Graciela Batticuore

Libros y lectores, antes y después de la revolución. En torno a la fundación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (1810-1812) Graciela Batticuore

Quiero comenzar esta presentación situando una imagen para mí sugerente: la de varios centenares de cajones repletos de libros que conviven en un mismo espacio con las milicias del patriciado argentino en el Buenos Aires de 1810, cuando acaba de desatarse el proceso revolucionario que inició la lucha por la Independencia en el Río de la Plata. La escena transcurre en un improvisado cuartel que funciona en lo que hasta hacía muy poco habían sido las aulas del Colegio de San Carlos, el más prestigioso de la ciudad, donde se formaron los hombres de la elite porteña y entre ellos los patriotas.

Esos libros encajonados que por muchos meses compartieron lugar con las milicias, las armas y la pólvora son los mismos que engrosarían más tarde los estantes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, creada por decreto de la Primera Junta de Gobierno en mayo de 1810 e inaugurada en 1812. Los dos años que tardó el Gobierno en disponer de un edificio para albergar la nueva institución ponen en evidencia las dificultades para concretar proyectos de tipo cultural, en medio de las urgencias políticas y la escasez de recursos que implica toda guerra. Precisamente es esta la primera cuestión que me interesa poner en foco: solemos pensar en una dimensión de la guerra que implica visualizar sobre todo sus estragos en el plano socioeconómico y, por ende, en la vida cultural: retrocesos en la alfabetización, escasa comercialización de libros e impresos, falta de recursos para la educación suelen ser el común denominador en semejantes contextos. Sin embargo, en el proceso de las luchas por la independencia americana la situación resulta más compleja, porque los líderes revolucionarios no relegaron los libros en favor de las armas sino que, al contrario, los concibieron como aliados indispensables para llevar adelante los cambios que involucraba el tránsito del paradigma monárquico a lo que se definiría más tarde como la opción republicana.

Los libros y las armas definen las «dos vías» a través de las cuales se fue amasando el proceso libertador, en la medida en que los patriotas depositaron una gran confianza en la propagación de la cultura impresa para introducir el nuevo ideario político: «si los hombres no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que se le debe […] será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir la tiranía», escribe Mariano Moreno en 1810, en el prólogo al Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau, que él mismo traduce al español por esos mismos días, para que se edite en la Imprenta de los Niños Expósitos de Buenos Aires y se convierta en lectura obligatoria de las escuelas porteñas.1 El fragmento expone una preocupación generalizada entre sus interlocutores: la idea de que si el pueblo permanece «ignorante», la revolución está destinada al fracaso. Para evitarlo se necesita la colaboración del pueblo, su comprensión de los principios que guían la gesta libertadora (y que se basan sobre todo en la adquisición de nuevas nociones: derechos individuales y soberanía popular), lo cual se hará posible por vía de una publicidad política que se vale de todos los recursos de la cultura letrada hasta entonces privativos de la elite: manuscritos e impresos, proclamas y gacetas, libros y bibliotecas, todas esas producciones estarían desde entonces destinadas al conjunto de la población. Y amparadas por una legislación completamente revolucionaria que introduce los parámetros de la política moderna: «libertad de prensa, derecho a publicar sin censura previa y publicidad de los asuntos de Estado» son algunas de las grandes novedades que modifican drásticamente los viejos patrones de la monarquía, regida hasta entonces por la censura, el secreto de Estado y el castigo a los autores y lectores que no respetan las convenciones y las conveniencias reales (acuñadas por ejemplo en el cuerpo de las Leyes de Indias).2

Son innumerables los escritos de la época que ensalzan el proceso de cambios en términos de una ruptura definitiva con el pasado virreinal. Me remito tan solo a un fragmento bien conocido (también atribuido a Mariano Moreno), que forma parte de una nota en la que se anuncia precisamente la creación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en la Gaceta Oficial de Gobierno. Dice así:

La Junta se ve reducida a la triste necesidad de criarlo todo; y aunque las graves atenciones que la agobian no le dexan todo el tiempo que deséara consagrar a tan importante objeto, llamará a su socorro á los hombres sábios y patriotas, que reglando un nuevo establecimiento de estudios adeqüado a nuestras circunstancias, formen el plantel que produzca algun dia hombres, que sean el honor y gloria de su patria.

Entre tanto que se organiza esta obra, cuyo progreso se irá publicando sucesivamente, ha resuelto la Junta formar una Biblioteca pública, en que se facilite a los amantes de las letras un recurso seguro para aumentar sus conocimientos. Las utilidades consiguientes a una Biblioteca pública son tan notorias, que sería escusado detenernos en indicarlas […].3

La biblioteca pública va en busca de un destino de «gloria» y «honor» para la patria. Un destino que será forjado por sabios y que debe ser guiado por libros y lecturas. Se trata, como es evidente, de un ideal fuertemente ilustrado que sostiene que en el «pasado» colonial imperan la «oscuridad», la «ignorancia», incluso la «barbarie» (ideal que recorre la prensa oficial desde 1810, y que va a ir acentuando un pensamiento muy persistente durante esos años, recuperado algunas décadas después por los románticos). Frente a esa visión del pasado emerge un presente «fáustico», asociado al «conocimiento», el «progreso», la «civilización», la «luz». Tal polarización entre «pasado» y «presente» reaparece también en otros contextos similares del proceso revolucionario latinoamericano: por ejemplo en el discurso de apertura de la Biblioteca Nacional de Chile en 1813 («el primer paso que dan los Pueblos para ser sabios, es proporcionarse grandes Bibliotecas»)4 y también en las palabras con las que San Martín inauguró en Lima la Biblioteca Nacional del Perú en 1821 («en un país que habiendo sido bajo el sistema español el centro del despotismo y de la arbitrariedad […], un Gobierno independiente debió facilitar desde sus primeros pasos la adquisición de conocimientos útiles a todas las clases de Estado»).5 En todos los casos, la cultura libresca resulta estrictamente asociada al «presente de la revolución»; en el pasado no hay libros ni maestros, no hay bibliotecas ni escuelas sino tan solo ignorancia.6

Sin embargo, hace falta poner en foco justo aquí otra cuestión que tiene que ver con el proceso de conformación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires y es la siguiente: los libros que forjaron el primer acervo bibliográfico de la institución (y que son los mismos que se amontonan en aquellas cajas arrumbadas en las aulas del Colegio de San Carlos hasta que el Gobierno encuentra lugar para fundar el establecimiento) no son adquisiciones nuevas o recién llegadas a la localidad. Los libros ya estaban en la región desde hacía mucho tiempo: provenían algunos de bibliotecas de instituciones religiosas (como el Convento de la Merced en Buenos Aires o la Biblioteca Universitaria de Córdoba, que había sido originalmente de los jesuitas y que fue expropiada en 1810 para que su acervo se trasladara a la biblioteca porteña); otros provenían de bibliotecas incautadas a los enemigos o adversarios de la nueva causa. Y, por fin, una gran mayoría de los libros que engrosaron los estantes de la Biblioteca Pública procedían de bibliotecas particulares de hombres y mujeres que se desprendieron voluntariamente de ellos para donarlos al Gobierno: renunciaban así a un bien muy valioso por entonces, que representaba prestigio y dinero para sus dueños (a tal punto que las bibliotecas se heredaban por entonces y sabemos de muchas de ellas gracias a los inventarios de las testamentarias); de modo que quienes renunciaban a esos bienes propios lo hacían con el objeto de forjar el «patrimonio» cultural colectivo para la patria nueva.

Por lo demás, hay todavía una tercera cuestión que me interesa poner de relieve y es que entre todos esos libros donados, saqueados o incautados que forjaron el primer acervo bibliográfico de la Biblioteca de Buenos Aires se contaba con una gran cantidad de títulos que hasta entonces habían estado prohibidos: no solo obras de imaginación y romance como el Quijote y otras novelas de caballería que circulaban por América desde hacía décadas, sino libros de filosofía, que eran los más temidos y proscriptos a fines del xviii pero que no faltaban en ninguna buena biblioteca de la región: Voltaire, Montesquieu, desde luego Rousseau y muchos otros figuraban entre ellos. Esos libros también circularon profusamente en el Río de la Plata a pesar de estar prohibidos: eran el producto del comercio legal y el contrabando, en el que estaban involucrados muchos funcionarios de la burocracia virreinal, dispuestos a sacar provecho personal del negocio que representaban impresos y manuscritos para la época (como lo demuestran algunas denuncias y pleitos judiciales que se conservan en los archivos). Lo que comprueba, por añadidura, la existencia de un público aggiornato y atento a las novedades literarias de todo tipo, que alimentaban los circuitos legales y clandestinos del comercio y la piratería internacional a fines del siglo xviii y en las primeras décadas del xix.

En conclusión: los libros que engrosaron los estantes de la Biblioteca Pública a partir de 1812 no constituían en sí mismos una auténtica novedad para la región pero sí las leyes que habilitaron desde entonces su lectura, y que concibieron por primera vez un «público entre el pueblo». Esta es la novedad de la época, y aunque desde luego la distancia entre esos lectores imaginados y los reales persistió durante muchas décadas (pese al esfuerzo de los gobiernos que lo sucedieron), lo cierto es que la revolución produjo cambios sustanciales y de largo aliento: no solo legitimó los libros que hasta ese momento habían sido literatura prohibida y les dio visibilidad pública (a tal punto que, casi de un día para el otro, los títulos y autores proscriptos, como Rousseau, se convirtieron en lectura «obligatoria» para los ciudadanos y los niños). Además, la revolución articuló las bases para una política democratizadora de la lectura, que se afianzaría con el correr de las décadas y el ingreso a la modernización a fines del siglo xix en Argentina y América Latina, y que creó las condiciones indispensables para el advenimiento posterior de otras revoluciones: sociales, económicas, teconológicas, que irían sobreviniendo con el tiempo y bosquejando un nuevo panorama entre cultura, política y sociedad que son objeto de reflexión de otras investigaciones actuales.

Bibliografía

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  • Batticuore, G. y Gayol, S. (eds.) (2012), «Los libros de la revolución», La cultura argentina. Tres momentos: 1810-1910-2010. Buenos Aires: Prometeo Libros, Universidad de General Sarmiento.
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  • Tauro del Pino, A. (dir.) (1953), Anuario bibliográfico peruano de 1948. Lima: Ediciones de la Biblioteca Nacional.

Notas

  • 1. M. Moreno, «Prólogo a la traducción de El contrato social». Disponible en: http://www.elhistoriador.com.ar/documentos/independencia/mariano_moreno_y_el_contrato_social.php. Volver
  • 2. Desarrollo esta cuestión en C. Iglesia, L. El Jaber (dirs. de volumen) y N. Jitrik (dir. general de la obra) (2013), «Sobre legislaciones y prácticas: libros, lectores y bibliotecas entre dos siglos (1754-1810)», Historia crítica de la literatura argentina. Volver
  • 3. «Educación», La Gazeta de Buenos Aires, tomo I, vol. 2., 13 de septiembre de 1810. Volver
  • 4. Del discurso de Mariano Egaña, Secretario de la Junta de Gobierno de Chile que fundó en 1813 el Instituto Nacional y la primera Biblioteca Nacional. El Monitor Araucano, 57, 19 de agosto de 1813. Citado por Sergio Martínez Baeza, «Bello, Infante y la enseñanza del derecho romano: Una polémica histórica, 1834» (1964), Revista Chilena de Historia y Geografía, 132. Ver también B. de Subercaseaux (2000), Historia del libro en Chile (Alma y Cuerpo). Volver
  • 5. «Reglamento orgánico de la Biblioteca Nacional», en La Gaceta del Gobierno, Lima, 3 de agosto de 1822, en A. Tauro (1953), Anuario Bibliográfico peruano de 1948. Volver
  • 6. En 1821 el General José de San Martín fundó la Biblioteca Nacional del Perú sobre la base de un acervo bibliográfico proveniente de su propia librería personal, que había llevado consigo a lo largo de toda la gesta libertadora, en el periplo de Mendoza a Chile y de allí a Lima. Desarrollo el tema en «Los libros de la revolución», en G. Batticuore, y S. Gayol (eds.) (2012), La cultura argentina. Tres momentos: 1810-1910-2010. Volver