Muy a pesar de la bien ganada estima despertada por el Diccionario de Autoridades (1726-1739) en todo el mundo hispánico, sería el diccionario común, cuya primera entrega quedaría datada el año 1780, el que se granjearía la popularidad indiscutible entre los hablantes y estudiosos y el que generaría, bien a favor o bien en contra, el mayor cúmulo de reacciones y de críticas.
El Diccionario de la lengua española, obra de la Real Academia Española, vulgarizado con la sigla DRAE, se entenderá en todos los ámbitos de estudio léxico de la lengua y en todas las empresas de elaboración de diccionarios del español como el imprescindible punto de partida de las investigaciones lexicográficas. De esta suerte, ofrecerá un corpus de contraste de enorme utilidad en la determinación de los usos generales (muchos de ellos de arraigo peninsular) y, en consecuencia, de señalamiento de los usos regionales (muchos de ellos hispanoamericanos, aunque una situación de contraste idéntica se estaría gestando en las distintas regiones léxicas españolas). Asimismo, las descripciones de los vocablos en esta obra contribuirán a ordenar una semántica de lo diferencial cuyos desarrollos todavía pueden observarse. A favor del DRAE o en contra de él, nacerán tipologías muy fructíferas en el trabajo lexicográfico desde la perspectiva dialectal y desde la impronta regional. Son, en este sentido, incuantificables en las distintas tradiciones léxicas, los estudios titulados con sintagmas tales como «Americanismos en el DRAE», «Enmiendas o adiciones al diccionario académico», «Suplemento al diccionario de la Academia» o «-ismos que no figuran en el diccionario de la Academia Española», con todas las variantes tituladoras que el caso permite. De esta suerte, nacería una lexicografía subsidiaria del DRAE en la más amplia gama de opciones: estudios críticos (de buena o mala fe), contribuciones para la corrección y enriquecimiento de la obra, excusa para estudiar el léxico de una región en particular o para indagar sobre la descripción de un fenómeno léxico a partir del más importante diccionario de nuestra lengua y, finalmente, fuente de verificación de uso y de constatación de identidad o diferenciación lexicográfica entre voces generales y regionales del español.
Será, justamente, este último aspecto el que motiva nuestra evaluación y al que dedicaremos el grueso de nuestras reflexiones. Interesa centrarse en el segmento hispanoamericano de esta forma de hacer lexicografía diatópica o regional con el objetivo de determinar su trascendencia en el origen de la lexicografía hispanoamericana del siglo XIX, conducida y alimentada por estos principios de investigación.
La determinación de qué voz se entendía como parte exclusiva (que no excluyente) del español hispanoamericano respondía a unos principios algo mecánicos que podrían esquematizarse en un trío de generosas opciones: 1) DRAE + = AMÉRICA – (la presencia no marcada en el DRAE de una voz usada en América indicaba que se trataba de una unidad general del español); 2) DRAE + y una marca de americanismo = AMÉRICA+ (la presencia marcada para América de una voz en el DRAE indicaba que la palabra debía considerarse americanismo); y 3) DRAE – = AMÉRICA + (la ausencia en el DRAE de una voz usada en América se entendía como incuestionable americanismo).
El aprecio que el DRAE generó en la lingüística hispanoamericana está en la base de su significación para la investigación decimonónica sobre diccionarios y ello puede verse reflejado y confirmado en la satisfactoria opinión que el gramático caraqueño Andrés Bello hizo constar en muchos lugares de su vasta producción de estudio de la lengua. Escribe en 1845 una sustantiva reseña a raíz de la aparición de la novena edición del DRAE. Asienta en su crítica juicios afirmativos sobre la obra y, como es natural, se desmarca de los que con superstición venerativa no querrán sino resaltar aciertos; tópico crítico de enorme importancia para una disciplina como la lexicografía, que ha progresado gracias al señalamiento de sus fallos e inconsistencias. En la misma idea, recurrirá con frecuencia a la autoridad de este diccionario y declarará su sapiencia, por encima de los nacionalismos antihispanistas de su tiempo americano. Una preciosa referencia queda consignada en los Principios de ortología y métrica de la lengua castellana cuando rotula la suprema calificación del diccionario académico como custodio de los usos, en los que Bello tanto ha creído: «Debemos, pues, seguir en esto el buen uso, de que el Diccionario de la Real Academia es el expositor más calificado» (Bello, 1955, VI: 28).
La Real Academia hará público reconocimiento de estos afectos y sus gestos manifiestos marcarán una etapa muy determinante en la relación que el diccionario y las demás obras de la corporación madrileña tendrán en los estudios léxicos del continente. Bello sería reconocido en dos oportunidades: una, en 1851, cuando se le designa miembro honorario, cargo expresamente creado para él, y otra diez años más tarde, en 1861, cuando lo hace uno de sus miembros correspondientes. Otro venezolano de este tiempo, Rafael María Baralt, cumpliría destino igualmente notable, cuando la RAE lo elige individuo de número, en 1853, conquistando con ello el honor de haber sido el primer hispanoamericano en ocupar dicho escalafón. Se quiera o no, se diga o no, estos reconocimientos también lo serían para la ciencia hispanoamericana del lenguaje y ellos acrecentarían el aprecio y la consideración de la Real Academia Española en suelo americano.
Aunque no se trate de lexicografía contrastiva, resulta importante recordar que cuando Baralt compone su Diccionario de galicismos (1855) procede a señalar los usos correctos y los usos proscritos sobre la materia galicada del español en función de muchos de los señalamientos ofrecidos por el DRAE y siempre bajo una mirada purista y represiva. Por encima de ello, su aporte a la lexicografía sería muy grande y no deja de reconocerlo Rufino José Cuervo en el prólogo a la primera edición de sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867).1
Sin embargo, la referencia dorada en materia de elaboración de diccionarios contrastivos americanos habrá que buscarla mucho antes y no es otra que el Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas (1836), de Esteban Pichardo, que pasa por ser la obra, la primera en su especie; y el autor, el primero en concebir un diccionario que tuviera por impronta la diferenciación entre una modalidad de español americano frente al español general, con especial énfasis en el de España. Reconoce abiertamente que el DRAE, en su octava edición, ha sido fuente capital para la constatación de palabras castellanas en la hechura de su obra.2
El modelaje de Pichardo sería seguido en esto, como en tantas otras cuestiones, por la inmensa mayoría de los lexicógrafos del continente durante el siglo XIX. Evidencias de ello podrían testimoniarse, entre otros, en los diccionarios contrastivos de Juan de Arona, Rufino José Cuervo, Julio Calcaño y Joaquín García Icazbalceta.
El mismo año en que Cuervo publica sus célebres Apuntaciones críticas, 1867, el escritor peruano Juan de Arona mientras trabaja en su Diccionario de peruanismos, que solo se publicará entre 1882 y 1883. Un poco antes, expondrá en su libro, Cuadros y episodios peruanos, su teoría sobre los «ismos» hispanoamericanos y al hacerlo señalará la necesaria relación con el diccionario académico:
Entiendo por término peruano o peruanismo no sólo aquellas voces que realmente lo son, por ser derivadas del quechua o corrompidas del español, o inventadas por los criollos con el auxilio de la lengua castellana, sino también aquellas que, aunque muy castizas, aluden a objetos o costumbres tan generales entre nosotros y tan poco comunes en España que nos las podemos apropiar y llamarlas peruanismos como si no estuvieran en el Diccionario de la Academia Española.
En el mismo sentido, declara en el prólogo a su diccionario de 1882 que el DRAE ha sido la obra que le ha provisto de la base léxica para su trabajo contrastivo sobre peruanismos, junto al Nuevo diccionario de la lengua española (1846) de Vicente Salvá, en que aquel está anidado por la acción invocadora de formas y definiciones por parte del autor valenciano:
Nuestras referencias son siempre al Diccionario de Salvá, tanto por ser autoridad que corre casi paralela con la de la Academia, cuanto porque su obra es en el fondo la de esta misma corporación […]. Al decir pues, el Diccionario, aludimos a uno de estos dos, o mejor dicho, al de la Academia dado por Salvá.
(De Arona, 1974: p. 29).
La definición, tipificación y codificación de los diccionarios de «ismos» cobraría fuerza no solo en el sintagma titulador de muchas obras, sino en la concepción sobre su específica fuerza ordenadora de la materia: recoger y describir el léxico español hispanoamericano teniendo como corpus de contraste la recolección y descripción del léxico español general asentado en el DRAE (entendido muchas veces como español europeo desconocido en América).
Cuando Cuervo edita sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, hito del estudio de la materia léxica hispanoamericana, evaluará la problemática en su dimensión exhaustiva y dejará espacio teórico para poco más. Declarando, en el prólogo a la primera edición, su adhesión en la teoría del «uso», desarrollada por su maestro Andrés Bello, al plantear que:
[…] el uso respetable, general y actual, según se manifiesta en las obras de los más afamados escritores y en el habla de la gente de esmerada educación, debe ser el reconocido como legislador de la lengua y el representado por los diccionarios y gramáticas fieles a su instituto, cuales son el de la Academia española y la de don Andrés Bello.
(op. cit., p. 13).
Acto seguido, procede a dibujar con precioso detalle el principio de primacía del DRAE. La conclusión está sustentada en su práctica de lexicógrafo y en su gestión de evaluador crítico de muchos diccionarios, observados como resultado de copias del diccionario académico y de acumulación de materiales tomados de diccionarios poco confiables:
la experiencia nos ha probado que, en punto a diccionarios, a todas luces es aquel el que mejor [se refiere al DRAE] llena la condición dicha [recoger los usos], porque en los demás que conocemos —excluimos el de don Vicente Salvá— generalmente sólo han atendido sus autores a acrecerlos, tomando sin discreción alguna, cuantas noticias brindan obras extranjeras, y nada han mejorado de lo exclusivamente propio del castellano, reproduciendo el de aquel ilustre Cuerpo, mutilado, maltratado y aun afeado con indecorosos gracejos, tal que parecen carecer absolutamente de conciencia literaria y haber trabajado tan sólo por especulación.
(op. cit., p. 13).3
Dos importantes autores de finales del siglo XIX y sus diccionarios dejarán firme el principio de estima hacia el diccionario académico y del papel que cumple en la determinación de la contrastividad léxica, como exigida confirmación de qué voces son americanas por marcación como tales en el DRAE y por no ocupar un espacio en el diccionario común. Es este el tiempo en que las academias correspondientes han comenzado a actuar como y con explícito beneficio para la investigación sobre el léxico hispanoamericano. Muchos proyectos comienzan a entenderse subsidiarios, ahora, de las academias correspondientes y, siempre, como contribución a lo aportado por estas instituciones filiales de la RAE. Antes de cortar el siglo han sido fundadas las academias de Colombia, Ecuador, México, El Salvador, Venezuela, Chile, Perú y Guatemala. La actividad deviene, pues, en una relación de permanentes intercambios materiales o críticos con los trabajos de la Real Academia Española. Nada es propuesto sin que guarde una relación con el trabajo académico en materia léxica. El DRAE estará en el centro de todas las miradas y en la promoción de todas las problemáticas, sean estas de afirmación o de cuestionamiento. Así, Calcaño, en su curioso tratado-diccionario El castellano en Venezuela, de 1897, no promoverá ninguna gestión descriptiva sin contar antes con lo señalado en el diccionario académico. García Icazbalceta, por su parte, elabora su Vocabulario de mejicanismos, publicado en 1899, a poco de haber fallecido, como contribución léxica al DRAE y en ello radicará su mérito mayor.
El procedimiento de elaboración contrastiva, práctico y productivo punto de partida en la confección de diccionarios diferenciales e, históricamente, marca de origen de la lexicografía hispanoamericana, perdura hasta hoy con los ajustes y matices propios de la modernidad de esta disciplina. Si una experiencia vale por todas, hay que decir que el Proyecto de Augsburgo, que se impuso la tarea imposible de construir un gigantesco y exhaustivo «Nuevo Diccionario de Americanismos» (1978), coordinado por Günther Haensch y Reinhold Werner y domiciliado en la universidad de esa ciudad de la Alta Baviera, basó su tarea inicial de recogida de materiales en la seguridad que ofrecían las pesquisas al DRAE, aunque teóricamente quisiera deslastrarse del principio tradicional.4 Más recientemente, en 2010, el Diccionario de americanismos, coordinado por Humberto López Morales y auspiciado por la Asociación de Academias de la Lengua Española, mantuvo la práctica contrastiva ya habitual,5 haciendo del viejo procedimiento un moderno y feliz arranque en la confección del corpus americano contrastivo de esta importante obra.