Durante los años setenta, mientras era estudiante de Derecho y Ciencias de la Información, incluía en mi normalmente abundante dieta lectora libros sobre periodismo y comunicación. Uno de los autores que más frecuenté fue Marshall McLuhan, aquel señor al que Woody Allen, en Annie Hall (1977), hacía aparecer inesperadamente para afear a un charlatán profesor universitario la horrible interpretación de sus teorías. El ensayista canadiense, allá por mediados del siglo pasado, cuando todavía existían de manera incipiente medios de comunicación de masas tales como la radio, el cine, pero sobre todo la televisión, hablaba ya no de un cambio de cultura, sino de civilización. McLuhan adivinó como pocos lo que iba a suceder, aunque se fue a la tumba sin saber que radio, cine y televisión se iban a quedar cortos ante la aparición, pocos años después, de este nuevo Polifemo llamado Internet. El cíclope era antropófago. ¿Internet antropófago? Polifemo estaba enamorado de Galatea, pero la hermosa nereida compartía su afecto con Acis. El joven amante fue estrellado contra las rocas por el celoso monstruo. Internet comparte con el ser mitológico esos celos por todo cuanto le pueda robar su atención absoluta y desmedida. Desde su aparición lo ha engullido todo y aquello que se le resiste lo está cercando con tretas dignas de su contrincante Odiseo. El héroe de Troya es hoy la lectura profunda, la escritura creadora y el libro, sobre el soporte que sea, tal cual lo concebimos como compendio del saber y el conocimiento al menos desde Gutenberg, hace más de quinientos años, aunque su ideario ya había sido conformado antes, al menos cuatrocientos años antes de Cristo, cuando Platón en el Fedro debate con Sócrates lo bueno y lo malo que la nueva «tecnología» de la escritura va a traer a la educación y a la cultura basada en la memoria y la oralidad. La memoria (hoy algo tan combatido), que en la filosofía y la estética de los antiguos (también nuestros contemporáneos) era la madre de las musas, «saber de memoria», escribe Steiner en Los logócratas (los que queman los libros) «es dejar que el mito, la oración o el poema se ramifique y se expanda en nosotros, que modifique y enriquezca nuestro paisaje interior mientras vivimos, y se vea a su vez cambiado y enriquecido aprovechando nuestro viaje por la vida».
En los libros de McLuhan hay clarividentes intuiciones sobre el futuro, nuestro presente, a través de los soportes con los que él mismo convivía advirtiendo ya un cambio radical en el individuo y la sociedad. Se refería a máquinas progresivamente más sofisticadas que, por una parte, ayudarían a la actividad humana, pero que, por otra, influirían y condicionarían su conducta, modos, costumbres y relaciones. «Estamos acercándonos —dijo— rápidamente a la fase final de las prolongaciones del hombre, o sea la simulación técnica de la conciencia». Así es. Este salto gigantesco en la evolución tecnológica está produciendo un cambio tan radical como jamás aconteció. Un único soporte contiene todo lo que antes pasaba por aparatos diversos y específicos. En un solo soporte la palabra escrita, el sonido y la imagen. Todo conservando su independencia y todo mezclado en un algo nuevo y distinto. ¿Qué nuevos géneros literarios o periodísticos saldrán de aquí? ¿Destronarán a los actuales? Simultaneidad en la información, en las redes sociales, facilidad para almacenar y encontrar cualquier cosa. El contenido de un medio, afirmaba McLuhan, importaba menos que el medio en sí mismo a la hora de producir efectos en nuestros modos y reflexiones. Cuanto más utilizáramos ese medio más nos modificaría personal y colectivamente. Durante la segunda mitad del pasado siglo xx, a pesar de la cruda y premonitoria verdad del ensayista canadiense, el hombre convivió con estos nuevos instrumentos, se adaptó a ellos pero también los dominó y, en contra de lo que esperaban muchos vaticinadores infaustos, los unos no se comieron a los otros. La radio sobrevivió, fue el siglo de oro del séptimo arte, y la televisión invadió nuestras casas como una nueva compañía. La prensa y los libros no solo sobrevivieron, sino que alcanzaron cotas de venta, lectura e influencia hasta entonces desconocidas. Pero el tiempo a McLuhan le ha acabado dando la razón. Cada nuevo medio tecnológico nos cambió y modificó, por lo general para mejor. Pero Internet nos está transformando a todos, consciente o inconscientemente, de manera radical, como jamás sucedió antes. Internet y sus derivados son hoy, y lo serán en el futuro más inmediato, la más extraordinaria tecnología de manipulación de la mente humana que jamás se haya puesto en práctica masivamente. Hoy, el abismo abierto entre las generaciones que compartimos el mundo que abrió Gutenberg (una invención que, pese a su trascendencia, palidece ante las nuevas tecnologías) con Internet y aquellas más jóvenes que solo han conocido los ordenadores pareciéndoles ya caducos los sistemas que utilizó McLuhan para sus investigaciones, es gigantesco.
McLuhan pasó de moda, pero ahora vuelve con una verdad que no compartimos del todo en su momento. Yo me alejé de él, como de los libros sobre comunicación a los que ahora he vuelto para no quedarme descolgado y entender lo que nos está pasando. Nunca compartí su idea de que el texto escrito, el libro y la lectura eran una tiranía sobre nuestro pensamiento y sentidos. Algo que, para él, afortunadamente, había comenzado a resquebrajarse por la acción imparable de los nuevos sistemas de comunicación de masas. Sentí que el autor de Galaxia Gutenberg promovía injustamente el fin de la cultura del libro y propiciaba los nuevos instrumentos audiovisuales uniformadores. ¿Por qué McLuhan atacaba la base de transmisión del conocimiento que había imperado durante siglos? El autor canadiense defendía la democratización de la cultura a través de los medios audiovisuales de comunicación de masas y combatía —él, un intelectual, un amante de la literatura, un profesor universitario, un escritor— la aristocracia del saber, debido al libro y la lectura. Este inquietante planteamiento es uno de los que ahora observo habitualmente desarrollado, con más profundidad, en nuevas monografías. No solo jóvenes estudiantes, profesionales o profesores universitarios confiesan con desparpajo que han dejado de leer libros de papel y que leen solo fragmentariamente en pantalla, sino que los libros son superfluos y que grandes autores de la literatura y obras esenciales ya no les dicen nada. Personas cultivadas muestran claramente a la luz del día un desconocido y desconcertante odio intelectual. Internet facilita extraordinariamente el acceso a la información, pero el acceso al conocimiento aún tiene que alcanzarse a través de los usos y las costumbres de siempre. Leer con concentración, atención y en silencio todavía no es algo arcaico y prescindible, se haga a través del soporte de los últimos quinientos años o de las pantallas más revolucionadas. Lo mismo que la lectura debe ser total y no parcial. La cultura y el conocimiento siempre se obtendrán estudiando: es decir, leyendo, entendiendo y comprendiendo, venga del soporte que venga. El viejo proceso lineal de pensamiento es el que nos ha conducido hasta nuestros días, ¿por qué no aplicarlo y readaptarlo a los nuevos usos tecnológicos? Seguramente es una batalla perdida porque, como dice Nicholas Carr, Internet ofrece tal cantidad de posibilidades que finalmente acaba distrayendo la atención antes reflexiva, concentrada, atenta de la mente lineal ahora desplazada por otra nueva que quiere, y necesita, recibir y diseminar información resumida, superficial, poco conflictiva.
Que Internet está modificando nuestras costumbres y que el mundo muy pronto será distinto, no se sabe si mejor o peor, está claro. Pero eso no significa que abandonemos nuestro espíritu crítico y nos entreguemos a su suerte. No podemos permitirnos el lujo de que nuestros estudiantes pierdan su capacidad para leer y concentrarse. No podemos permitir que estudiantes universitarios entreguen su juventud al «hipervínculo» o al scrolling y que piensen que la Ilíada, Hamlet, el Quijote o Ulises son creaciones de la humanidad incapaces de ayudarles a entender el mundo.
Leer un libro no es un acto anticuado. Leerlo entero, compartir su enseñanza, es un acto superior al del mero cazador experimentado en Internet que piensa que es Dios, un Dios ignoto. Nuestros alumnos se resisten a leer en profundidad y por tanto, se resisten a estudiar, a adquirir un conocimiento propio, individual. Han delegado su mente en una máquina, ahora su más fiel amigo y compañero. Nuestros alumnos leen más que antes, escriben más que antes, pero de una manera superficial, fragmentaria, heterogénea, poco profunda, homogénea y compacta. Nuestros alumnos, nuestros jóvenes son maestros del puzle y el bricolaje. La influencia del ordenador sobre quien lo utiliza es muy grande. Deberíamos enseñar a hacer todo lo contrario. Nos estamos dejando vencer por la industria y el mercado, que dictan nuestros gustos y cambian nuestras maneras intelectuales. La modificación del acto, del sentido y el fin de la lectura está ya trayendo consigo los primeros incipientes cambios en la creación literaria e intelectual. Como escribe Ong en su libro Oralidad y escritura, las tecnologías no son meras ayudas exteriores, sino también transformaciones interiores de la conciencia y, sobre todo, cuando afectan a la palabra.
La lectura, la cultura, la educación, el saber y el conocimiento no son algo pasivo, sino activo. Si lo delegamos todo en un instrumento, si vaciamos toda nuestra memoria, también perdemos en estos actos parte de nuestra libertad. Radio, cine, televisión, grabadoras y vinilos nunca atacaron frontalmente al libro. Compitieron con él deportivamente, robándole espacio y tiempo en algunos casos, pero la cultura por excelencia seguía transmitiéndose a través de la imprenta, lo mismo que la educación. Internet es distinto. Archiva, procesa, comparte la información, también la textual, tecnologiza la palabra, la creación. Es un instrumento indiscutiblemente útil que no debería suplantar sino completar los buenos usos anteriores. Pero no está siendo así, ni lo va a ser en el futuro. Las viejas tecnologías pierden valor económico y también influencia cultural y son permanentemente reemplazadas por otras más modernas y rentables. Desde hace unos pocos años, la industria de las grandes multinacionales se ha ido imponiendo a las humanidades y a la cultura.
Fue la Escuela de Frankfurt la primera que habló, hace más de medio siglo, de industria cultural, refiriéndose a la reproducibilidad de las obras de arte destinadas a un mercado de mayor consumo. Adorno y Horkheimer ya nos previnieron de los males de la cultura masificada, aunque no se imaginaron los extremos sin retorno a los que llegaríamos. Aquella alarma se ha convertido hoy en una gran amenaza y, cada vez más, la cultura revolucionaria de creación que desprecia el mercado está siendo devorada inmisericordemente por la cultura industrial, menos exigente, más accesible, menos elitista, más divertida, placentera, evasiva y conformista con todos los públicos a los que les proporciona artículos de consumo. Y se los proporciona permanentemente como sucede con la industria de la moda. En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿Qué mundo se avecina? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva civilización? El Homo sapiens se ha transformado en pantalicus, absorbido por la televisión, por las pantallas de los ordenadores. El mundo existe por las imágenes que aparecen en la pantalla y los individuos lo conocen tal como se deja ver, con la visualidad, la jerarquía, la forma y la fuerza que le da la imagen. La televisión cambia el mundo: el mundo político, la publicidad, el ocio, el mundo de la cultura. Hoy no existe más que lo que se ve en televisión, lo que ve la masa, lo que todos comparten. Es el triunfo de la sociedad de la imagen y sus poderes. Frente a la oralidad, frente a la escritura, frente al pensamiento, la imagen aparece como un tótem absoluto. Y, mientras tanto, los escritores, los intelectuales, los artistas negociando sus derechos de autor a través de los agentes —exactamente como en la industria del espectáculo— y empujándose para estar en las listas de los más vendidos, que ya no son por fuerza los mejores. Un libro vendido equivale a un votante. Éxito, superventas, récords, firmas masivas: lo que no se vende ya no puede ser bueno. Si no hay consumidores las marcas fracasan a pesar de que sus productos sean mejores que los de la competencia. Las obras de arte están destinadas a acabar en subastas, en el mercado más escandaloso, vulgar. Todo es ya espectáculo: la cultura como espectáculo. Los museos-espectáculo, elevados al rango de objeto turístico de masas, semejan tan solo hipermercados apenas más refinados. Los museos, antes lugares de recogimiento, son hoy espacios para el bullicio y el atolondrado turismo cultural. Las obras de los museos no se contemplan, se consumen. Hay un dato interesante aportado en La cultura-mundo: según una encuesta reciente, un visitante medio pasa entre 15 y 40 segundos mirando El rapto de las sabinas de David, entre 5 y 9 segundos La gran odalisca de Ingres. ¿Cuántos segundos ante Las Meninas o El Guernica? Y ante esa visión relámpago, ¿qué conocimiento obtendrán? Sin embargo, los museos hoy solo son relevantes por el merchandising adquirido en sus tiendas. ¿Cómo salvarnos? Solo la educación está a la altura del problema, la elevación del nivel cultural es la única posible respuesta. Pero nuestra escuela no funciona y también requiere drásticas modificaciones en el pacto entre el maestro y el aprendiz. Ardua tarea, pero esencial. Aunque eso hay que hacerlo ya, pues hemos perdido a varias generaciones. ¿Es aún una tarea posible? Quisiera pensar que sí lo es. La cultura, como valor espiritual, según aprendimos de Paul Valéry, está en vías de extinción, destronada por la industria, el consumo y la mal llamada cultura mediática. Hoy, la lectura, y lo sé por mi propia experiencia docente, no está entre las preferencias de los estudiantes, si bien en el ordenador no paran caóticamente de leer y escribir. El mismo desinterés cunde en otras actividades culturales antaño masivas: teatro, cine, conciertos de música clásica y recitales. Como Lipovetsky y Serroy comentan, el capitalismo y el hedonismo consumista han «apeado» a la cultura literaria y artística del pedestal en que estaba hasta hace poco: en ese espectro ambiental «lo insignificante tiene ya valor cultural» y las jerarquías que no hace mucho distinguían la cultura noble de la cultura de masas han desaparecido por completo. Este es el mar de las tinieblas en que navegamos. Siempre habrá náufragos que mantengan la memoria del origen, siempre alguien se librará y cuando eso suceda, la verdadera cultura permanecerá como tabla de salvación. Nuestra civilización sufre una crisis de valores de proporciones insólitas, y ya nadie es capaz de hablar del «bien» y del «mal» con convicción. ¿Estamos esperando a los bárbaros? ¿O los bárbaros somos ya nosotros mismos sin saberlo?
Carr en ¿Qué está haciendo Internet? afirma algo que, muy a mi pesar, reconozco como inevitable: que el futuro del conocimiento y la cultura ya no se encuentra en los libros, ni en los periódicos, ni en los programas de televisión, ni en la radio, ni en los discos o cedés, ni en el cine, sino en los archivos digitales difundidos por nuestro medio universal a la velocidad de la luz.
Libro de papel, libro electrónico, conocemos ya las ventajas y desventajas de uno y otro. El primero, multisensorial, una obra de arte en sí mismo; el otro, etéreo, desbordado en el futuro inmediato por conexiones y enlaces, repleto de información, de distracciones, de emboscadas a la textualidad. El libro de papel sin pilas, sin enchufe, sin fatiga ocular, bello en sí mismo, aunque la industria tecnológica que maneja la cultura ya lo haya condenado. Me preocupa mucho menos el soporte que el cambio profundo que está comportando en la antigua manera de leer, buena, experimentada y sabia. El cambio de forma sufrido por un medio supone un cambio de contenido. Cambio profundo en la manera de leer y en la de escribir. Los viejos géneros literarios y periodísticos posiblemente desaparecerán, se metamorfosearán o darán lugar a otros nuevos, como provocó antes la masificación de la escritura o la imprenta. El goce de la lectura, la inmersión en los mundos que nos ofrecían los autores capacitados, se verá comprometida. Estamos leyendo libros como leíamos las publicaciones periódicas, saltando de un lugar a otro para informarnos, no para reflexionar, disfrutar o aprender.
Muchos alumnos comentan que no leen novelas porque son demasiado largas para seguirlas en pantalla. Su frágil lenguaje choca con el supuestamente rebuscado de algunas obras. Les parecen historias ajenas y carecen del conocimiento literario e histórico suficiente para darles trascendencia. Además, les cuesta seguir el argumento y a los personajes. Están acostumbrados no a la reconstrucción imaginaria, sino a la real de las series televisivas. Probablemente, en un futuro cercano, las novelas electrónicas serán más visuales que textuales, lo que ya se conoce como el híbrido vooks. Entonces ¿dónde estará la lectura, dónde la literatura si no se dispone del texto de manera lineal? ¿Novelas, poemas, obras teatrales, científicas o filosóficas escritas a muchas manos, a través de charlas en línea? ¿Dónde se hallará el creador? Todo estará socializado y, probablemente, abocado a lo ligero y superficial. ¿La lectura «masiva» fue una «breve anomalía» de nuestra historia intelectual y cada vez irá quedando dentro de una minoría que se perpetúa a sí misma, la clase «leyente»? En realidad, ¿no fue siempre así? Estoy de acuerdo con Carr, con la sensatez de sus juicios que miran desde el futuro. ¿Por qué este odio intelectual, que lleva a muchos a decir que no debemos llorar por la muerte de la lectura profunda, a la que se da ya por fenecida, pues estuvo siempre sobrevalorada, así como las grandes obras que la conforman y sus autores, dotados de una genialidad insultante y antidemocrática? ¿Por qué Internet tiene que obligarnos a dejar de leer, a dejar de escribir, a dejar de pensar? ¿Por qué Internet debe impedir que surjan otros Platón, Cervantes, Goethe o Kundera? El cerebro humano no es una computadora anticuada que necesita un cerebro artificial. En el Fedro, yo estaría de parte de Platón, de parte de la escritura, del avanzar sobre los inconvenientes razonables y sensatos de Sócrates. Hoy estoy de parte de Internet siempre que, como decía Sócrates, no ataque, no amenace, no interrumpa la profundidad intelectual y la profundidad interior. En definitiva, no socave nuestro libre albedrío y libertad.