Teresa Férriz Roure

Editores en el exilio: de lo uno a lo diverso Teresa Férriz Roure

Cuando, en 1967, García Márquez incluyó entre los personajes de Cien años de soledad al «sabio catalán» que había leído todos los libros, muy pocos lectores podían identificar en él a Ramón Vinyes, un escritor nacido cerca de Barcelona, emigrado primero y exiliado más tarde a Colombia, donde ejercía de librero, además de ser el alma de una significada tertulia literaria a la que asistía regularmente ese joven periodista de Barranquilla llamado Gabriel García Márquez. El personaje, más allá de su correlato real, se identificaba con una imagen (ampliamente difundida por América Latina desde los años cuarenta) del catalán arrebatado, tenaz, arriesgado y enérgico, que se sobrepone a la pérdida de su tierra adaptándose a nuevos contextos gracias, en buena parte, a su carácter emprendedor.

El gran número de catalanes dentro del conjunto de los exiliados españoles republicanos, junto a unas sólidas redes de solidaridad inter pares anteriores a la Guerra Civil y unas dinámicas sociales y culturales singulares, contribuyeron rápidamente a diferenciar al catalán de los demás «gallegos» o «gachupines». Estos catalanes de América hablaban español con un acento muy peculiar, tenían fama de trabajadores y cultos y, para colmo, escribían y editaban sin tregua en su propia lengua.

La voluntad de mantenimiento de una lengua minoritaria como el catalán implicaba un esfuerzo extra al compromiso cultural de cualquier escritor o editor exiliado español: todos los libros editados en catalán carecían, de entrada, de público real más allá del reducidísimo grupo de lectores catalanes refugiados. Editar en catalán, sin excepciones, suponía arriesgarse en una empresa ruinosa por necesidad, en tiempo de dificultades económicas y de difíciles ajustes personales y profesionales.

Centenares de libros en catalán publicados en América Latina durante el período que va de 1939 a 1947 y casi un centenar de cabeceras (desde revistas culturales de largo aliento hasta efímeras publicaciones de las que solo aparecía un número ciclostilado) dan testimonio de un compromiso ético que superaba las limitaciones del presente: «Editar o dirigir una revista está al alcance de cualquier iniciado en el periodismo… Sostenerla económicamente está al alcance de cualquier potentado… o de cualquier soñador como yo, si se siente predispuesto a renunciar a todas aquellas cosas que —dicen— hacen agradable la vida, e invierte en imprenta, en papel, en grabado el efectivo que otros disponen en obtención de casa, automóvil, refrigerador, slacks para la señora y camisas Truman para ellos, para poder presumir los fines de semana en Cuernavaca o Tequesquitengo».1

Buenos Aires, Santiago de Chile y, especialmente, la ciudad de México, se convirtieron en las capitales mundiales de la edición catalana durante lustros como respuesta a las enormes dificultades de publicar en el Estado español cualquier obra escrita en «dialecto vernáculo». Bartomeu Costa-Amic o Avel·lí Artís Balaguer, creadores de los sellos Biblioteca Catalana o Catalònia en México, o Joan Oliver y Xavier Benguerel, impulsores de la editorial El Pi de les Tres Branques en Santiago de Chile, se dieron a la tarea de recuperar autores clásicos como Ramón Llull o Ausiàs March sin olvidar a sus contemporáneos, en un intento de contribuir a la confección de un canon literario del siglo xx: en América aparecieron obras fundamentales como Nabí de Josep Carner o Elegies de Biervielle de Carles Riba, y se dieron a la prensa los primeros libros de Pere Calders, Agustí Bartra y Ramón Xirau, entre otros muchos.

Pero lo que los escritores de ficción se planteaban como un reto (continuar escribiendo para un lector potencial, aunque de facto inexistente, y esperar el retorno a Catalunya) no podía considerarse la única opción de los editores. Estos debieron y supieron equilibrar la «rauxa» del sabio catalán dibujado por García Márquez con el «seny» (sensatez) o, lo que es lo mismo, mientras imprimían testimonialmente en catalán, pronto abrieron nuevos espacios para la edición en habla española, en un momento especialmente propicio para el despegue de la industria del libro latinoamericana.

La Guerra Civil, con la consiguiente pérdida de la hegemonía del libro editado en España, y la Segunda Guerra Mundial habían permitido impulsar con garantías la creación de las industrias del libro nacionales, apoyadas por nuevas medidas de índole política y una economía favorable. En México, por ejemplo, en tan solo veinte años (de 1940 a 1960) se pasó de menos de una decena de casas editoras propias, filiales españolas y dependencias gubernamentales con vocación editora a prácticamente cien sellos editoriales.

Desde el principio, los saberes y competencias de los editores recién llegados interactuaron con sus colegas mexicanos, impulsando un proceso de renovación de las editoriales existentes y de innovación en las recién fundadas. Bartomeu Costa-Amic, gracias a su editorial homónima, publicó más de un millar de obras de historia y literatura mexicanas, descubriendo generaciones de escritores jóvenes a un público cada vez más masivo. Fidel Miró fundó MexicoLee, Libro Mex Editores y Editores Mexicanos Unidos, recordada en México por sus influyentes colecciones de ciencias sociales. Tomás Espresate fue el alma de la influyente Librería e Imprenta Madero y maestro de su hija Neus, una de las impulsoras de la prestigiosa Editorial ERA.

En México inició también sus proyectos editoriales Juan Grijalbo, para extenderlos más adelante a toda Sudamérica. Grijalbo, después de encargarse de los inicios de Atlante, de capital español, impulsó una modesta colección de biografías denominada Gandesa que le sirvió como ensayo de una estrategia editorial centrada en las nuevas necesidades del lector hispanohablante, cada vez más ávido del libro nacional. Muy pronto impulsó la casa editora Grijalbo, donde se publicaron, con gran éxito de ventas, libros de ciencias o técnicos, novelas o series de monografías como la Colección 70 o Teoría y Praxis, decisivas en la formación de varias generaciones de estudiantes universitarios. Grijalbo fue creciendo hasta convertirse en un grupo editorial con dieciséis empresas y oficinas por todos los países de lengua española: Argentina, Chile, Venezuela, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador, Costa Rica, Puerto Rico, Uruguay y, naturalmente, España, adonde regresó Joan Grijalbo a finales de los setenta sin cejar en su empeño de impulsar nuevos proyectos relacionados con el libro: «Hace cincuenta años un libro era para mí un objeto que esperaba que alguien me viniese a ofrecer o recomendar para publicar. Hoy es el oxígeno que necesito para vivir».2 Quiero terminar este breve homenaje a los editores republicanos que participaron en la consolidación de la industria del libro en América citando a Antonio López Llausás, de sólida estirpe familiar de editores, quien llegó al exilio argentino como uno de los editores clave en el proceso de profesionalización de la edición catalana de principios del siglo xx. Instalado en Buenos Aires después de una breve estancia en Francia, se hizo cargo, contratado por Rafael Vehils, de la Editorial Sudamericana y con el tiempo pasó a ser su propietario absoluto. Muy pronto inició la expansión en el mercado de habla española a través de nuevos sellos editoriales como Hermes, en México, o EDHASA, fundada en Barcelona en 1949, que sigue hoy al frente de un excelente catálogo.

El periodista y narrador Avel·lí Artís-Gener, Tísner, cuestionó, como pocos escritores exiliados, los límites de una integración personal que no resultaba tan sencilla como muchos se esforzaban en repetir públicamente. Su Paraules d’Opoton el vell, una «crónica de indias» a la inversa en que los aztecas llegan a Galicia mucho antes del primer viaje de Colón, convierte a los descubridores en descubiertos y neutraliza el riesgo de un potencial etnocentrismo. Tísner escribió así un tratado en defensa de la adaptación social que hombres como Grijalbo, López Llausás o Costa-Amic llevaron felizmente a la práctica en proyectos empresariales que no sirvieron tan solo para mantenerlos económicamente, sino que les permitieron crear opinión pública, formar generaciones de nuevos lectores y compartir su experiencia en el difícil camino del respeto y la tolerancia hacia el otro.

Si los editores del exilio no hubieran reaprendido su oficio y cambiado su mirada sobre sus nuevas sociedades y sobre sí mismos, para acercarse con inteligencia y respeto hacia sus nuevos compatriotas, indudablemente habrían fracasado. Su éxito comercial, la capacidad para implicar a profesionales de toda América Latina en sus proyectos y sus influyentes catálogos son excelentes ejemplos de cómo la fatalidad del exilio puede, paradójicamente, conducir a algo bueno.

Bibliografía

  • Artís, A. (1952). «Ressenya d’un acte honorífic», La Nostra Revista, 62.
  • Quemain, M. Á. (1990). «Entrevista con Juan Grijalbo», La Jornada Semanal, 30.

Notas

  • 1. A. Artís (1952), «Ressenya d’un acte honorífic», La Nostra Revista, 62, enero, p. 385. Volver
  • 2. M. Á. Quemain (1990), «Entrevista con Juan Grijalbo», La Jornada Semanal, 30, 7 de enero, p. 22. Volver