Admito la dicha de haber nacido en un lenguaje universal. Con él atravieso las fronteras de numerosos países sin cambiar de lengua, y en algunos territorios donde antes debía apelar a mis conocimientos de otros idiomas, crecientemente encuentro gente que por motivos de emigración o aprendizaje se comunican conmigo en mis términos. Es estimulante y poderosa esta sensación de estar espontáneamente en mucho mundo, de tener un horizonte confiable de posibilidades. El placer se extiende cunado además se es escritor: la circulación de un texto que adquiere visibilidad puede multiplicarse rápidamente en muchos países sin que las traducciones mellen la letras o el espíritu de mi discurso. A algún texto mío le reprenderán en España abundar en chilenismos, y no ha faltado algún editor que ha puesto de lazarillo un glosario al final del texto o al pie de página. Son casos puntuales que alteran un poco la fluida comunicación del español como lenguaje universal, pero en el fondo pelos de las cola.
Celebro que se hayan expandido por los mundo algunos lenguajes. No olvido que tras esta holgura ha habido conquista, violencia, represión, sujeción de lenguas nativas a los idiomas triunfantes. La historia es irreversible y estos son los datos reales con los cuales debo construir mi vida. Y sin embargo quiero echarle hoy un vistazo al sentido de esta conversación sobre el español como lengua de comunicación universal. No nos referiremos a las estadísticas que hablan de zonas del planeta donde nuestro idioma campea, sino al hecho de que la celebración de la universalidad encierre acaso alguna plataforma política. Me inquieta preguntarme, en un mundo de fuerte roce entre culturas y civilizaciones, si las lenguas mismas van adscritas a algún tipo de ideología.
En Filosofía de la mitología Schelling trata del tema del nacimiento de los pueblos y se pregunta cómo a partir de una comunidad homogénea humana surge la formación de comunidades distintas. Discute el rol secundario de las diferencias geográficas y la variedad étnica por influencias externas tales como el clima y las catástrofes telúricas, y afirma que los pueblos son más bien diferencias íntimas, espirituales.
Un pueblo es antes que nada un repertorio de ideologías, creencias, valores, al cual el idioma se ajusta dócilmente.
Ortega y Gasset en El espectador lleva su extremo este razonamiento al señalar que la incapacidad de entenderse es el síntoma auténtico de que los hombres perciben su diferencia étnica: «No se entienden porque hablan idiomas diversos; pero hablan idiomas diversos porque piensan de manera distinta».
Me resulta evidente que la expansión del español en el mundo fue íntimamente ligada a una mitología, que ya sea por fuerza, convicción, hábito, se transformó en creencia dominante, aunque diera origen a todo tipo de sincretismos, mitologías mixtas o mestizas. El español fue un dato de referencia, de pugna, de reinterpretación, de deconstruccción, lo que se quiera, pero se instaló como el río caudal del idioma.
Acaso uno de los grandes logros de Hispanoamérica ha sido el modo como ha jugado con el modelo original recibido, como ha infiltrado un cuerpo sólido de referencias ajenas, haciéndola suyas en el drama y en el humor.
Allí un maestro pintor colonial acongojado con el dolor de Cristo le puso sobre los tonos sombrío de su pesar un papagayo amigo que en la punta de la cruz le sirvió de solidaria compañía. «Era un gesto minimalista, deliciosamente mestizo, donde con flexibilidad se matizaba el trágico sino del padecer, del estoicismo que tantos ven adscritos al carácter español». «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» es igualmente trágico y doloroso. Pero ahora tiene un acento fraternalmente extraño.
Está claro que más tarde Hispanoamérica introdujo en el español papagayos por doquier. Siguiendo el pensamiento de Shelling hablamos distinto, porque sentimos distinto. Pero, y esto es lo importante, sentimos nuestra diferencia a partir de una lengua que nos da también identidad. Celebramos la desviación y los dinámicos giros del lenguaje, poblamos las bibliotecas de diccionarios donde queda el arrebato de nuestra experiencia de la vida: son instrumentos y voces que se unen a una gran sinfonía, a una pastoral respiratoria que admite todos los tonos.
Somos en el español, existimos en nuestra lengua, y existimos porque nos reconocen. Fácilmente, a pesar de nuestras diferencias, nos identifican. Y el torrente de diferencias es conducido por manos cálidas y expertas en las instituciones que nos han convocado e este encuentro: La Real Academia Española y el Instituto Cervantes.
Veo en esta celebración de el español como lengua de comunicación universal al mismo tiempo el deseo de una expansión hacia un dominio más eficaz de los términos que provienen de sociedades más tecnológicas, ligadas a la electrónica, a la informática, al mundo técnico, que nacen muy vocacionalmente en esas culturas y que se irradian hacia la nuestra sin que podamos bautizar con precisión las equivalencias en nuestro idioma. Veo un cierto espanto en mucho españolistas de que la modernidad se nos escape si no acertamos a hablar nuestra propia lengua tecnológica, y los he visto inventar, a veces ordeñar palabras de la gran ubre inglesa que los deja todo salpicados de impurezas. Aquí, con una sonrisa en los labios, debo decir que nadie murió de un infarto cuando a nuestro feliz sí agregamos el okey. Y si lo que hicieron Elvis Presley, los Rolling Stones, o Los prisioneros, se llama rock, nadie se afanó por bautizar al rock duro o soft con una palabreja absurda como balanceo.
¿Es acaso un asunto de orgullo patrio lingüístico no aceptar la universalidad de términos que corresponden a la inventiva de otras culturas como una delicia de diferencia? ¡Dios mío! Les juro que por ningún motivo entraría a un restaurante de Sevilla a comer sushi, si me vendieran el producto como, digamos, «rollitos de arroz japoneses».
Creo que a la arrolladora modernidad tecnológica hay que aplicarle la misma receta que a las innovaciones que han surgido desde nuestro mismo idioma: tomarlas en lo que son y aceptarlas como un gesto de la convivencia entre dos grandes culturas que son también dos grandes idiomas. Lenguas robustas como el español y el inglés no tienen porque luchar por una hegemonía cultural, como tampoco el hecho de que culturalmente la expansión del español está adscrita a la conquista de territorios y a la conversión de los infieles debe alentar una supuesta superioridad cultural que nos llevara, por ejemplo, a ser hostiles con la lengua árabe y la mitología que la nutre.
Es de esperar que los enfrentamientos bélicos que ha suscitado esta pretensión, con su trágico desenlace, sea un alerta para quienes adscriben la expansión de un idioma como una inundación ideológica.
No dudo de la enorme salud del español y sonrío al pensar en cuánto ha cambiado mi visión del español de España cuando en nuestros juegos infantiles lo gritábamos con falsas voces graves de niño como si fuera un idioma extranjero. El español que hablábamos era broma. Era la imitación de algo muy antiguo, tremendamente enfático, donde con las eses, zetas, y ces se hacía un indescifrable carnaval que nosotros reducíamos a un ceceo chistoso.
Los españoles eran de capa y espada. Lo que nosotros hablabamos era la vida. Los españoles vivían en los libros o en el sonsonete de un poema de Espronceda que nuestro maestro nos exigía aprender de memoria. «No corre sino que vuela, un velero bergantín». O bellezas pop españolas o latinas tipo «Como el oro es su cabello, como la nieve su tez, sus ojos como dos soles y su voz como la miel».
Me valgo de este recuerdo infantil porque a pesar de que la experiencia del mundo, las canciones, los viajes, la política, me fueron entramando con un español poderosamente real, y para celebración del mundo luego sentidamente democrático, nunca desapareció de mis labios el gusto literario de la lengua, un cierto énfasis histriónico, un gusto y regusto por la sensualidad del verso, por el ingenio de la copla, por la retórica gongorina o quevediana, por los gigantescos hipérbatos con que la literatura recreaba al mundo haciéndolo más apasionante, más lúdico, y por lo tanto más libre.
El español seguirá su marcha imparable y los profesionales cuidarán de fijar aqui y allá su movilidad para evitar el desbande caótico. Lamento introducir aquí un gesto que tildarán de romántico, pero no veo la necesidad de esa pugna algo desesperada de algunos articulistas por acelerar la tecnificación informática de nuestra lengua. Puedo ser muy moderno con el inglés y a través de sus aplicaciones manejar mejor mis negocios, profundizar mis conocimientos científicos, y abrirme a nuevas realidades. Pero mi obsesión mayor no va por ahí.
Mis entusiasmos y angustias son otros. Los especialistas aseguran que hacia el 2050 en muchos aspectos el español le habrá ganado la mano al inglés. Para quienes hacen caudal de esto vayan nuestros calurosos aplausos.
Lo que a mi me preocupa es el español que no se habla. Los millones de habitantes que no tienen otra lengua que el español y que carecen de toda posibilidad de contactarse con la fabulosa trama de su propia lengua. Aquellos que están más cerca del silencio que de la palabra. Todos esos seres, fraternos, hermanos, desvalidos, que sienten aun el castellano como una barrera entre su intimidad y su expresión.
Educados por sistemas que aspiran fundamentalmente a producir seres serviles a un proyecto de infinito progreso cuyo ídolo es la técnica, a través de la escuela y los medios de comunicación les entregan un reducido manojo de palabras, en todo semejante a la dieta de agua y pan que se le entrega a un prisionero en el calabozo.
Esto seres son alejados de la lectura, pues leer es un patinar sobre un pista de palabras españolas que les son tan ajenas como el agua al desierto. La espontaneidad callejera y los medios reproducen esa carencia hasta la ignominia. Los gobiernos de América Latina defienden con ahínco sus fronteras de eventuales enemigos militares, pero entregan el aire de la patria, y sus niños, a la más destemplada indefensión cultural. Es poco patriótico, para usar un término que le gusta a políticos, militares, y agentes de prensa, entregar a la población masivamente a una reducción del mundo como la que ofrece la escuela formal con sus currículos cada vez más escuetos de Humanidades y la que nos concede la gran red pública de entretención televisiva, donde todo lo que se calla es infinitamente más rico que lo poco que se dice.
El español es una maravilla y debe brillar en todo su esplendor sin sujetarse a las modas que lo quieren hacer instrumental a propósitos tecnológicos o políticos. Allí está esa magnífica literatura medieval, clásica, romántica, realista, existencial, que se nos ofrece con su magnífico y sonoro cromatismo incitándonos a tocar todas las teclas del piano, no sólo balbuceantes las negras.
La educación —y pido perdón a las autoridades, gobiernos, eruditos y especialistas que aquí y allá pueden haber abierto ya caminos luminosos— no ha sabido ni querido fundir la tradición con la novedad, lo clásico con los espontáneo. Todo lo que no es actual —y violento— es visto como tedio antes que como fundamento.
El lenguaje de los bien educados tiene en cada país de América Latina un código, cierto tonito suficiente y mandón, un aire de soberbia, de ostentación de poder. El español del pobremente educado, ese que le sirve apenas para balbucear un «gracias, señor» por la limosna que se le ofrece, es dubitativo, de dientes mordidos, de finales de frases mutilados, de ilógicos circunloquios de sinsentidos.
En Chile, muchas veces en debates de temas de alta importancia para la gente pobre, el presidente culto de una mesa ofrece la palabra a un hombre o una mujer común, y estos, pálidos, casi al borde del desmayo, descubren que es su hora de hablar y que las palabras no acuden a la boca.
Es habitual que su primera línea sea: «Es decir…».
Antes de que haya dicho nada ya hay una corrección inhibitoria que será el comienzo de un merodear por formulaciones que lo alejarán de formular sus deseos y necesidades y concluirá con que el vehículo de comunicación, nuestro español, es un bien que pertenece más a unos que a otros.
Toda mi vida, y a lo largo de mi literatura, he sido partidario de la creación e innovación del lenguaje recibido. Me fascinan los abruptos cambios generacionales, cuando distintos grupos expandidos por el universo de la lengua la juegan, la revuelven, la estigmatizan, la provocan, la adoran negándola, la satirizan mostrando cómo puede ser el instrumento privilegiado de un poder que suele unir el lenguaje con la violencia.
En la poesía chilena hubo muchos y variados matizadores de la lengua que creando imágenes con el español como inspiración y expresión lo engrandecieron. A veces la novedad de la retórica era amplia y totalizadora como en Neruda; a ratos recia e íntima como en Gabriela Mistral; subversiva y dislocada como en Huidobro; tenue y mínima como en Teillier, burlesca y ríspida como en Nicanor Parra. Pero en todos ellos había una culta apropiación de la historia literaria que heredaban, acuñaban su originalidad en las forjas de la tradición, soltaban la luz quebrando la bombilla. El libro fundacional de Parra se llamó Poema y antipoemas. Hoy el autor de Chillán acumula fama y adláteres por la parte antipoética de su creación. Ahora que en España se ha publicado el primer volumen de sus obras completas, los invito a revisar en el libro mencionado los textos convencionales y a que me cuenten luego si la emoción que producen no se emparenta con la que provoca la más alta lírica universal.
Los escritores hacen su trabajo, las grandes organizaciones del idioma como la Real Academia y el Instituto Cervantes el suyo. Desde los autores clásicos hasta los vanguardistas y desde el rigor del léxico hasta los barbarismo expresivos las palabras están en diligentes manos y mentes especialistas.
Pero en la vida desbordada de las tristes escuelas, el prurito de la novedad, y el lenguaje del chascarro ha entronizado su reino. Parco. Pocas palabras escupidas con el tono fanfarrón de los guasones, la impericia labial de los flojos, la tolerancia cínica de maestros mal pagados a quienes la indiferencia termina ganándole la batalla a las ganas.
Pocos ponen en práctica la gran prestidigitación: insuflar la tradición expresada en el español con la energía de la espontaneidad de nuestras vidas, y recorrer simultáneamente el camino de vuelta; hacer que los textos clásicos iluminen y le den ilusiones de sentido a la intensa fugacidad de nuestras vidas.
Admito que escribo herido por una pavorosa reducción del español que tiene a los chilenos presos de una muletilla fatal y feroz derivada del inglés. Cada vez que un chileno hace una afirmación cualquiera, interroga a su interlocutor con el siguiente crimen: «Cachái?». Por ejemplo:«Lo que pasa es que yo soy muy suspicaz, ¿cachái?».
Usarlo es una señal de modernidad, de espontaneidad, de estar hablando el lenguaje de la tribu. Cachái vendría del inglés to catch, ‘agarrar’, es decir, «¿me comprendes», «¿agarras lo que te digo?». Basta esta palabra como contraseña para estar sintonizado.
Los chilenos se cachan entre ellos. Se revuelcan felices en un clave banal. El espléndido repertorio del español se lo meten por la r…
Resumamos.
El español lengua de comunicación universal.
Perfecto. Glorioso. Bello.
El español robándole las uvas al inglés. Innecesario pero simpático.
Pero el español que se expande, amigos del alma, puede no ser el de Cervantes, ni el de Ortega, ni el de García Lorca, ni el de César Antonio Molina.
El español puede ser el españolito, aquel que no puede expresar grandes ideas porque a la gente le han birlado las palabras. Aquello que no es banal ni traficado en el vocabulario elemental de la escuela o la televisión tenderá a no existir. O a existir muy poquito.
El arco voltaico entre la gran lengua de los libros y el vivaz lenguaje de la calle está disuelto en la penumbra. No hay política cultural que lo haya abordado. Los medios abominan de los libros, de las imágenes complejas. Desean y han conseguido glotones de banalidades, fabricantes de reducciones, velocistas del lugar común.
Gran tema para los políticos que deben velar por la salud cultural de sus países. Pero los políticos andan en otra, ¿cachái?
Da entre soponcio y melancolía habitar en el país donde se inspiraron y escribieron Pablo Neruda y Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y José Donoso, Violeta Parra y Alonso de Ercilla e informarse que en la prueba internacional PISA que se realiza para evaluar las capacidades de los alumnos de la escuela secundaria el 20 por ciento de los adolescentes no alcanza el nivel básico de comprensión lectora, y el 28 por ciento se encuentra cerca del nivel mínimo.
El desastre no culmina en la escuela. Sembraste pobreza y recoges miseria.
Según la encuesta IALS (International Adult Literacy Survey) que fue aplicada en veinte naciones a profesionales entre veinticinco y sesenta y cuatro años, Chile se ubicó en el último lugar de la lista con un deficiente grado de comprensión de lectura. ¿Cachái? Es decir, no cacharon ná.
Hace unos años un crítico fanfarrón criticó en Londres el lenguaje de una puesta en escena de Romeo y Julieta: «Hoy los jóvenes no hablan como esos personajes».
El director levantó la ceja muy a lo Óscar Wilde y replicó: «They would, if they could», o traduciendo al director inglés: «Lo harían, si pudieran».