He sido ubicada bajo la más vital y hermosa fronda del árbol de las academias, no porque tenga un bagaje de conocimientos que me den el derecho a ocupar este sitial, sino porque mi buena estrella me ha hecho miembro de la Academia Panameña de la Lengua, desde donde abono hoy una parte poco conocida en Panamá de la influencia histórica de los libros de la Real Academia.
Voy a pergeñar mis palabras como preocupación, porque presiento que la vida de los pueblos hispánicos, allende y aquende, cristaliza también en los ajustes internos de los diccionarios, gramáticas y ortografías. En ellos traslucen las presiones y diferencias del tiempo, del espacio, del ser social, con extraordinaria lucidez. Por lo mismo, pido perdón porque lo que he escrito y ahora leo no habla de otra cosa sino de mis modos de leer, o sea, de mí misma.
Es un mérito del pueblo panameño la resistencia en el idioma español y en la cultura hispánica durante más de un siglo, frente a lo invasivo anglosajón. Este pueblo creó una cultura de la resistencia en el siglo xx que, en lo que respecta a la lengua española, tiene sus raíces muy firmes en la Constitución desde 1904 y allí se ha mantenido hasta el 2004, última entrega constitucional. Una sucesión de hechos culturales confirman la existencia en el siglo xx de cierta ansiedad por hablar y escribir muy bien el español. En la superficie de la cultura panameña era obligatoria una especie de certificación de la identidad del hispanohablante situado en frente del angloparlante, y esta certificación la solicitó y la solicita todavía el panameño al Diccionario de la Real Academia Española. Pero, más allá, y ajustándome a lo que a continuación comentaré, desde los primeros años de república los entendidos percibieron amenazas a la unidad lingüística de los hispanohablantes, en general —españoles y americanos—, cuestión debatida en el siglo xix y, a la vez, estos influyeron para contrarrestarlas.
La Academia Panameña de la Lengua fue fundada en 1926. Políticamente, Panamá había germinado como una república tras su separación de Colombia en 1903.
Con respecto a la creación de las academias en América, en 1870 una Comisión de la Real Academia Española había propuesto que la institución creara academias de la lengua en tierra americana. El propósito era colocarle un dique al «espíritu invasor de la raza anglosajona en el mundo por Colón descubierto».1 Enfocaban los académicos españoles regiones tan «apartadas» [sic] como Argentina, y concluían que de lo contrario llegaría «la lengua ,en ellas tan patria como en la nuestra, a bastardearse de manera que no se dé para tan grave daño remedio alguno…».2 Se acordó entonces la creación de academias americanas de la lengua española correspondientes, por su organización, con la Real Academia. También los españoles actuaron cincuenta años antes para atemperar las contingencias que amenazaban al español entonces.
En 1916, fueron celebrados en Panamá los Juegos Florales conmemorativos del Tercer Centenario de la Muerte de Cervantes, ocurrida en 1616.3 El ensayo ganador del primer premio, El Quijote como lazo de unión entre España y la América Hispana, por José de la Cruz Herrera, dio cabida a algunos nombres relacionados con aquellas decisiones académicas de la década de los setenta en el siglo xix. Entre ellos, el de Juan María Gutiérrez, rector de la Universidad de Buenos Aires en los setenta de aquel siglo, quien, sin escatimar agradecimientos, explicaba entonces los inconvenientes que le impedían aceptar el título de académico de la Real Academia Correspondiente en el Extranjero, aprobado por la real institución. En pocas palabras, rechazó el nombramiento.
Sin explicar a fondo las razones, al traer el nombre de Juan María Gutiérrez a la memoria de sus lectores, José de la Cruz Herrera dejaba sobre la mesa, para intrigar al que identificara esta problemática, una polémica acerca de la función de las academias, discusión en la que habían participado Juan Bautista Alberdi y otros en el siglo xix. Los intelectuales, acá y allá, discutían en diversos tiempos razones culturales, políticas, económicas y lingüísticas.
La Academia Colombiana de la Lengua, decana de las academias de América, fue fundada, precisa y efectivamente, en 1871, aunque americanos de la talla de Andrés Bello habían sido nombrados académicos honorarios mucho antes, en 1851.
Si nos detenemos a observar estas fechas —como estado federal y como departamento que había sido el istmo dentro de la estructura gubernamental granadina, y solamente por eso—, Panamá fue miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua desde 1871 hasta 1903, año de la separación; así que en 1926, fecha de fundación de la Academia Panameña, no ingresaba sino que regresaba a la RAE tras una ausencia de veintitrés años.
Lo que necesito destacar aquí es que fue precisamente durante los veintitrés años de ausencia académica relativa (1903-1926) cuando, de otro modo, los panameños retomaron una vertiente de aquella discusión, no refiriéndola a las funciones académicas —limpiar y fijar el idioma—, sino al modo de mantener los vínculos lingüísticos con España: vínculos cuatro veces centenarios, puesto que en Castilla del Oro fue fundada en los primeros años del siglo xvi la primera ciudad de tierra firme: Santa María la Antigua del Darién.
Lo cierto es que en 1916, dos años después de haber sido bautizado el Canal de Panamá, los letrados panameños, reunidos con ocasión de las celebraciones de los 300 años de la muerte de Cervantes, reactivaron algunas corrientes ideológicas de la segunda mitad del siglo xix en América, particularmente en Argentina, en donde había hecho su doctorado don José de la Cruz Herrera.4
Estos intereses retomados en las primeras décadas del siglo xx en Panamá tenían el propósito de mantener vivos los rasgos culturales hispánicos, particularmente los lingüísticos, presionados como estaban los panameños por la determinante presencia anglosajona en las instituciones —de administración, de arquitectura, etc.—5, vigentes en la Zona del Canal de Panamá.
En las clases de Literatura Castellana del Instituto Nacional nació la idea de celebrar por todo lo alto el tricentenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra. La Sociedad Española de Beneficencia en Panamá acogió la idea e invitó a un grupo de intelectuales distinguidos a celebrar una reunión preparatoria el día 28 de noviembre de 1915. En ese encuentro fue nombrada una Comisión Organizadora de las Fiestas de Cervantes presidida por Guillermo Andreve. El Gobierno Nacional, la Sociedad Española de Beneficencia, el Consejo Municipal, la Asociación «La Salle», los periódicos La Estrella de Panamá, El Diario, La Prensa, La Revista de Instrucción Pública y la Revista Nueva, acordaron celebrar los «Juegos Florales en conmemoración del tercer centenario de la muerte de Cervantes» el 12 de octubre, fecha conocida entonces con el nombre de «Día de la Raza».
A la cabeza de las festividades estaban el doctor Belisario Porras —quien había sido hasta ese primero de octubre presidente de la República— y una comisión organizadora formada por Guillermo Andreve, Nicolás Victoria Jaén, Melchor Lasso de la Vega, Samuel Lewis García de Paredes (primer director de la Academia Panameña), Narciso Garay, Ricardo J. Alfaro y Octavio Méndez Pereira, quienes diez años después conformarían parte importante de la nómina de los fundadores de la Academia Panameña de la Lengua.
En mi concepto, esto es significativo. Pero, también, que en la introducción al libro Juegos florales celebrados en Panamá en conmemoración del tercer centenario de la muerte de Cervantes,6 Ricardo J. Alfaro examinara el significado de la palabra panamericanismo, no incluida en aquel momento en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE),7 sino hasta 1925, y que, ya introducida en el DRAE, tendría definiciones distintas en 1947 y desde 1956 hasta la fecha, posiblemente porque a su alrededor giraban interpretaciones polémicas de su significado, provenientes de la política y la economía. Además, que en la misma introducción también identificara Alfaro otro vocablo: hispano-americanismo, al que adjudicó un carácter cultural que, según los propósitos académicos de la época, no sería fijado por la Real Academia sino en el diccionario de 1936.8
Se lee en el libro editado con motivo de los 300 años de la muerte de Cervantes un texto introductorio de Alfaro:
En el ambiente moral de los países de América flotan y se entrecruzan dos corrientes de ideas bien caracterizadas. Una de ellas es de origen político y económico. La otra es esencialmente espiritual. Aspira la primera a la unión estrecha de todos los países libres del Nuevo Mundo, a fin de asegurar su libertad política y el desarrollo de su comercio: es la corriente del pan americanismo. Su fundamento es la doctrina Monroe. Su base económica la forman el enorme desarrollo industrial y comercial de los Estados Unidos y las posibilidades ilimitadas de la tierra virgen y generosa que como bella promesa para la humanidad se extiende desde las márgenes del Río Grande hasta las aguas bravías del estrecho de Magallanes.
La otra corriente es la del hispano-americanismo. Es la que tiende a la unión espiritual de todos los países americanos de origen latino con la madre España. La que pugna por conservar y estrechar los lazos eternos de la raza y de la lengua. Su fundamento es la comunidad de instituciones, de sentimientos, de costumbres y de idiosincrasias.9
Con frecuencia despunta en los escritos de Alfaro el deseo de claridades del lingüista que en 1950 publicaría el importante Diccionario de Anglicismos.10 En 1924 —obsérvese que todavía no se fundaba la Academia Panameña—, publicó su ensayo Un siglo de la doctrina Monroe,11 en el que solicitaba «fijar» el significado de esta doctrina, y «limpiarla» de imprecisiones ideológicas12 para que no fuera indebidamente invocada, frente a «panamericanismo», «imperialismo», «hegemonía», «intervención» y otras. En aquel año, Alfaro era nuestro honroso enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Panamá en los Estados Unidos, cargo que desempeñaría por doce años.
Por su parte, Guillermo Andreve recogió algunas ideas que agrupaban a estos panameños. En su discurso como presidente de la comisión organizadora, expresaba: los hispanoamericanos debemos «hacer brillar el idioma», es decir, darle esplendor; «no postergarlo», o sea, limpiarlo; y «no falsearlo», en otras palabras, fijarlo. A estos puntos de vista, que interpreto como una referencia al lema de la Academia, Andreve le sumó otro que giraba en aquel ambiente: no permitir que nos lo arrebaten, porque ello significaría la pérdida de nuestra entidad política y de nuestra identidad. El idioma, decía Andreve, es estandarte de la nacionalidad y certifica políticamente la unidad del pueblo.13
En aquellos concursos florales cervantinos de 1916, José de la Cruz Herrera y Octavio Méndez Pereira obtuvieron el primer premio en dos concursos de ensayo. En uno, el tema debía responder a la pregunta: «¿La conservación del idioma puede influir en el sostenimiento de la independencia nacional?». En la interrogante estaba la confirmación de una inquietud vital existente entre este grupo de personas: se preocupaban, como ya se ha dicho, por la independencia política. En su exposición, me parece que Méndez Pereira dejó por fuera a una buena cantidad de panameños quienes, según el punto de vista que el inolvidable rector desarrollaba en este ensayo, aunque vivieran en territorio del Estado político nacional, no serían verdaderos panameños mientras hablaran otra lengua que no fuera el español. Para ser parte de una nación, en general, se requería «homogeneidad social y cultural, unidad de civilización y de costumbres». ¿Y qué ocurría con los panameños cuyas familias procedían del Caribe inglés o francés o de los grupos indígenas con sus propias lenguas y sus propias costumbres? De las palabras de Méndez Pereira se desprendía, por supuesto, la necesidad de una educación que obligara, como en otros países se hizo, el aprendizaje de la lengua nacionalmente reconocida como propia. Pero el texto comentado, leído con atención, destapaba riesgos y contingencias sociales y culturales que mostrarían la cara en 1925, un año antes de la fundación de la Academia Panameña, con el levantamiento de los panameños de Guna Yala. Estas chispas del año 1916 surgían dentro de una actividad aparentemente inocua como los juegos florales de Panamá.
El otro concurso se titulaba «El Quijote como lazo de unión entre España y la América Hispana». A continuación evoco las palabras de Méndez Pereira en este otro ensayo porque, aunque casi cien años después, vienen bien al caso panameño del siglo xxi, cuando se quiere dejar de lado el estudio de la historia:
El idioma es uno de los fundamentos esenciales en que descansa la nacionalidad y descuidarlo, como descuidar la historia […] es la mayor de las claudicaciones de un pueblo; es como perder el sentimiento de sí mismos y dejar que se disuelva y anule la personalidad.14
Y más adelante dice:
[…] recomendamos redoblar nuestros afanes por la corrección sistemática de los defectos y corrupciones del lenguaje y por el estudio de la gramática y los buenos hablistas, para mantener la identidad esencial, ya que creemos un mal negocio social y político —si de nosotros dependiera— la separación lingüística preconizada por algunos fanáticos con ínfulas de eruditos. Ni tratamos tampoco de recomendar un purismo exagerado, de escribir en el lenguaje de Cervantes o de fomentar un furor ciego a todo lo que nos venga de fuera y lo que no esté sancionado por los años y por la Academia de la Lengua.15
Méndez Pereira sometía en su texto el desenvolvimiento del léxico (ajustado siempre al carácter del idioma) al desarrollo de las ciencias, las artes, los usos y costumbres, las revoluciones sociales y políticas, la difusión intelectual y las condiciones regionales. Reconocía como nivel de lengua ideal el de la gente educada, que está por encima de los regionalismos. Este, dice, es el tipo ideal para la unidad de nuestra lengua en América y España, aspiración académica.
Y, otra vez, como si le hablara al panameño de hoy, hace noventa y ocho años el maestro Méndez Pereira advirtió:
La hora actual reclama de nosotros los suramericanos16 todos los esfuerzos y las energías de que somos capaces, para impedir que sucumba la vida espiritual que nuestros abuelos nos enseñaron a vivir intensamente, entre la vorágine materialista y utilitaria que vamos atravesando, entre esa veneración fetichista hacia el dinero que reemplaza el culto de los valores morales e intelectuales.17
En su respuesta a la pregunta: «¿La conservación del idioma puede influir en el sostenimiento de la independencia nacional?», concurso en el que obtuvo el segundo premio, va un poco más allá. Declara que no siempre la independencia nacional equivale a unidad política, cuyo sentido es convencional. Independencia nacional, para Méndez Pereira, de acuerdo con José Ingenieros, equivale a unidad espiritual y social; «son compatriotas todos los que tienen […] una misma orientación espiritual, y casi siempre, todos los que hablan una misma lengua».18
Pero explica:
Las circunstancias especiales en que se encuentra nuestro pueblo, su cosmopolitismo, el contacto inmediato con una nación fuerte y vigorosa, obligan aún más nuestras atenciones y nuestros esfuerzos (al asunto que nos convoca). Acojamos cariñosamente a todos los hombres, pero sin permitir que adulteren nuestras más caras tradiciones; aprendamos —es necesario— la lengua de ese pueblo grande por sus instituciones, por su historia y por el noble esfuerzo de sus hijos,19 pero no la mezclemos con la nuestra ni permitamos que se le sobreponga nunca. Así sabremos ser fuertes en nuestra misma debilidad, ser más respetados, y conservar el sello más precioso de una raza que nos legó hermosas virtudes y rasgos caballerescos superiores.20
José de la Cruz Herrera era conservador y católico. No esperaba que la lengua pudiera mantener su unidad lingüística entre los americanos y, mucho menos, entre estos y los españoles más que en los monumentos literarios imperecederos como el Quijote. En su trabajo El Quijote como lazo de unión entre España y la América Hispana,21 cita a Rufino José Cuervo y solicita a los hablantes el cuidado y acicalamiento de ese cuerpo mortal de la lengua española para contener una muerte esperada de nuestra lengua. Pero va más allá y expresa: «América debe consolidar su unión con la nación […] que le abrió los caminos de la cultura (léase España) la única en cuyo afecto no vienen escondidas las garras de la codicia» [sic]. También cita Herrera al español Juan Vázquez de Mella cuando propone una confederación no solamente espiritual sino material de política económica entre los Estados Unidos del Sur (o sea, América Latina), que contrapesaría la acción sajona de los Estados Unidos del Norte.22
A partir de una teoría acerca de la denominación de las razas23 originada en las lenguas y no en los genes, Herrera articulaba una particular explicación de la relación entre lenguas y naciones; entre lengua e idiosincrasia social y entre lengua e independencia política, para, finalmente, convocar a los pueblos latinoamericanos a una oposición a la pérdida de nuestro señorío sobre la lengua mediante el cultivo de los estudios gramaticales24 para ser lingüísticamente cultos y capaces de labrar la independencia política del país.
Asimismo, advierte en su texto la fatalidad de la transformación del castellano en América: según su opinión, el español se transformaría en el futuro en varias lenguas hispanoamericanas. Explica los cambios lingüísticos que pueden llevar a una separación entre el castellano culto y nuestro español popular, derivado de aquel. Presenta ejemplos fonéticos, halla causas psicológicas, se vale de «traslaciones metafóricas del sentido de expresiones ya muertas en la península», de «la conservación entre los campesinos nuestros de antiguos modos de decir», de las diferencias sintácticas entre el lenguaje vulgar y el literario, y de los barbarismos25. Propone que sean utilizados cuantos recursos sean posibles para retardar el desenlace.26 El símbolo de esa unión entre España y América, sostiene, no puede ser otro que El Quijote. En su escrito, Herrera mantiene un diálogo, con Cuervo, Andrés Bello y Miguel Antonio Caro.
Sin extenderme mucho, debo convocar a don Narciso Garay, una voz disidente con respecto al reconocimiento de la cultura panameña como de origen únicamente hispánico.
Garay, académico, diplomático, profesor de francés y musicólogo panameño, participa en los juegos florales para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Cervantes en su carácter de «mantenedor» de la integridad y conservación de esta antigua fiesta de los florales.
En su discurso expresa:
¡Coincidencia singular! En ese mismo mes de abril de 1616 en que expira Cervantes, extinguíase al propio tiempo un alma gemela de la suya, un alma que supo elevarse también de lo particular y lo nacional a una expresión verdaderamente universal. Ese abrazo misterioso y fecundo que se dieron Cervantes y Shakespeare en la insondable eternidad, asume proporciones de alegoría para este nuevo continente donde comparten el señorío espiritual y político las dos lenguas y las dos razas que aquellos egregios varones personificaron por modo tan excelso. ¡Honramos recuerdo tan conmovedor abriendo nuestras almas a los impulsos generosos del amor universal. Rindamos sentido tributo de veneración y afecto a la madre patria española, dilecta de nuestro corazón, y, en los umbrales de la Fiesta de la Raza, que es a la vez el Día de la América, enviemos mensajes amistosos y fraternales a todos los pueblos —hermanos nuestros en la democracia y el derecho— que al sur y al norte de este hemisferio abonaron con su sangre e hicieron fructificar las semillas benditas de la libertad!.27
Años después, en 1933, Garay pronunció un discurso titulado Francia y su verbo de oro, en el que deliberadamente identifica nuestra cultura como una estructura policéntrica, dentro de la «diversidad y divergencia», razón de ser de la necesidad de estrechar los contactos entre los pueblos y culturas.28 Garay reconoció la necesidad de expansión internacional y de una dirección clara en la política exterior de Panamá, de modo que se debatió entre lo nacional o lo internacional; entre el reconocimiento como lengua oficial del inglés sobre el francés en la comunidad de naciones, para finalmente optar también por el español, «porque esta lengua refinada, grave y sonora [dice] es el órgano de una gran civilización y […] y es el idioma oficial de diez y nueve de las naciones que componen la Sociedad de las Naciones».29 Para Garay, el problema de la independencia debía partir del reconocimiento de lo propio. El libro importado debía ser vencido por el hombre natural, como defiende José Martí30 en Nuestra América. Se comprueban estos puntos de partida de Garay y otros intelectuales en su libro Tradiciones y cantares de Panamá.31
La totalidad del libro Juegos Florales celebrados en Panamá en conmemoración del tercer centenario de la muerte de Cervantes tiene información sobre un modo de leer acá los libros de la Real Academia, porque hay conocimiento y comentario de las herramientas lexicográficas, gramaticales y ortográficas que se les ofrecían a los panameños en 1916. También acuerdos y protestas entre lo que dicen y lo que no dicen estos fundadores de la Academia Panameña.
La relación de aquellas ponderaciones con lo que se hizo años después en materia del lenguaje abre parcialmente la neblina y da paso a las ideas que bullían en aquellos hombres. Ahora bien, la historia tanto de los americanos como de los españoles en el siglo xx (habría más bien que decir que la historia de la humanidad) nos ayuda a contestarnos las interrogantes sobre el modo como fue pensado primero y articulado después el trabajo académico dentro de un mundo atribulado por las guerras, las armas nucleares, las discriminaciones, las revoluciones y los gobiernos dictatoriales, pero también empeñado en alcanzar un desarrollo general de las comunicaciones y el transporte (en el que Panamá empeñó el alma) que permitieran llegar a la conformación de núcleos políticos y sociales como los actuales.
Muchas veces he admirado la difícil tarea que articularon las academias americanas con la Real Academia en el siglo xx. Sin duda no fue fácil ni fluida la comunicación trasatlántica por mucho tiempo.
La segunda edición de 1950 del Diccionario Manual de la Real Academia Española estampó por vez primera el nombre de Panamá en blanco y negro tras el lema apolismar, también marcado como de uso en Cuba, México y Puerto Rico. La definición advierte: ‘barbarismo por magullar’. Esta advertencia revalida la firmeza del pensamiento académico unicéntrico, porque, a pesar de que el lema había sido incluido en los diccionarios no académicos desde 1846, no fue sino hasta 1927 cuando ingresó al Diccionario manual e ilustrado de la lengua española de la RAE, con la calificación de ‘barbarismo’, sin la marca Panamá.32
Vale notar que para que se estableciera un diálogo fructífero entre las academias americanas y la Real Academia, era necesario que acá se realizaran estudios lexicográficos y gramaticales; y, en efecto, en la década de los treinta del siglo xx comenzaron a publicarse en el istmo algunos trabajos sobre el léxico usado en Panamá y en los años subsiguientes sobre la enseñanza de la gramática y la ortografía. Fundada la Universidad de Panamá en 1935, cuyo primer rector, Octavio Méndez Pereira, estudió en el Instituto Pedagógico de Chile la carrera de Profesor de Estado con Especialización en Castellano, los libros y artículos sobre el lenguaje continuaron apareciendo tímidamente con el correr del tiempo, aunque sin que se llegara a planteamientos teóricos o análisis específicos. La universidad y la Academia Panameña de la Lengua realizaron campañas en defensa del idioma español y los académicos escribieron y continúan escribiendo artículos periodísticos sobre los usos del vocabulario.
En general, los académicos de las generaciones siguientes emprendieron una gran campaña de educación en los periódicos y en los Cuadernos de la Lengua de la Academia para fijar la norma, y para que se hablara en buen español.
Para la comunicación interacadémica fue crucial, según mi punto de vista, la creación efectiva de la Asociación de Academias en la reunión convocada por México en 1951. En Madrid, en 1956, don Dámaso Alonso invitaba a los académicos a quitarse «la casaca dieciochesca»33 y a levantar en cada uno de los veintidós países asociados una academia lista para evitar la temida fragmentación del español. Era la resaca de las ideas que se discutieron en América en el siglo xix y en Panamá en 1916. Pero don Dámaso Alonso también propuso acciones concretas para instituciones modernas que no estuvieran encerradas en sí mismas fijando normas, haciendo limpieza y puliendo nuestra lengua, sino que lucharan por conseguir el reconocimiento de sus gobiernos con el fin de formar grupos de investigación. Estas ideas se advierten en los boletines de la Academia Panameña de la Lengua de esos años. Tras el IV Congreso de Academias en 1964, se escribe sobre la participación en la Comisión Permanente de la Asociación de Academias, que tomó impulso con el correr del tiempo. En el Congreso de las Academias de San José, Costa Rica en 1989, y en Madrid en 1994, la directora de la Academia Panameña de la Lengua, Elsie Alvarado de Ricord, se opuso a la idea de suprimir la ch y la ll como letras aisladas del cuerpo del DRAE para incluirlas en su lugar correspondiente dentro de la c y la 1l. El triunfo de la política panhispánica de las academias, de un trabajo común apreciado por todos, se dio a partir de la publicación de la Ortografía en 1999. Entraba el siglo xxi.
En este siglo xxi, la visión general de la cultura entre los panameños ha cambiado. Panamá se reconoce culturalmente múltiple. Ya sabe hablar inglés, sin desdenes, pero su lengua sigue siendo el español. Desde la Academia Panameña de la Lengua hemos asistido a la gran fiesta de los libros académicos, y compartido la satisfacción de saber que son un poco nuestros. No son libros importados. En ellos nos reconocemos, especialmente en el Diccionario de Americanismos, que nos habla de nuestro mundo, pero consultamos el DRAE con fe. Y aquel temor que amenazaba fragmentación y pérdida de nuestra lengua española ha desaparecido en virtud de la palabra esperanzadora de don Humberto López Morales.34 La lengua española seguirá fortalecida con gracia y donosura.
Los diccionarios, la Gramática completa, incluidas sus tres partes y sus diversos formatos, y la Ortografía son el resultado de un extraordinario trabajo de colaboración de las academias de la lengua. Son un poliedro. Los libros se completan unos a otros de manera armónica con unidad de criterio doctrinal. Se suman a estas formidables columnas de la lengua española las herramientas electrónicas a las que puede acceder cualquier investigador en la página web de la Real Academia Española. Vale decir, el Nuevo tesoro de la lengua española, el Banco de Datos, el Corpus del Español del Siglo xxi, cuyos antecedentes son el Corpus de Referencia del Español Actual y el Corpus Diacrónico del Español. Sumado a lo anterior, la Escuela de Lexicografía Hispánica de la Asociación de Academiasha fortalecido el trabajo de las academias.
Los libros de la Academia enfrentan múltiples posibilidades de desarrollo por estar inmersos en el tiempo-espacio, en el que todo cambia. Los textos muestran que las comisiones interacadémicas reconocen que todo trabajo intelectual parte de una selección, y procuran tomar decisiones consultadas que resulten «en el ejercicio de una responsabilidad común».
Pero, además y, sobre todo, estos libros, en su enorme complejidad, están sin acabar. Son como la vida. Continúan creciendo por generaciones. Cada vez que ha sido presentado uno de ellos, queda la sensación de que hay que continuar, de que la tarea no ha terminado. Y los académicos esperamos una nueva remesa del arduo trabajo. En esa posibilidad de hacerse y rehacerse está su fuerza, su actualidad, su novedad, como expresa en el contexto de las humanidades el académico Emilio Lledó.35
Por lo mismo, estos libros acceden a una explicación teórica que está en obra, que da respuestas según los vientos metodológicos de nuestro tiempo, así como de acuerdo con las explicaciones de las ricas variedades de la lengua que responden a las dimensiones de la existencia en diversos espacios, entre ellos, el nuestro.
Finalmente, ellos mismos, los libros, reconocen su naturaleza de instrumentos intelectuales, por lo que están dirigidos a la educación permanente, con diversos niveles de dificultad. Es esa la educación que no termina del siglo xxi, que le da forma a la vida, a la historia de tres siglos de diccionarios, gramáticas y ortografías.