísimas posibilidades y matices, por no conocerla ni gozarla a través de la lectura de sus grandes clásicos y sus mejores prosistas, por no ejercitarla y servirse de ella de manera creativa. Una lengua se nos puede ir escurriendo de las manos o mejor dicho de la boca, dejándonos despalabrados, por culpa de la ignorancia, la mala educación y esa pereza que consiste en valerse del lugar común, el estereotipo y el clisé, lenguaje muerto que empobrece la inteligencia y agosta la sensibilidad de los hablantes. Que no nos ocurra nunca la desgracia que se abatió sobre el pobre soldado Juan Ortiz y nos veamos un día privados de esta lengua que es nuestra mejor credencial para sortear los desafíos del tiempo en que vivimos. Dejar que la lengua se nos pierda o empobrezca es perder mucho más que un medio de comunicarse: es perder la seguridad, la única identidad real que tenemos y rodar hacia ese caos primitivo, a esa behetría habitada por sonámbulos que tanto espantaba a los quechuas del antiguo Perú.