Valparaíso y la palabraAgustín Squella

Constituyó una acertada decisión que las ponencias del V Congreso de la Lengua Española fueran puestas en el sitio www.congresodelalengua.cl. Como se sabe, el encuentro iba a tener lugar en Valparaíso los primeros días de este mes, de manera que si el Congreso había dado la palabra a nuestra ciudad, como antes a Zacatecas, Valladolid, Rosario y Cartagena, el puerto se quedó sin ser además puesto de la palabra, aunque la escritura de los participantes está ya en el sitio anunciado.

Para que nuestra América hispana pueda constituir y ser vista como una comunidad de naciones —sostuve en mi ponencia—, se requiere de algo más que una lengua común para oír, para hablar, para leer, para escribir y para pensar, puesto que una comunidad es un conjunto de naciones unidas por acuerdos políticos, económicos y culturales. Acuerdos que se deben expresar en instituciones compartidas —democracia, derechos humanos y estado de derecho—, de manera que desde el punto de vista de tales instituciones dejemos de ser ese «laboratorio de ilusiones fallidas» que denuncia García Márquez, o esa «comedia de equivocaciones», según compara Vargas Llosa.

En varios de nuestros países se observa fragilidad en las instituciones, mala calidad de la política, distorsión de la democracia, insuficiencia del estado de derecho, y atropellos a los derechos fundamentales. Es cierto que ya no aparecemos a los ojos del mundo como un continente de revoluciones, caudillos y golpes militares, aunque sí como una zona de mandatarios con ambiciones vitalicias que justifican su afán de conservar indefinidamente el poder en la desmesura de sus sueños y en la manipulable aprobación de ciudadanos volcados antes en las calles que en elecciones periódicas, libres, competitivas e informadas. Concerniente a la democracia, esos mandatarios olvidan que ella fija reglas no sólo para acceder al poder, sino también para ejercerlo, incrementarlo y conservarlo, y que tales reglas tienen que ser escrupulosamente observadas en cada uno de esos cuatro procesos. Tocante al estado de derecho, olvidan que consiste en el gobierno de las leyes, no de los hombres, y en el gobierno bajo las leyes, no bajo órdenes imprevistas de gobernantes inspirados por súbitas visiones o ardientes arrebatos. Y en materia de derechos humanos, tales mandatarios parecen creer que importan cuando los invocan sus partidarios y que carecen de valor cuando lo hacen los opositores. Los hermanos Castro son un claro ejemplo de todo ello, Chávez en medida importante, y Uribe en proporción menor, porque en el caso de éste el Tribunal Constitucional colombiano cerró el paso a su testaruda pretensión reelectoral.

En uno de nuestros países falta del todo la democracia y en otros hay renuencia para que gobiernos democráticamente elegidos sean también democráticamente ejercidos, democráticamente conservados y democráticamente sustituidos. Y aun cuando Chile está bien en lo que concierne a sus instituciones —descontado que el sismo nos haya mostrado menos modernos de lo que pensábamos, aunque tampoco seamos el país de cartón piedra que algunos denuncian con poca objetividad y algo de oportunismo—, vale la pena preguntarnos qué podemos hacer para mejorar nuestra democracia. Sobre la materia escuchamos promesas coincidentes de los candidatos presidenciales, y lo que cabría esperar ahora es que nuestros políticos mantengan la palabra dada y procedan con integridad y no con astucia. Con la integridad de la saliente Presidenta, por ejemplo, cuyas virtudes no fueron sólo la proximidad y la transparencia, sino también la determinación y la prudencia para hacer un gobierno tan progresista como juicioso y moderado.

La prioritaria empresa de reconstrucción es compatible con la tarea aún inconclusa de mejorar nuestra democracia.