I.
Es bien sabido y, hasta cierto punto, poco sorprendente, que las primeras
impresiones de los europeos al llegar a América tendieron a identificar a sus
habitantes con bárbaros, en consecuencia «otros» más o menos radicales, e inferiores.
Ese empleo del término estaba en armonía con una larga tradición que puede
remontarse a la antigüedad clásica: bárbaro era entonces una generalización
grecorromana, originada en una palabra griega que designaba a todos aquellos
pueblos que no hablaban el idioma propio y desconocían los marcos morales y
culturales helénicos y latinos. Así, el concepto de barbarie, como sus antónimos,
derivados de polis y civis, era una invención del hombre
civilizado,4 que
de ese modo expresaba el contraste entre su condición y la de los otros, de
quienes asumía que se encontraban en niveles inferiores de desarrollo material,
cultural o moral, eran sanguinarios y ajenos a la vida civil.5
Más cerca de nuestro período, tras la caída de Constantinopla en 1453, relatada
con lujo de macabros detalles por emigrados griegos y mercaderes italianos,
el término bárbaro comenzó a utilizarse para designar sistemáticamente
a los musulmanes, devenidos desde entonces los antagonistas principales de
la Europa cristiana.6
Nuevamente emergía como predominante la vinculación entre barbarie y características
como la ferocidad, la brutalidad y la crueldad. Permítaseme aclarar de inmediato
que incluso entonces los turcos podían despertar también admiración, tanto
por su piedad cuanto por el lujo de sus cortes, como queda claro en algunos
textos de Erasmo y en obras de artistas como Gentile Bellini.7
Veamos algunos ejemplos del Nuevo Mundo. Según su propio diario, el 12 de
octubre de 1492, Cristóbal Colón pensó que los primeros americanos que encontró
eran «gente muy pobre de todo», «andaban todos desnudos como su madre los parió»
y, aunque eran «muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y buenas caras»,8
exhibían una gran ignorancia de la técnica (no conocen las armas ni el hierro)
y de la religión («ninguna secta tenían»). Más aún, como el almirante no podía
entender su idioma, creía que había que enseñarles a hablar y, con ese objetivo,
llevaría a seis de ellos ante los reyes. Si bien el 16 de diciembre del mismo
año Colón indicaba que «son la mejor gente del mundo y más mansa»,9
pronto esa opinión se invertiría. Cuando regresó al continente, en el segundo
viaje, y encontró que los hombres que había dejado en La Española habían sido
asesinados por los indios, escribió: «No ay tan mala gente como cobardes que
nunca dan la vida a ninguno, así que si los indios hallasen un ombre o dos
desmandados no sería maravilla que los matasen».10
En julio de 1503, en Jamaica, tras naufragar, se vio «cercado de un cuento
de salvages y llenos de crueldad y enemigos nuestros».11
Recordemos, por lo demás, que ya el 4 de mayo de 1493, en la bula Inter
Caetera, que concedía a las coronas de Castilla y Aragón las tierras recién
descubiertas, el papa Alejandro VI declaraba su deseo de que «las bárbaras
naciones» que allí habitaban fueran «deprimidas y reducidas a esa misma fe»
católica y religión cristiana.12
En su Historia General, cuya primera parte se imprimió en 1535 pero
que no fue publicada completa hasta mediados del siglo xix, Gonzalo Fernández
de Oviedo llevó la descripción del bárbaro americano hasta el extremo de la
animalización. Allí leemos: «Porque su principal intento era comer, e beber,
e folgar, e luxuriar, e idolatrar, e exercer otras muchas suciedades bestiales.
[…] Ved qué abominación inaudita, el pecado nefando contra natura, la cual
no pudo aprender sino de los tales animales».13
Por lo demás, que en un artículo de gran interés, Juan Gil Fernández demostró
que: «sobre la condición del indígena americano, se vertieron en latín juicios
muy desfavorables, que probablemente no se hubiesen llegado a emitir en romance:
el español era entonces muy consciente de que el alabar al indio era la postura
que hoy llamaríamos políticamente correcta».14
Mencionaré solo dos ejemplos de las decenas provistas por nuestro colega. En
1588, el jesuita José de Acosta declaró que «la experiencia ha demostrado por
lo general que la naturaleza de los bárbaros es totalmente servil: y si no
se les impone miedo o alguna fuerza, como niños, se niegan a obedecer».15
Gil ha demostrado también que esa convicción de la superioridad occidental
parece haberse transferido a los indios que aprendieron latín. Así, en la dedicatoria
a Francisco de Mendoza de su Libellus de medicinalibus Indorum
herbis, escrita en Tlatelolco en 1552, Martín de la Cruz (Juan Badiano),
escribió: «Pero has de recordar que nosotros, los desdichados y pobrecitos
indios, somos inferiores a todos los mortales, y por tanto merecen perdón nuestra
pequeñez e insignificancia, congénitas en nosotros por naturaleza».16
La enseñanza del latín era, evidentemente, una herramienta de dominación. En
cualquier caso, estos y muchos otros ejemplos pueden quizás vincularse con
la asociación entre ignorancia y barbarie presente en el Quijote.
En el capítulo XLVIII de la primera parte, el canónigo dice: «porque los extranjeros,
que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros
e ignorantes».17
Ideas como estas sirvieron seguramente de base a la opinión de que la guerra
contra el indio estaba justificada. Para Juan Ginés de Sepúlveda, existían
cuatro argumentos a favor de tal idea: los indios eran bárbaros, habían cometido
crímenes contra la ley natural, oprimían y asesinaban a inocentes entre los
suyos y eran infieles que debían ser instruidos en la fe cristiana. Era clave,
entonces, su condición de raza bárbara, de una condición natural e inferior,
que Sepúlveda atribuía a los americanos. Para defender su posición, el humanista
citaba la teoría aristotélica de la esclavitud natural: como en los bárbaros
la pasión predomina sobre la razón, «son esclavos por naturaleza, por lo cual,
bárbaros, carentes de civilización e inhumanos, se niegan a aceptar el dominio
de quienes tienen mucho más poder que ellos. […] Sometiéndolos a nuestro dominio,
creo que los bárbaros pueden ser conquistados con el mismo derecho con que
pueden ser compelidos a oír el Evangelio».18
Medio siglo más tarde, Gregorio García explicaba (¿podríamos quizás decir que
justificaba?) la desaparición física de los nativos: «Solo digo que por su
incredulidad, poca firmeza en la Fe y menos Christiandad, los va Dios acabando,
como en efecto se han acabado los indios, que había innumerables en la Isla
Española».19
Sin embargo, la inconmensurabilidad entre América y Europa no tenía como consecuencia
necesaria la condonación de la guerra y el abuso. En un diálogo imaginario
escrito en 1555 por el franciscano Pedro de Quiroga, Barchilon, un religioso
que vivía en Cuzco, advierte a Justino, recién llegado de España, que «aquí
todo es al revés de cómo es en Castilla» y le aconseja que no tenga «nada que
ver con las cosas de esta tierra» hasta que las comprenda, pues «son cuestiones
diferentes y otro idioma».20
II.
No caben demasiadas dudas, entonces, de que el indio americano inspiró a los
españoles del siglo xvi una opinión desfavorable, incluso despreciativa. Sin
embargo, existieron también algunas aproximaciones al problema que, aunque
utilizaban la misma noción de barbarie, implicaban una valoración positiva
de los americanos y, más aún, una reconsideración de otros cercanos, del propio
pasado e incluso del presente europeo, de modo crítico. Es cierto, se trata
más bien de excepciones, anomalías, pero podríamos tal vez considerarlas indicios
de que la experiencia indiana no fue pensada únicamente con base en los marcos
conceptuales anteriores al descubrimiento, sino que existió también un retorno
a Europa de autores y textos americanos o forjados en el Nuevo Mundo que transformaron
esos marcos profundamente.
Por cierto, hubo antecedentes previos de una flexibilidad del concepto bárbaro.
Desde la Antigüedad, el otro bárbaro era también capaz de actos de piedad y
valentía. De Herodoto y Esquilo a Cicerón y Tácito, hallamos ejemplos de esa
ambigüedad entre el desprecio al bárbaro cruel, brutal y esclavo, y la valoración
de su humanidad, coraje y simpleza.21
Encontramos incluso casos en los que el bárbaro descuella por su inteligencia
y sabiduría: se trata del bárbaro filósofo y posiblemente el escita Anacarsis
sea uno de los más destacados ejemplos clásicos al respecto, aunque los embajadores,
también escitas, que conversan con Alejandro, según el relato de Quinto Curcio,
también son dignos de consideración.22
Durante el Medioevo, se mantuvo la distinción tajante entre bárbaros y romanos.
Sin embargo, lentamente se hacía evidente que esa vieja antítesis era cada
vez menos una descripción aceptable de las diferencias culturales y sociales
prevalecientes en una Europa en la que ambas culturas se penetraban e influían
mutuamente. En la práctica, parecería que el resultado de ese desarrollo fue
la asimilación del término bárbaro con el ateísmo, la herejía o el
paganismo, de modo tal que la distinción entre bárbaro y romano fue
reemplazada por la separación entre bárbaro y cristiano.
Una división religiosa pasaba a predominar sobre las demás características
culturales, aunque se seguían adscribiendo a los bárbaros comportamientos asociados
a la ferocidad, la traición o la brutalidad.23
Sobre el fin del Medioevo y, aunque las cruzadas reforzaron la idea de una
cristiandad unida, el contacto con los musulmanes no parece haber afectado
la idea de barbarie predominante en Europa, por cuanto los musulmanes no se
adecuaban al estereotipo del bárbaro y la palabra no se refería a ellos con
gran frecuencia. Se los veía, más que como paganos, como representantes de
una fe corrompida y transformada en herejía. Cuando se hablaba de los musulmanes
como bárbaros durante las cruzadas, se quería decir sobre todo que no eran
cristianos.24
De acuerdo con David Delison Hebb, los testigos europeos de los «estados piratas»
de Berbería durante el siglo xvii encontraban
bastante benévolo el trato que los musulmanes dispensaban a sus esclavos en
comparación con el predominante en el Nuevo Mundo, entre otros motivos porque
no se utilizaba el látigo y porque no se marcaba a los esclavos como si fueran
ganado.25
En las obras de Cervantes, esa misma atribución de barbarie a los moros y a
los europeos llegados a Berbería aparece plenamente representada. Así, en El
trato de Argel, leemos: «A la marina llegaron / con la víctima inocente
/ do con barbaria insolente / a un áncora le ligaron».
Mientras que en Los baños de Argel (jornada tercera), el personaje
del Cadí atribuye la barbarie a los españoles: «Por la mía, / que tienes gran
razón en lo que has dicho / de la canalla bárbara española».26
Pero volvamos a nuestro tema americano. Para describir a los indios, los conquistadores
buscaron comparaciones en el pasado (bárbaro o pagano grecorromano) y en los
pueblos otros más cercanos como los musulmanes. Américo Castro recuerda que
las referencias culturales de Hernán Cortés frente al extraño mundo mexicano
eran precisamente los almaizales árabes, los alquiceles moriscos y las mezquitas
del islam.27
Era evidente que se trataba de gente «bárbara y tan apartada del conocimiento
de Dios», pero, pese a ello, sus ciudades, mercados, fortalezas y artesanías
se comparaban favorablemente con las españolas y, de hecho, con cualquiera
del mundo.28
Más allá de estos paralelos, al regreso de su experiencia en la conquista de
Chile, en 1569, Alonso de Ercilla y Zúñiga describió en un famoso poema épico
a los araucanos como «bárbaros sobresalientes», valerosos, llenos de «orgullo
y bizarría».29
Permítaseme incluir tan solo dos ejemplos de la vigencia americana de aquel
bárbaro filósofo al que ya me he referido. En el tercer libro de la segunda
década de su obra, Pedro Mártir de Anglería se refiere al hijo mayor de Comogre,
un cacique panameño, como un hombre de «inteligencia extraordinaria». Ante
las disputas incesantes de los hombres de Vasco Núñez por el oro que obtenían,
el joven les da un verdadero sermón sobre el valor diferente que los indios
asignan al oro, advierte a los españoles de las tribus poderosas que deberán
enfrentar para obtenerlo y, como si fuera poco, les anuncia la existencia de
«otro mar que nunca fue navegado por vuestros pequeños barcos»: el Pacífico,
nada menos.30 Mi
último ejemplo al respecto es portugués, no español, y es una imagen, no un
texto. En una Adoración de los magos, pintada entre 1501 y 1506, Vasco
Fernandes adoptó buena parte de la iconografía tradicional, pero introdujo
una innovación asombrosa.31
En la antigüedad, los «sabios» que, según Mateo,32
siguieron la estrella desde el Oriente para adorar al nuevo rey de Judea en
Belén habían sido representados siguiendo el modelo de los bárbaros que presentaban
regalos al emperador. Recordemos, por lo demás, que la palabra griega magos [μάγος],
tiene un significado más amplio del que actualmente asignamos al término: refiere
a hombre sabios, sacerdotes, maestros, astrólogos y también hechiceros o magos
en el sentido moderno.33
Ya Heródoto los había identificado con una casta de sacerdotes persas, esto
es, orientales.34
Desde el siglo xii, y cada vez de forma más frecuente, los tres magos representaban
las tres partes del mundo conocido: el viejo Gaspar era el Asia, Melchor la
Europa madura, Baltasar la joven África. Pues bien, tal ha sido el impacto
del descubrimiento del Nuevo Mundo, que tan temprano como en 1501-1506 Vasco
Fernandes reemplaza al mago antes identificado con el África por un indio americano,
posiblemente de las costas del Brasil, que también se ha acercado a celebrar
el nacimiento del niño Jesús. El bárbaro americano es, así, en imágenes, un
bárbaro sabio que se integra en la narrativa bíblica.
Retomemos las disputas sobre la barbarie americana. Como es bien sabido, en
la controversia de Valladolid de 1550-1551,35
Bartolomé de las Casas se opuso a las ideas de Sepúlveda ya citadas. El dominico
defendió la unidad esencial de la humanidad, esto es, que los indios no eran
esencialmente distintos ni menos racionales que los europeos, de manera que
podían recibir la fe cristiana de un modo pacífico: si España debía tener un
papel en el Nuevo Mundo, era espiritual y no político ni económico. Pero, además,
Las Casas se oponía al uso del término bárbaro de un modo tan general
y atacaba la aplicación de la teoría aristotélica de la esclavitud natural
por parte de Sepúlveda. Distinguía entonces cuatro tipos de bárbaros: los que
exhiben un comportamiento cruel y salvaje, contrario a la razón humana, los
que carecen de un lenguaje escrito para expresarse, los que no alcanzan a comprender
la justicia y la comunidad humanas y los que no son cristianos. En su significado
más relevante, bárbaro no es más que sinónimo de otro, y
seguramente los españoles eran tales para los indios.36
Más aún, Las Casas creía que las costumbres de los indios no eran peores que
las de los españoles del pasado: «Nosotros mismos, en nuestros antecesores,
fuimos muy peores, así en la irracionalidad y confusa policía como en vicios
y costumbres brutales por toda la redondez desta nuestra España».37Definitivamente,
en la Brevísima descripción de la destrucción de las Indias,
el dominico atribuye a los conquistadores españoles el comportamiento bárbaro,
y compara incluso su crueldad con la de los turcos, algo que enfatizarían todas
las traducciones de la obra a otros idiomas europeos.38
Por otra parte, como los americanos vivían en comunidades armónicas gobernadas
por leyes estrictas, poseían un lenguaje bello y los idólatras y antropófagos
eran minoría entre ellos, Las Casas creía que su paganismo sólo demandaba de
los españoles que «los ayudaran mediante la persuasión a recibir el Evangelio»
y no justificaba que los cristianos se apoderasen de sus tierras, una opinión
que compartía Francisco de Vitoria.39
Por lo tanto, en un futuro, con una guía adecuada, los indios podrían alcanzar
un estado semejante al de los europeos contemporáneos: la comparación con los
bárbaros del pasado propio lleva a imaginar un recorrido histórico único, en
el que la oposición fundamental es cristiano-no cristiano, todos pueden volcarse
a la «verdadera fe» y, en efecto, lo harán de manera necesaria.40
En el pensamiento mestizo de Garcilaso de la Vega, el Inca, ante la descomposición
del cristianismo europeo, estas ideas se transforman en una reivindicación
de la supervivencia y primacía de los valores del cristianismo primitivo en
las Indias: «Atestiguan estos varones apostólicos que los fieles indianos,
sus feligreses, con las primicias del espíritu, hacen a los de Europa casi
la ventaxa que los de la iglesia primitiva a los cristianos de nuestra era,
[…] cuando la católica fee, desterrada de Inglaterra y del Setentrión, su antigua
colonia, se va de un polo a otro, a residir con los antípodas».41
Tal vez podamos pensar con Roger Bartra que conquistadores y clérigos habían
llevado consigo, a través del Atlántico, la idea de otro bárbaro que les permitía
evitar la disolución de su identidad en «la extraordinaria otredad que estaban
descubriendo».42
El bárbaro sería entonces tanto lo odiado y lo negado cuanto el lugar de un
origen deseado e interrogado. La pregunta por el otro y esta particular respuesta
expresaría una ansiedad profunda por la precaria identidad del hombre occidental,
que se refuerza gracias a la comprensión de la barbarie, propia y ajena. La
circulación de estas ideas, en forma impresa y manuscrita, se extiende incluso
al mundo de la república de las letras ilustrada. Permítaseme proveer un ejemplo:
en 1770, el abate Guillaume Thomas François Raynal publicó en Ámsterdam la
que, probablemente, fuera la mayor crítica antiimperialista ilustrada.43
Varios autores contribuyeron al volumen, entre ellos Denis Diderot, quien aparentemente
escribió unas setecientas páginas de la edición de 1780, inmediatamente prohibida
por el Parlamento de París, pero reeditada 37 veces en los siguientes 17 años.44
Aunque las ideas allí expresadas tienen un carácter distinto del mito del buen
salvaje y de muchas de las hasta aquí discutidas,45
algunas similitudes son sorprendentes. En primer lugar, la idea de que definimos
como bárbaro aquello que nos es ajeno.46
Luego, la atribución de barbarie al comportamiento de los «ingleses, holandeses,
franceses, españoles y portugueses más allá del Ecuador. […] Así es como todos
los europeos se han aparecido en los países del Nuevo Mundo. Han asumido un
frenesí común».47
Pero también resulta obvio que las interpretaciones sobre el pasado y el presente
no emergen solamente en el mundo de las ideas y las teorías, sino a partir
de observaciones y experiencias concretas. A la hora de explicarse de dónde
venían esos pueblos otros que habitaban un continente desconocido y cuyas costumbres
eran tenidas por bárbaras, las interpretaciones fueron muy diversas. Diego
Durán concibió la idea de que los aztecas habían recibido en el pasado una
influencia cristiana o que su origen estaba en una de las tribus perdidas de
Israel.48 José
de Acosta, por su parte, pensaba en 1590 que el primer poblamiento del continente
se había producido por tierra gracias a la migración de pueblos de origen asiático.49
Pronto se produjo una larga disputa, en la que participaron, entre otros, Grocio
y Giordano Bruno, respecto de la posibilidad de que los americanos tuvieran
un origen preadamita.50
El descubrimiento de América, entonces, no solo alteró la concepción de los
bárbaros, propios o ajenos, sino incluso el corazón mismo de la comprensión
cristiana de la historia de la humanidad.
III.
Es poco el espacio que me queda para seguir los usos del término bárbaro en
relación con los indígenas y españoles en el siglo xviii del que, en cualquier
caso, David Weber ha escrito una excelente síntesis.51
Notemos, ante todo, una consistente atribución a los españoles de las descripciones
que estos habían hecho dos siglos antes respecto de los indios.52
Los propios españoles fueron, en algunos casos, extremadamente críticos con
la actitud de sus compatriotas. Benito de Feijoo afirmaba: «Desdichados aquellos
que, oprimiendo con sus violencias al Indio, hacen padecer a toda la nación.
¿Quién os parece que arde en más voraces llamas en el infierno, el indio idólatra,
ciego, o el español cruel y sanguinario?».53
Por otra parte, en América Central y América del Sur, españoles y criollos
aplicaron a los indios no incorporados a la sociedad colonial, de manera más
o menos indistinta, los términos de bárbaros, salvajes, bravos, feroces, infieles, gentiles o indómitos.54
Algunos autores optaron por una clasificación escalonada de diferentes grados
de barbarie (Miguel Lastarria dividió a los indios en catorce grados de progreso
hacia el «estado adulto de civilización»), en otros casos el uso es menos sistemático
y esos términos resultan intercambiables.55
En cualquier caso, un funcionario español que recorrió el recién creado Virreinato
del Río de la Plata en 1780 consideró que los indios que pagaban tributo estaban
«entre los más civilizados», pese a lo cual eran incapaces de «escapar a la
barbarie» pues mantenían «sus antiguas costumbres, trajes e idioma».56
En cualquier caso, algunos observadores pensaron entonces que la solución a
ese estado, tanto para los indios cuanto para la sociedad blanca, no se encontraba
en la evangelización, sino en las Luces. El 1 de abril de 1801 comenzó a publicarse
en Buenos Aires el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico
del Río de la Plata. El prospecto que circuló en los meses previos a la edición
con el título «Análisis» justificaba la necesidad del periódico con una breve
historia de la transmisión divina del saber a los pueblos de la antigüedad
hasta la llegada de la imprenta a España. Gracias a la publicación «[…] se
generalizaron las ideas de los hombres; se asociaron los Genios sutiles; se
despertaron de su soporación; y abominando el bárbaro egoísmo, todos los individuos
de la sociedad civil, se hicieron útiles, y honraron a la Patria».57
Aunque los escritores hispanoablantes de entonces tendieron a considerar que
los indios americanos se encontraban en un «estado de barbarie lamentable»,58
la situación de los «bárbaros» despertaba, de manera ocasional y minoritaria,
cierta admiración. Alejandro Malaspina la expresó acerca de los indios de California:
«Dichosos ellos si contentos con la situación en que los colocó la naturaleza,
sin enemistades con los vecinos, sin disputas por la propiedad y libres de
la ambición que atormenta a la culta Europa, subsisten largo tiempo en aquel
apacible estado que les ofreció la madre bienechora de los mortales».59
En cualquier caso, para muchos autores ilustrados, de Malaspina a Francisco
Javier Clavigero y de Montesquieu a Adam Ferguson, los indígenas vivían de
una forma semejante a los europeos del pasado y, en consecuencia, podían convertirse
en una fuente para las nuevas teorías sobre la sociedad.60
IV.
Debo concluir con un doble pedido de disculpas. En primer lugar, porque el
tema que elegí presentar hoy surge claramente de preocupaciones contemporáneas,
pues son muchos los casos actuales en que las identidades parecen definirse
de manera fija, radical y por completo excluyente, incluso hasta el extremo
de la violencia física. No es la primera vez que ello ocurre y entiendo que
los procesos históricos que comparten esa característica han terminado, en
general, de modo catastrófico. Tal vez se me pueda perdonar este desliz si
se considera que la idea de que «toda historia es historia contemporánea»61 es
aceptable en tanto y en cuanto las preguntas surjan del presente, pero las
respuestas provengan del pasado que se interroga, de manera tal de eludir el
peligro del anacronismo. En segundo lugar, me veo obligado a admitir que he
insistido más en ideas excepcionales que en aquellas predominantes. Me decidió
a hacerlo, por un lado, una afirmación reciente de Carlo Ginzburg, según la
cual el caso anómalo es interesante no solo por sí mismo, sino porque también
implica la norma, algo que no se verifica a la inversa.62
Pero también he pensado que recuperar los argumentos curiosos de aquellos que
vieron en los «bárbaros otros» una oportunidad para reflexionar sobre los «bárbaros
nosotros» podría llevar a que, también hoy, podamos pensarnos en relación con
los demás de una forma menos excluyente, que sin renunciar al reconocimiento
de la diferencia y a la disputa contra la dominación y la desigualdad, permita
también un mejor conocimiento de quiénes somos.63
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Notas
- 1. C. P. Cavafy (1904), «Esperando a los bárbaros». Disponible en línea en http://www.kavafis.gr/poems/content.asp?id=153&cat=1. Consultado el 11 de agosto de 2013.
- 2. Me gustaría agradecer a los organizadores del congreso por su generosa invitación, así como a los profesores Juan Gil, José E. Burucúa y Fernando Bouza por sus comentarios, que me ayudaron a corregir omisiones y errores del texto original.
- 3. Un excelente
análisis del caso inglés y sus relaciones con otros, en J. G. A. Pocock
(1999-2006), Barbarism and Religion.
- 4. Por supuesto,
sabemos desde los estudios de Norbert Elias, Emile Benveniste y Raymond
Williams que el término civilización no aparece en los idiomas
europeos en su sentido moderno hasta entrado el siglo xviii. N. Elias,
(1987), El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas
y psicogenéticas, É. Benveniste (1954), (1966), «Civilisation. Contribution
à l’histoire du mot», en Problèmes de linguistique générale, pp.
336-345; R. Williams, (2000), Palabras Clave. Sin embargo, y aun
reconociendo las imprecisiones que esto implica, a lo largo de este artículo
se utilizarán las palabras españolas modernas civilización, civilizado e incivilizado para
traducir los términos civil, uncivil, policer,
etcétera. Indicaré los casos en que introduzca este anacronismo con un
asterisco, pero utilizaré libremente el sustantivo civilización como
opuesto a barbarie cuando las elaboraciones sean mías.
- 5. Para comprender
las actitudes griegas y romanas hacia los bárbaros, pueden consultarse
F. Hartog (1980), Le miroir d’Hérodote: Essai sur la représentation
de l’autre. W. Goffart (1981), «Rome, Constantinople, and the Barbarians», The
American Historical Review, 86 (2), pp. 275-306; K. Christ (1959),
«Römer und Barbaren in der hohen Kaiserzeit», Saeculum, 10, pp.
273-80; L. van Acker (1965), «Barbarus und seine Ableitungen im Mittellatein», Archiv
für Kulturgeschichte, pp. 125-40, y H. Diller (1962), «Die Hellenen-Barbaren-Antithese
im Zeitalter der Perserkriege», Fondation Hardt, Entretiens VIII,
37-68. Véase también A. Grafton, G. Most, S. Settis (2010), «Barbarian», The
Classical Tradition, pp. 117-120.
- 6. R. Schwoebel
(1967), The Shadow of the Crescent: The Renaissance Image of the Turk.
- 7. En De Bello
Turcico (1530), lo presenta como un guerrero cruel, sediento de
sangre y carente de virtud, aunque afeminado y enamorado del lujo, un
pueblo «bárbaro de origen oscuro» que «debe sus victorias a nuestros
vicios». Pero al mismo tiempo, Erasmo se opone a quienes hablan de los
turcos como perros, destaca su compromiso con su religión y afirma que
son «primero hombres, luego semicristianos». D. Erasmo de Rotterdam (1530),
«De bello Turcico», Opera omnia. Ámsterdam: Weiler, 5, 3, pp.
50 y ss. Véase también G. MacLean (2001), «Ottomanism before Orientalism?
Bishop King Praises Henry Blount, Passenger in the Levant» en I. Kamps
y J. G. Singh (eds.), Travel Knowledge: European Discoveries in the
Early Modern Period.
- 8. Pedro Mártir
destaca también esa característica en De Orbe Novo (1944), trad.
esp., I, 5.
- 9. Repite una
opinión semejante el 25 de diciembre: «en el mundo creo que no hay mejor
gente ni mejor tierra».
- 10. «Instrucción
para mosén Pedro Margarite»; nueve de abril de 1494.
- 11. «Carta a los
Reyes», siete de julio de 1503.
- 12. F. J. Hernáez
(1964), Colección de Bulas, Breves y otros documentos relativos a la
iglesia de América y Filipinas, Vaduz, p. 12, Bula «Inter Caetera»
de Alejandro VI, 4 de mayo de 1493, «Alejandro, Obispo, siervo de los siervos
de Dios, a los ilustres Carísimo en Christo, hijo Rey Fernando, y muy amada
en Christo, hija Reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, y de
Granada, salud y bendición Apostólica. Lo que más, entre todas las obras,
agrafa a la Divina Magestad, y nuestro corazón desea, ese, que la Fe Católica
y Religión Christiana sea exaltada mayormente en nuestros tiempos, y que
en toda parte sea ampliada, y dilatada, y se procure la salvación de almas,
y las bárbaras Naciones sean deprimidas, y reducidas a esa misma Fe» (Alexander
episcopus, servus servorum Dei: carissimo in Christo filio Fernando regi,
et carissime in Christo filie Elisabeth regine Castelle, Legionis, Aragonum,
Sicilie, et Granate, illustribus, salutem et apostolicam benedictionem. Inter
cetera Divine Majestati beneplacita opera et cordis nostri desiderabilia,
illud profecto potissimum existit, ut fides Catholica et Christiana religio
nostris presertim temporibus exaltetur, ac ubilibet amplietur et dilatetur,
animarumque salus procuretur, ac barbare nationes deprimantur et ad fidem
ipsam reducantur).
- 13. G. Fernández
de Oviedo (1851), Historia general y natural de las Indias, islas y
Tierra Firme del mar Océano. lib. 2, cap. 6.
- 14. J. Gil Fernández
(2012), «Escribir en latín. Ventajas e inconvenientes», Res Publica
Lutterarum. Documentos del grupo de investigación Nomos, Lucio Anneo
Séneca. Madrid: Instituto de Estudios Clásicos sobre la Sociedad y la Política,
p. 15.
- 15. (1588),
«Seruilem planè naturam esse barbarorum
experientia magna ex parte docuit. Ac ferè nisi metus et vis aliqua afferatur,
more puerorum, obedire contemnunt», De procuranda Indorum salute.
Salamanca, I, 7,
p. 162.
- 16. Véase J.
Gil Fernández, op. cit., p. 29.
- 17. M. de Cervantes
Saavedra (1970), op. cit., tomo II, p. 1462.
- 18. J. Ginés
de Sepúlveda (1941), Tratado sobre las Justas Causas de la Guerra contra
los Indios, Marcelino Menéndez y Pelayo y Manuel García-Pelayo (trads.),
pp. 139 y 153. Para Sepúlveda, es legítimo dominar por la
fuerza a quienes no aceptan la obediencia que su condición natural les
impone: «Los más grandes filósofos declaran que estas guerras pueden emprenderse
por parte de una nación muy civilizada contra gente nada civilizada que
son más bárbaros de lo que uno se imagina, pues carecen de todo conocimiento
de las letras, desconocen el uso del dinero, van casi siempre desnudos,
hasta las mujeres, y llevan fardos sobre sus espaldas y en los hombros,
como animales, durante largas jornadas. Y aquí están las pruebas de su
vida salvaje, parecida a la de los animales, sus sacrificios execrables
y prodigiosos de víctimas humanas a los demonios, el que coman carne humana,
que entierren vivas a las mujeres de los jefes con sus maridos muertos,
y otros crímenes semejantes». Véase: Del reino y los deberes del rey,
en Tratados políticos,
(1963), I, 4-5.
- 19. G. García
(1981), Origen de los indios del Nuevo Mundo, p. 88 (1607). Es
Eduardo Subirats quien lee esas líneas como una justificación. Véase: E.
Subirats (1994), El continente vacío. La conquista del Nuevo Mundo
y la conciencia moderna, p. 84.
- 20. P. de Quiroga
(1922), Libro intitulado coloquios de la verdad, Julián Zarco
Cuevas (ed.), pp. 44-52. Véase al respecto: A. Pagden (1991), «Ius et Factum:
Text and Experience in the Writings of Bartolomé de Las Casas», Representations,
33, pp. 147-162.
- 21. Véase la
nota 5.
- 22. Heródoto, Historias, IV,
76; Diógenes Laercio, Vidas, I, 101-105. Quinto Curcio, Historiae
Alexandri Magni Macedonis, Lib. II, Cap. VIII. Debo estas referencias
a la generosidad de Juan Gil.
- 23. Sobre las
actitudes europeas medievales respecto de la barbarie, véase W. R. Jones
(1971), «The Image of the Barbarian in Medieval Europe», Comparative
Studies in Society and History, vol. 13 (4), pp. 376-407, el primer
capítulo de la obra de R. Southern (1953), The making of the Middle
Ages y D. Hay, Europe: the Emergence of an Idea (1966), pp.
27 y ss.
- 24. N. Daniel
(1960), Islam and the West: the Making of an Image, pp. 273, 276.
- 25. D. Delison
Hebb (1994), Piracy and the English Government, 1616–1642.
Véase también L. Colley, Captives: Britain, Empire and the New World,
1600-1850.
- 26. M. de Cervantes
(1970), El Trato de Argel, en M. de Cervantes Saavedra Obras
Completas, tomo I, p. 137, vv. 583-586, y tomo I, p. 374. Agradezco
las citas a José Emilio Burucúa.
- 27. A. Castro
(1975), La realidad histórica de España. México, p. 135.
- 28. «En sus
servicio y trato de la gente de esta gran ciudad hay la manera casi de
vivir que en España, y con tanto concierto y orden como allá, y […] considerando
esta gente ser bárbara y tan apartada del conocimiento de Dios y de la
comunicación de otras naciones de razón es cosa admirable ver la que tienen
en todas las cosas. […] Y aun hay mucha gente pobre y que piden entre los
ricos por las calles y por las casas y mercados, como hacen los pobres
en España y en otras partes que hay gente de razón». «En especial me dijeron
los españoles que habían visto una casa de aposentamiento y fortaleza que
es mayor y más fuerte y mejor edificada que el castillo de Burgos. […]
El mercado parece propiamente alcaicería de Granada en las sedas, aunque
esto otro es en mucha más cantidad. […] No me pondré en expresar cosa de
ellas más de que en España no hay su semejable. […] Ni es de creer que
alguno de todos los príncipes del mundo de quien se tiene noticia pudiese
tener tales cosas y de tal calidad. […] No hay platero en el mundo que
mejor lo hiciese». «Su ciudad era la más hermosa cosa del mundo». Véase:
Cortés, (1963), Cartas y documentos, México, Porrúa, pp. 2-3.
B. Díaz del Castillo, por su parte, solo encuentra comparaciones aptas
en libros de caballería: «Y decíamos que parecía a las cosas de encantamientos
que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios
que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aun algunos de nuestros
soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños. […] Digo
otra vez lo que estuve mirando, que creí que en el mundo hubiese otras
tierras como éstas […]. Ahora todo está por el suelo, perdido, que no hay
cosa». Véase: B. Díaz del Castillo (1985), Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España, Madrid, p. 87.
- 29. A. de Ercilla
y Zúñiga (1845), La Araucana (1569, 1578 y 1589), pp. 7-8. «Del
escuadrón se van adelantando / los bárbaros que son sobresalientes, / soberbios
cielo y tierra despereciando, / ganosos de estremarse por valientes: /
las picas por los cuentos arrastrando, / poniéndose en posturas diferentes;
/ diciendo: si hay valiente algún cristiano / salga luego adelante mano
a mano. / Hasta treinta o cuarenta en compañía, / ambiciosos de crédito
y loores / vienen con grande orgullo y bizarría / al son de presurosos
atambores; / las armas matizadas a porfía / con varios y finísimos colores,
/ de poblados penachos adornados, / saltando acá y allá por todos lados».
p. 25. «De algunos que en la junta se hallaron / es bien que haya memoria
de sus nombres, / que siendo incultos bárbaros ganaron / con no poca razón
claros renombres, / pues en tal breve término alcanzaron / grandes vitorias
de notables hombres, / que dellas darán fe los que vivieren, / y los muertos
allá donde estuvieren».
- 30. P. Mártir
de Anglería, De Orbe Novo, II, 3.
- 31. V. Fernandes
(1501-1506), Adoración de los magos, óleo sobre tabla, 132 x 79
cm, Museu Grão Vasco, Viseu.
- 32. Mat. 2.1-6.
- 33. Véase, por
ejemplo, J. P Louw y E. A Nida (1999), Greek-English Lexicon of the
New Testament: Based on Semantic Domains.
- 34. Heródoto,
I. 132.
- 35. Véase el
buen resumen al respecto en H. Frey (1996), «La mirada de Europa y el “otro”
indoamericano», Revista Mexicana de Sociología, 58 (2), pp.
50 y ss.
- 36. «Lo mesmo
se suele llamar bárbaro un hombre comparado a otro porque es extraño en
la manera de la habla, cuando el uno no pronuncia bien la lengua del otro.
[…] y esta fue la primera ocasión, según Estrabón, en el libro 14, que
se tuvo para llamar los griegos a otras gentes bárbaras, conviene a saber,
porque no pronunciaban bien, sino rudamente y con defecto, la lengua griega,
y desta manera no hay hombre ni nación alguna que no sea de la otra cualquiera
bárbara y bárbaro. Así lo dice San Pablo de sí mismo y de otros, I ad
Corinthios, 14, Si ego nesciero virtutem vocis ero cui loquar
barbarus, et qui loquitor mihi barbarus. Y así estas gentes destas
indias, como nosotros las estimamos por bábaras, ellas también, por no
entenernos, nos tenían por bárbaros» (Apologética historia, III,
264). Es exactamente el mismo argumento de Montaigne: «No hay nada bárbaro
ni salvaje en esta nación, según me han dicho, salvo que todos llamamos
barbarie a aquello que no es común a nuestras costumbres». M. de Montaigne
(1931), «Libro I, Capítulo XXXI», Essais, p. 92. La traducción
es mía.
- 37. B. de Las
Casas (1967), Apologética historia sumaria, III, 263. Para Las
Casas, los indios son incluso superiores a griegos y romanos en su conocimiento
de Dios, leyes y costumbres.
- 38. Véase J.
E. Burucúa y Kwiatkowsi, N. (2010), «El Padre Las Casas, De Bry y la representación
de las masacres americanas», en Eadem utraque Europa, 10-11, publicación
del Instituto de Historia Cultural e Intelectual «Edith Stein» de la UNSAM,
Buenos Aires.
- 39. «De todo
lo dicho se sigue esta conclusión: que los bárbaros ni por el pecado de
la infidelidad ni por otros pecados mortales se hallan impedidos de ser
verdaderos dueños, tanto en el ámbito público como privado, y que por este
título no pueden los cristianos apoderarse de los bienes de su tierra».
Véase: F. de Vitoria (1539), Relectio de Indis, p. 69.
- 40. «Nuestra
religión cristiana es igual y se adapta a todas las naciones del mundo
y a todas igualmente recibe y a ninguna quita su libertad ni sus señoríos
ni mete debajo de servidumbre, so color ni achaques de que son siervos
a natura o libres». Véase: «Discurso frente al rey», (1951), Historia
de las Indias [1520], 3 vols., III, 149). «Nunca hubo generación ni
linaje ni pueblo ni lengua en todas las gentes criadas de donde mayormente
después de la encarnación y pasión del Redentor no se haya de coger y componer
aquella multitud que es el número de los predestinados que por otro nombre
lo llama san Pablo cuerpo místico de Jesucristo e Iglesia» (Historia,
I, «Prólogo»).
- 41. Garcilaso
de la Vega, el Inca (1944), «Prólogo» a la Historia general
del Perú [1617], T. I, p. 9.
- 42. R. Bartra
(1992), El salvaje en el espejo, p. 13. Véase también R. Bartra
(1994), Wild Men in the Looking Glass: The Mythic Origins of European
Otherness.
- 43. G. T. F.
Raynal (1770), L’Histoire philosophique et politique des établissements
et du commerce des Européens dans les deux Indes.
- 44. M. Duchet
(1978), Diderot et l’Histoire des deux Indes: ou, L’ecriture fragmentaire.
- 45. Al respecto,
véase S. Muthu (2003), Enlightenment against Empire, en particular
la p. 8, que sintetiza el argumento del autor: «Having appreciated Rousseau’s
searing indictment of European mores, social institutions, political power,
and economic inequality, they were loathe to recommend European societies
as models for other peoples. But they were also unwilling to classify any
people or set of peoples as virtually natural, as free from artifice. For
them, the art (or culture) that constitutes human practices, beliefs, and
institutions is necessarily diverse and also, importantly, in many respects,
incommensurable. Consequently, non- Europeans, including nomadic peoples
who were often viewed as exotically uncultivated and purely natural, were
members of societies that were artful, or cultural; they were simply artful
in a different manner, one that could not be judged as intrinsically superior
or inferior».
- 46. Los españoles
«creyeron que este pueblo [los de Tlaxcala] no tenían gobierno alguno porque
no lo investían sobre una sola persona, que no tenían civilización* [policé]
porque la suya era distinta de la de Madrid, que no tenían virtud porque
no eran de la misma persuasión religiosa, y que no tenían entendimiento
porque tenían opiniones distintas. […] Este orgullo nacional, llevado hasta
el extremo del exceso, los habría llevado a considerar a Atenas bajo la
misma luz condenatoria. Habrían tratado a los chinos como brutos, y en
todas partes habrían dejado las marcas de la atrocidad, la opresión y la
devastación» (VI, 9). La traducción es mía.
- 47. IX, 1, la
traducción es mía.
- 48. Véase su Historia
de las Indias de Nueva España e islas de la tierra firme, escrita
entre 1576 y 1581 pero solo publicada en el siglo xix (I, 9, y III, 1).
- 49. J. de Acosta
(1590), Historia natural y moral de las Indias. Sevilla, Libro
I, capítulo XX.
- 50. Véase una
interesante síntesis en A. Schnapp (1997), The discovery of the past.
- 51. D. J. Weber
(2007), Bárbaros. Los españoles y sus salvajes en la era de la Ilustración.
- 52. Por ejemplo,
J. Morse (1793), American Universal Geography, «Naturally weak
and effeminate, Spaniards dedicate the greatest part of their lives to
loitering and inactive pleasures», cit. en Weber, p. 30. Humboldt, por
su parte: «En México oímos con frecuencia que las tribus de salvajes no
habían de ser rechazadas sino exterminadas. Sin embargo, por suerte, el
gobierno nunca ha atendido este bárbaro consejo». Véase: A. von Humboldt
(1822), Political Essay on the Kingdom of New Spain, vol. 4, p.
271.
- 53. B. J. Feijoo
(1773), Teatro Crítico, libro IV, discurso X, pp. 289-292.
- 54. Véase, por
ejemplo, T. López de Vargas Machuca (1758), Atlas geográphico de la
América septentrional y meridional dedicado a don Fernando VI, cit.
en Weber, cap. 1.
- 55. Al respecto,
véase P. Navarro Floria (1994), «Salvajes, bárbaros y civilizados: los
indios de la Patagonia y Tierra del Fuego ante la antropología de la Ilustración», Cuadernos
del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, 15,
pp. 113-140. Para Lastarria, los españoles ocupaban, por supuesto, la posición
más alta de la escala, la número quince. M. Lastarria (1914), «Declaraciones
y expresas resoluciones soberanas que sumisamente se desean en beneficio
de los indios de las Provincias de la Banda Oriental del Río Paraguay y
de las márgenes del Paranáy Uruguay, Madrid, 31 de agosto de 1804», en Colonias
orientales del Río Paraguay o de la Plata. Documentos para la Historia
Argentina. Volumen 3, pp. 119-125.
- 56. F. de Paula
Sanz (1977), Viaje por el virreinato del Río de la Plata. El camino
del tabaco, ed. de D. Rípodas Ardanaz, p. 81, cit. en Weber, p. 38.
- 57. Debo este
dato a la tesis de maestría inédita de Matías Maggio Ramírez, presentada
en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la ciudad de Buenos Aires
en 2013.
- 58. M. Urruela
V. de Quezada (1992), «El indio en la literatura hispanoamericana: un esbozo», Boletín
de la Academia Nacional de Historia de Caracas, 75, 299, pp. 91-108.
- 59. A. Malaspina
(1885), «Descripción física y costumbres de la California», en A. Malaspina, Viaje
político-científico alrededor del mundo por las corbetas Descubierta y
Atrevida al mando de los capitanes de navío D. Alejandro Malaspina y don
José de Bustamante y Guerra, desde 1789-1794, ed. de P. de Novo y
Colson, p. 445.
- 60. A. Grafton
(1992), New Worlds, Ancient Texts: The Power of Tradition and the Shock
of Discovery, p. 252. Véase también Weber, p. 60.
- 61. «Il bisogno
pratico, che è nel fondo di ogni giudizio storico, conferisce a ogni storia
il carattere di ‘storia contemporanea’, perché, per remoti e remotissimi
che sembrino cronologicamente i fatti che vi entrano, essa è, in realtà,
storia sempre riferita al bisogno e alla situazione presente, nella quale
quei fatti propagano le loro vibrazioni». B. Croce (1938), La
storia come pensiero e come azione, p. 5.
- 62. C. Ginzburg
(2011), «Some Queries Addressed to Myself», Balzan Prize for European History
(1400-1700), p. 13.
- 63. El pastor
protestante Urbain Chauveton expresó esta idea de forma breve y bella cuando
escribió, en 1579, que su edición de algunos libros de viajes contemporáneos
buscaba «hacernos reflejar en el rostro del otro». U. Chauveton, «Aux lecteurs
chrestiens», en G. Benzoni (1579), Histoire nouvelle du Nouveau Monde.
Tal vez podamos leer del mismo modo un cuento de Jorge Luis Borges «El
otro», en el cual el escritor anciano se encuentra con él mismo cuando
joven en un banco de plaza que está a la vez en Cambridge en 1969, y en
Ginebra en 1918. La angustiante conversación que se produce entre ambos
deja claro que el conocimiento del otro es el conocimiento de sí mismo.
J. L. Borges (1998), «El otro», en El libro de arena, cap. 1.