Andrés Bello y la «república de las letras»Carlos Ossandón Buljevic

En el examen de la contribución realizada por Andrés Bello a una de las exigencias más difíciles y sentidas de su período: la exigencia de tener que constituir un «mundo», impulsado por un contexto de crisis de los referentes culturales o simbólicos tradicionales y sin tener a la mano respuestas hechas, es importante atender aquellas condiciones, códigos, formas o narraciones que facultan aquel pathos de tipo fundacional que comprometió buena parte de los trabajos y los días del chileno-venezolano.

Una empresa que no se reduce a la construcción de un determinado horizonte político en la medida que deja entrever un cierto ethos o modelo cultural y público de largo alcance: «ilustrado», por la confianza que deposita en las «luces» y en el desarrollo mancomunado de los saberes; y «letrado», por la confianza que deposita en el desarrollo de las letras, de la palabra cívica y de la escritura, concebidas como bases o condiciones de la moral, de la política y de un espacio público en formación.

Lo que indicamos se expresa paradigmáticamente en el célebre Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile de 1843 pero también en muchos otros textos y haciendo valer una multiplicidad de registros.

En el esfuerzo por acercarnos a aquellos códigos, objetivizaciones e intercambios públicos que Bello subraya en la construcción de ese ethos que recién mencionamos, son pertinentes el artículo «Bosquejo del origen y progreso del arte de escribir» publicado en El Repertorio Americano, en Londres, en 1827, y también el capítulo, bastante semejante, «De la sugestión de los recuerdos» de la Filosofía del Entendimiento, texto redactado en la década de 1840 y que representa una franca redirección que marca con paso firme el derrotero moderno de la filosofía en Hispanoamérica. En estos ensayos Bello se propone fijar los pasos de lo que considera una «evolución»: el paso de un tipo de comunicación «oral» que ciertamente se dirige al «oído», a otra «ideográfica» que se dirige principalmente a los «ojos» (y que opera a través de unos tropos o caracteres que representan inmediatamente las ideas) a otra «fonética», que representa los sonidos del habla, que da cuenta de un sistema convencional, cuyos signos no son necesariamente miméticos (o que recuerden por semejanza a los objetos reales) y que apela al entendimiento o a la capacidad de abstracción.

A partir de un apretado sistema de correlaciones entre lo que hoy llamaríamos el soporte material o significante y lo que Walter Benjamin probablemente denominaría sensorium,1 nuestro autor no solo subraya «la marcha del entendimiento humano en la invención de la escritura alfabética», de unos signos representativos no directamente de ideas sino de los sonidos del habla (la letra r denota solo el sonido que damos a este signo en castellano), sino también el tipo de cultura o de comunicación que trae consigo esta invención. La escritura alfabética corrige las imperfecciones de códigos más apegados a irreductibles singularidades o a determinados sentidos (oído y vista), es menos «impresionable» que la pintura y permite una mayor objetivación. Esta «evolución» daría cuenta, entonces, de un proceso de perfeccionamiento y de espiritualización que tiende por su propia naturaleza a facilitar la comunicación, haciéndola más universal, permitiendo también un mejor diálogo entre las generaciones o entre espacios históricos distintos.

Aun cuando Bello parece lamentar la desaparición de un arte de comunicar más visual, poblado de «líneas, rasgos y colores», de «primores y elegancias de que no podemos formar concepto», es claro que lo que busca destacar principalmente en los dos textos mencionados son las nuevas o más recientes bases del intercambio, la emergencia de un tipo de comunicación cuyos soportes y códigos facilitan la circulación y la comprensión de ideas, más allá de sujeciones sensitivas o corporales. Como si aquí se jugase la superación de la tradicional «comunidad» y el ingreso a un mundo más racional, individual y universal. Un espacio eminentemente discursivo y de intercambios, no tangible sino «virtual» se podría decir; no privado ni enigmático sino público; un espacio que pueda suministrar «a cada hombre —dice Bello— medios de comunicar con todos los puntos del globo» y que no esté atado tan solo a la necesidad «de encomendar a la memoria los grandes acontecimientos».

El carácter cada vez más abstracto o racional que toman las relaciones entre los hombres, ya no sujetas a los soportes y prácticas culturales tradicionales; la conocida importancia que Bello le concede a la escritura, a su normalización, a su proyección pública a través de artículos o libros; el valor correlativo que le confiere al habla de la «gente educada» (no asimilable a pedanterías, como destaca José Gómez Asencio), respaldada esta por los ejemplos de la literatura o de autores clásicos como Cervantes (más allá entonces de las meras habladurías de los salones), así como la insistencia en la pronunciación «correcta y pura» (Bello, 1835), constituye —todo esto— componentes importantes del modelo o matriz pública que quisiéramos detallar en lo que sigue.

Se podría decir que la «evolución» experimentada por estas nuevas relaciones y signos, la superación de un mundo más visual y acústico, proyecta, en Bello, un espacio de intercambio que no corresponde del todo o se aparta del imperio de aquellos soportes, códigos o validaciones propios de la cristiandad colonial. Este espacio de intercambio ya no tiene como ingredientes principales el pregón o el repique de campanas, tampoco la prédica o el púlpito, y el valor visual y pedagógico de la catedral barroca no cuenta con la centralidad de antes.2 Aunque se podría suponer, dada la proverbial tolerancia de nuestro autor, que no estimaría prudente ni justo excluir estas prácticas, ya no son estas las más importantes que considerar en la construcción de una «comunidad imaginada» y discutidora. Visto desde otro ángulo, el espacio de intercambio bellista tampoco parece corresponder, siguiendo ahora los modelos comunicacionales propuestos por Jürgen Habermas, a esa «publicidad representativa», fuertemente semiológica y teatral, asociada a significantes, marcas, auras, prestigios y actuaciones, escasamente discursiva, característica de los grandes poderes medievales y que se proyecta parcialmente hasta hoy.3

Todo indica que ese «hábito de discusión y análisis que se ha apoderado de los entendimientos», así como «la atención general a temas morales y políticos» que Bello constata,4 responde a rasgos distintos a los arriba indicados. La racionalidad, la cercanía con el poder, la crítica no corrosiva, alejada del ejemplo de Voltaire, son algunas de sus condiciones principales; también, la confianza en las luces y en su extensión, en las «bellas letras» y en la escritura, concebidas como bases o requisitos de la moral, de la política y de la propia formación de un espacio de opinión.

Estableciendo un nuevo contraste, digamos que el concepto bellista se ciñe más a unas coordenadas ilustrado-letradas de discusión pública que a ese modelo de deliberación pública que, en su sentido moderno, liberal o burgués, Habermas destaca, lamentando su crisis con la posterior irrupción de la «industria cultural». El concepto bellista no es pues asimilable, en esta nueva distinción, a aquella visión que vincula el surgimiento de la «opinión pública» con la instalación de un espacio mediador y discutidor que arranca desde la esfera privada o de la sociedad civil y que se enfrenta o negocia con el Estado. Este espacio, indisociable del conjunto de factores que dieron origen a la sociedad burguesa, tan alejado de la corte como del pueblo que no tiene acceso al debate crítico o a las cuestiones de «interés general»,5 no se corresponde con ese sesgo disciplinante, tan característico de Bello, con su actitud recelosa ante la libertad individual o con esa manifiesta y perseverante «pasión por el orden» (Jaksic) que lo lleva a privilegiar la construcción de consensos sobre las impugnaciones discursivas.

Son otras o muy particulares, entonces, las características que perfilan una determinada matriz político-pública en Bello. Si ella ya no se nutre, como decíamos, de las codificaciones y prácticas comunicacionales características de la cultura virreinal, tampoco es posible equipararla sin más al concepto liberal-burgués subrayado por Habermas.

En lo fundamental ella se relaciona más bien con esa «república de las letras» que ancla sus raíces en la Ilustración. Como ya hemos adelantado, esta matriz tiene en Bello como bases principales la escritura y el habla reguladas por la gramática, la «gente educada» y los modelos clásicos del arte literario.6 Se trata de un dispositivo cuyos signos o mediaciones no pueden ser concebidos como meros instrumentos o suplementos, sino como condiciones o posibilidades desde las cuales se definen las experiencias, se registra o se amplía la memoria, se transmiten los saberes o se validan los regímenes de significación o de verdad. Lo que se ve es una madeja entre estas mediaciones o signos, sus posibles perceptuales y cognitivos, y las facultades que les son concomitantes. Otros dominios, como la conducta moral, no se presentan ajenos a estos nudos. Ellos se dan en un nivel ciertamente más básico o determinante que las llamadas «superestructuras» culturales o que esos «espíritus de época» de filiación romántica. Es precisamente en este nivel básico, en el de las regulaciones correlacionadas del habla y sobre todo de la escritura (que operaría en últimas como el soporte más importante) donde se define un ámbito de politicidad adscrito a ellas y no exterior. Es en el ámbito de los soportes y, más desembozadamente aún, en el de unas expresividades que deben atenerse, según Bello, como ya se ha dicho, a la «costumbre uniforme y auténtica de la gente educada»,7 donde se disponen sin mayores añadidos las inclusiones y exclusiones, lo correcto y lo incorrecto, lo que merece visibilidad y lo que no la merece. Es pues el propio dispositivo técnico, sus regulaciones y saberes, los que enseñan un determinado régimen de politicidad, de significación o de gobierno de los hombres.

Sobre las bases indicadas se levantan otros factores que ahora deseamos destacar. Por de pronto, la importancia que Bello concede a la prensa periódica, cuestión no difícil de probar: bastaría con mencionar los largos años consagrados a El Araucano (1830-1853), la creación y edición en Londres de las revistas La Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826-1827), así como la publicación periodística de parte importante de su obra.8 En El Araucano, Bello sentará cátedra sobre materias gramaticales, jurídicas, educacionales, históricas; redactará también reseñas bibliográficas, artículos de divulgación científica, notas sobre expediciones científicas, etc.9 En este periódico, buscará, además, validar o dar a conocer ante la naciente opinión pública chilena temas de interés general, estimulando la discusión.10 Contribuye así a dar un perfil cultural, político y también polémico a esta publicación; rasgo que perderá una vez que El Araucano, ya sin la presencia del chileno-venezolano, se transforme más adelante en Diario Oficial.

La prensa es, pues, unos de los más importantes medios (aunque por supuesto no el único) sobre el cual debiera discurrir la escritura según Bello. El otro soporte, el bien hablar, tiene obviamente otros canales públicos. Es el espacio de la prensa (aunque hay también otros escenarios importantes para Bello, como el Senado de la República o la Universidad de Chile, que combinan ambos soportes) el que sustenta en buena medida el tipo de intercambio público que a nuestro autor interesa destacar. En este espacio es la discusión racional, las ideas bien sostenidas, el discurso fundado e informado y, ciertamente, el «bien decir», lo que debe primar. No son casuales en este sentido las correspondencias que exhibe El Araucano, en el período cuando Bello lo interviene, entre una estructura de secciones pareja y estable y una escritura fría o sin sobresaltos, alejada de los atrevimientos estilísticos del Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento, como tampoco son casuales los celos ortográficos o la centralidad que confiere esta publicación a la «prosa» por sobre el «verso» o al «ensayo» por sobre el «cuadro de costumbres» y la «crónica» citadina. Lo que se constata aquí son unos correlatos entre las exterioridades que ostenta el cuerpo de El Araucano, su formato, el modo como se organizan sus signos, o los géneros que privilegia y el tipo de intervención pública que Bello favorece.11

Respecto del tipo de discusión adscrita al presente modelo público son particularmente ilustrativas las polémicas en las que intervino el propio Bello. Las sonadas polémicas que mantuvo con José Joaquín de Mora y con Sarmiento, por citar dos ejemplos representativos, ponen prácticamente de manifiesto la naturaleza de la discusión que interesa a Bello.12 Entre sus rasgos principales, se puede citar: el privilegio de la «sana razón» por sobre el criterio de «autoridad», la necesidad de convencer y no de injuriar, de precisar y no de «sembrar especies vagas»;13 también el valor de la crítica y sus demostraciones, el sentido cívico o político que se le imprime al tema en discusión, la inclinación por los consensos y el orden de la República, o el carácter impersonal que Bello da a sus polémicas, cuestión que se deja ver tanto en el terreno propiamente enunciativo como también en el declarativo. Dice Bello: «No crea el señor Mora que nos dejamos llevar de una pasión de enemistad personal. Separaremos enteramente la persona, y sólo consideraremos las cosas».14 Un rasgo similar, aunque con algunos aditamentos, se advierte en El Araucano, que en su primer número del 17 de septiembre de 1830 declara (lo más probable es que sea Bello el autor) que en oposición a una prensa que se engolfa «en ese borrascoso mar de debates originados por el choque de intereses diversos», el nuevo periódico quiere salir del «espíritu de disensión», no fomentar rencores y quebrar con la lógica de partido o del «pequeño círculo». Todo esto bajo un temple que desea lucir veraz y severo, apegado a principios y sin mordacidad.15 Lo dicho no debiera hacernos creer, sin embargo, que solo aquellas figuras consideradas importantes o de renombre son las únicas llamadas a participar en la discusión pública. Revisemos la siguiente cita de Bello: «…creemos que, aun al más humilde ciudadano de la república de las letras, /le/ es permitido exponer sus opiniones, cualesquiera que sean, y discutir las ajenas con la cortesía que se debe a todos y con el respeto que se merecen el saber y el talento».16

Como se ve, hasta el «más humilde ciudadano» está invitado a exponer sus opiniones, con la condición —es fácil deducir— de que pertenezca a la «república de las letras». El requisito básico para pertenecer a esta «república» es saber leer y escribir, dominar las competencias de la lecto-escritura y, en un plano más exigente, acceder o producir saberes, disfrutar o crear belleza. Son estos requisitos, que conciernen genéricamente al mundo de las «letras» y no a la «fuerza de las costumbres» o a inaccesibles arcanos, los que funcionan como precipitantes, aunque también como umbrales o límites. Con todo, no parecen haber aquí restricciones adicionales, o de otro tipo, de carácter estamental, por ejemplo. De un modo parecido, entonces, a la invitación kantiana hecha en su célebre obrita ¿Qué es la Ilustración? de 1784, al parecer, todos, aun el «más humilde ciudadano de la república de las letras», puede sentirse concernido. Basta con dominar los signos que facultan el ingreso a ella.

Otro factor que recalcar es que incluso a ese «humilde ciudadano», que lo podemos imaginar como un individuo privado, desprovisto de poder, le está permitido expresar sus opiniones, «cualesquiera que sean», no importando pues cuál sea el contenido o el alcance de estas. Mutatis mutandis, Bello parece aproximarse aquí a lo que hoy día llamaríamos «libertad de expresión». A este sujeto le está permitido igualmente «discutir las ajenas», contestar a un otro que también tiene opiniones que pueden ser contestadas, y que para ser tal (un sujeto que puede interpelar y ser interpelado) tendría que reunir al menos las condiciones o prerrogativas básicas de nuestro «humilde ciudadano». Se le exige sí que lo haga con la «cortesía» que «se debe a todos», de la cual ningún habitante de las letras podría ser excluido, y también con el «respeto» que se merecen «el saber y el talento», que no todos necesariamente portan.

Esta última inflexión no debiera ser desatendida, ya que introduce una importante característica en el modelo político-público bellista. Aun cuando no parecen existir cortapisas mayores para el «humilde ciudadano» imaginado por Bello, salvo las básicas que indicamos, este debe estar en condiciones de «respetar» unos merecimientos que se relacionan, si bien no con la riqueza o con algún otro privilegio estable, sí con el «saber y el talento». Es fácil prever que aquellos que portan estas cualidades, que —insistimos— no son de carácter estamental u oligárquico,17 son los que ejercen la hegemonía en la «república de las letras» y a quienes se debe «respeto». Atendiendo esta inflexión, podemos deducir que esta «república» se concibe principalmente como una comunidad de «hombres de letras», como ese «cuerpo de sabios» que defendió Bello, único autorizado tanto para dictar las leyes del habla como las cívicas, convenientes a las necesidades del pueblo.18 Aunque el pueblo menesteroso de regeneración debe ser considerado, no es éste sino el «legislador ilustrado» quien dicta estas leyes.19 Se podría decir del mismo modo que, a pesar de que no habría por qué suponer que los «hombres de letras» no tienen en consideración las necesidades del pueblo, no es este fondo social y heterogéneo el convocado a crear opinión. Es ciertamente el público lector, y no la totalidad social, y principalmente aquellos que poseen «saber» y «talento», los que están en las mejores condiciones para emitir unas opiniones que no sería sensato no «respetar», más aún —suponemos— vistas las graves exigencias fundacionales del período de la postindependencia. La «república de las letras» si bien está lejos de ser una secta o un conjunto cerrado, si bien no excluye la participación de ningún habitante de su reino, ni actúa a espaldas de la ciudadanía, ya que tiene a la prensa y a la tribuna política como sus principales canales de expresión, no por ello deja de ser una «república de sabios».

Para terminar, digamos que el tipo de intercambio público que Bello postula no se concibe como una suerte de superestructura ajena a la sociedad que busque desde el cetro ilustrado y escritural «manipular» a los individuos. Es más una condición de posibilidad de la nueva subjetividad que un tipo de control exterior sobre los individuos. Opera más como piso que como contenido. Esta forma de poder pudiera entroncarse, trayendo a colación una distinción hecha por Michel Foucault, con las operaciones del legislador griego Solón, quien habiendo resuelto los conflictos «deja tras de sí una ciudad fuerte dotada de leyes que le permitirán permanecer con independencia de él» y no con ese poder pastoral que se asienta en las metáforas del rebaño, de la oveja descarriada, de la sumisión y que no puede prescindir del pastor mismo.20 Bello no pastorea, más bien teje. Más que conducir o alimentar, organiza una empresa muy difícil de soslayar en la medida que sus hilos van tejiendo una red, unas concatenaciones cuyos preceptos, códigos y prácticas públicas deberán a la larga incrustarse o formar parte de la voluntad misma de los conducidos.

Bibliografía

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  • Sarmiento, D. F. (2001), Polémicas Literarias. Mendoza: Ediciones Culturales de Mendoza.

Notas

  • 1. En el artículo «Sobre el estudio de la lengua latina», publicado en El Araucano en 1831, Bello analiza las íntimas relaciones entre los «accidentes del lenguaje» y las «afecciones del alma». Volver
  • 2. Un interesante análisis de las paradojas de la cultura virreinal o del modo como conviven la fuerte codificación icónica contrarreformista y la oralidad, y la débil codificación lingüística y escritural, se puede consultar en J. Promis (2008), «Lengua, nacionalidad y modernidad: escribir y pronunciar en 1842», en Mapocho, Dibam, n.º 64, Chile. Volver
  • 3. J. Habermas (1994), Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. Barcelona: Ediciones G. Gili. Volver
  • 4. A. Bello (1985), «Juicio sobre las obras poéticas de don Nicasio Álvarez de Cienfuegos», en Obra Literaria. Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 255. Volver
  • 5. Véase: R. Chartier (1995), «Espacio público y opinión pública», en Espacio público, crítica y desacralización en el siglo xviii. Barcelona: Gedisa editorial, p. 33. Volver
  • 6. Sin menoscabo de sus diferencias, el arte de «hablar bien» y su conexión con la política interesó tanto a Bello como a José Joaquín de Mora. Sobre Mora véase su Oración inaugural del curso de oratoria del Liceo de Chile (1830), texto reproducido en A. de Ávila Martel, Mora y Bello en Chile [1830], texto reproducido en Alamiro de Ávila Martel, Mora y Bello en Chile (1982). Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad de Chile. Volver
  • 7. A. Bello, Gramática de la lengua castellana, dedicada al uso de los americanos, [1847], en Obra Literaria (1985), op. cit., p. 558. Volver
  • 8. Arturo Ardao señala que «no hubo género de los cultivados por su pluma, desde su mejor poesía hasta su mejor filosofía, que no tuviera alguna manifestación periodística». Véase: (1986) Andrés Bello, filósofo. Caracas: Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, p. 131. Recordemos, además, que Bello publica en El Crepúsculo (1843), periódico literario y científico, las primeras secciones de lo que entonces se denominó Teoría del Entendimiento. Estas son las únicas secciones que Bello dio a la luz en vida. La publicación definitiva de su Filosofía del Entendimiento en 1881, como es evidente y sabido, no será conocida por su autor. Volver
  • 9. Una información más detallada se encuentra en F. Álvarez O. (1962), Labor periodística de don Andrés Bello. Caracas: Universidad Central de Venezuela. Volver
  • 10. A modo de ejemplo, Margarita Iriarte informa que, entre las décadas de 1830 y 1840, Bello publicó en El Araucano una serie de avances sobre el Código Civil, subrayando la importancia que tenía para él la información y discusión sobre estas materias. Véase M. Iriarte (1997), La influencia de Andrés Bello en la formación de la realidad social a través de la prensa. 1830-1865. Volver
  • 11. Véase: C. Ossandón B. (1998), El crepúsculo de los «sabios» y la irrupción de los «publicistas». Santiago de Chile: Lom-Arcis. Volver
  • 12. Las respuestas de Sarmiento a «un Quídam» (seudónimo usado por Bello) se pueden seguir en D. Faustino Sarmiento, Polémicas Literarias (2001). Advertencia de Beatriz Bragoni. Volver
  • 13. A. Bello (1985), «La oración inaugural del curso de oratoria del Liceo de Chile de José Joaquín de Mora», en Obra Literaria, op. cit. Volver
  • 14. A. Bello, Liceo de Chile (1830), texto reproducido en Alamiro de Ávila Martel, op. cit., p. 122. Volver
  • 15. Véase: C. Ossandón, B., op. cit., pp. 33 y 34. Volver
  • 16. A. Bello (1951), «Filosofía fundamental por don Jaime Balmes, presbítero», en Escritos Filosóficos, Obras Completas, Filosofía. III, p. 618. Volver
  • 17. Este fino matiz me ha sido sugerido por el destacado bellista Luis Bocaz. Volver
  • 18. A. Bello (1985), «Ejercicios populares de lengua castellana», en Obra Literaria, op. cit., p. 390. Volver
  • 19. M. Bernales Odino (2009), «El republicanismo de Bello en Chile», en Mapocho, Dibam, n.º 66, p. 166 y ss. Volver
  • 20. M. Foucault (1991), «Omnes et singulatim: Hacia una crítica de la “razón política”», en Tecnologías del yo. Volver