El idioma español es hoy mucho más que la lengua de los hispanoparlantes. Se está transformando en una herramienta de comunicación planetaria. Catorce millones de estudiantes buscan acceder a su conocimiento, como lengua extranjera, en todo el mundo. Son seis millones los estudiantes de castellano en los Estados Unidos. Un millón en el Reino Unido. Dos millones en Francia. Medio millón en Alemania. En África, más de medio millón de personas aprende lengua y cultura en español en países tan remotos como Burkina Faso y Tanzania. En Senegal hay más de cien mil estudiantes de español. En Costa de Marfil, suman doscientos treinta y cinco mil. Próximamente, el Instituto Cervantes abrirá una sede en Nueva Delhi. Podríamos proseguir la enumeración. Pero lo dicho basta para advertir lo que importa. Se han multiplicado a lo largo y a lo ancho de la Tierra quienes no proviniendo de nuestro idioma buscan hacer de él un territorio propio.
A la satisfacción suscitada por lo dicho, cabe añadir una pregunta: ¿qué significa pensar en español? Con esta pregunta apunto a una responsabilidad ética y filosófica. ¿Qué significa pensar en español en el orden de la técnica, la ciencia y la diplomacia, por ejemplo? No voy a referirme aquí a los aportes estrictamente profesionales que en estos tres órdenes realizan y pueden realizar los expertos que entronquen su formación en la cultura hispanoamericana. Dejo sentado, no obstante, que sin ese aporte no será posible ganar el protagonismo que demanda el desarrollo indispensable de nuestras naciones. Voy a referirme a otra cosa. Lo haré de conformidad con mi propia inscripción vocacional en el campo de la filosofía y la literatura. Quiero referirme al desafío de pensar en español la dirección seguida por el mundo en que vivimos en estos tres terrenos: el de la ciencia, el de la técnica y el de las relaciones internacionales.
¿Estamos trabajando por el porvenir de nuestra especie? ¿Hay compatibilidad entre ética y conocimiento? ¿El progreso objetivo, connota progreso subjetivo? ¿Qué futuro tiene el Homo sapiens? Estas son tan solo algunas preguntas que es indispensable pensar también en español. Ellas deben encontrar en el marco de nuestra aptitud expresiva la posibilidad de configurarse como lo que son: una problemática insoslayable. Se trata de ir más allá de los menesteres estrictamente especializados que competen al quehacer de cada área, en ciencia, en técnica y en diplomacia. Es imprescindible elaborar una visión del presente y el futuro en los que aspiramos a vivir sin resignación y sin claudicaciones morales.
Los riesgos que la globalización actualmente evidencia, resultan, en gran medida, del hecho que su concepción ha quedado en manos de expertos. Y los expertos suelen buscar la eficacia desentendiéndose de la ética, disociándola de ella y muchas veces menoscabándola. No es que no sepan lo que hacen sino que no suelen saber otra cosa que lo que hacen. Y esa otra cosa, tal como yo la entiendo, remite al problema de los valores éticos y el sentido solidario que no debe disociarse de ningún emprendimiento gnoseológico o productivo, si aspiramos a reconocernos como seres de diálogo en nuestras iniciativas.
Una concepción enajenada del progreso nos ha conducido hasta el umbral donde se inicia la agonía del planeta. Así lo prueba la patología climatológica que hoy cunde por todas partes, el envilecimiento de vidas humanas condenadas a la marginación y la muerte, el exterminio de incontables especies, que muchas veces parece preanunciar el de la nuestra, la confrontación entre fundamentalismos de toda laya y el hedonismo en que hoy parece consumirse la civilización occidental.
Tres son los desafíos del presente que abordaré a seguir. Creo que ellos proponen cuestiones que no deberían estar ausentes en la teoría y la práctica de la ciencia, la técnica y la diplomacia en idioma español.
Ser humano significó, durante centenares de miles de años, abrirle a la cultura un lugar en la naturaleza. El hombre, en tal sentido, se hizo hombre reduciendo el protagonismo de la naturaleza a favor del protagonismo de la cultura. Hoy ya no es así. Hoy es la naturaleza la que reclama lugar en el mundo de la cultura. Hoy es la naturaleza la que se encuentra acorralada por el hombre. Hoy es ella la que paga lo que al parecer entendemos por civilización. Es imposible volver atrás. ¿Pero qué significa avanzar sabiendo lo que pasa? ¿Es tan solo nuestro entorno el que se extingue? ¿La contaminación de los ríos, del aire, la polución sonora, la concentración urbana, no hablan acaso de la agonía simultánea del hombre? Somos también lo que excede nuestra piel. Muy duramente estamos aprendiendo a descubrirlo. Empezamos a advertir que el cuerpo humano es un todo con cuanto lo rodea, como lo es con su propio alma. Redescubrimiento lento e indispensable de aquella antigua verdad que Heráclito de Efeso anunció con cegadora claridad, razón por la cual lo llamaron «El Oscuro». Solo un hondo replanteo en torno a nuestra identidad puede llevarnos a un cambio en esta materia. Replanteo que debemos contribuir a efectuar quienes hablamos y pensamos en español.
Nuestra situación, a este respecto, es, se diría, la opuesta a aquella en la que se encontraba Europa Occidental en la Alta Edad Media. A la visceral fragmentación geopolítica que por entonces distinguía al Viejo Mundo bajo el nombre de feudalismo, se contraponía una cosmovisión unívoca, abarcadora, totalizante: la cristiana. Ella, hundiendo sus raíces en la tradición hebrea y griega, buscó integrar lo desintegrado por obra de la caída del Imperio romano en un conjunto espiritualmente armonioso y políticamente orientador. Hoy nuestra situación es, como decía, la opuesta. Se ha producido una creciente interdependencia en el orden geopolítico. Pero a la vez, como resulta evidente, una estremecedora segmentación del saber en áreas, campos y subterritorios que nos hablan de una creciente especialización. Paralelamente, carecemos de una visión integradora, de una cosmovisión, capaz de arrebañar lo disperso, de orquestar lo dividido. Contamos, no hay duda, con facultades. Pero carecemos de universidades. Es decir de centros capaces de enseñar a concebir las partes como partes de un todo. Nuestros facultados no son, en sentido estricto, universitarios, hombres y mujeres dotados de la indispensable visión integradora que nos permita enfrentar el porvenir conjugando lo particular con lo general. Debemos contribuir a llevar a cabo este replanteo quienes hablamos y pensamos en español.
Ya lo anticipé al comienzo de estas reflexiones: el orden objetivo en el que tanto hemos progresado no ha redundado en un fortalecimiento cabal de la subjetividad. Contamos hoy, y ello ante todo en el Occidente desarrollado, con más consumidores que ciudadanos. Los objetos son el espejo bruñido donde los hombres buscan reconocer sus facciones. Las ciencias físicomatemáticas mucho contribuyeron, a principios del siglo xx, a replantear qué deberíamos entender por progreso. Ellas nos enseñaron (aún cuando no parezcamos estar dispuestos a terminar de aprenderlo) que el auténtico progreso no sólo connota la resolución de un problema, sino también la simultánea aparición de otro que sólo se hace evidente gracias a esa resolución. No hay entonces progreso donde los problemas se exterminan sino donde se renuevan. Las naciones auténticamente interesantes no son, pues, las que carecen de problemas sino las que periódicamente los renuevan. Y solo estas merecen el nombre de progresistas. Un hombre sin problemas es, lo sepa o no, un difunto. No menos difuntas están las naciones que se jactan de haberse convertido en paraísos terrenales, como suelen proponerlo todos los totalitarismos. Las antiguas divinidades que poblaban los cielos se han visto desplazadas por las nuevas de cuya promoción se encarga la tecnocracia. Sin ciencia y sin técnica, ya no podemos vivir. Pero la idolatría de lo técnico y de lo científico, el empeño en sustituir lo metafórico por lo cuantitativo, lo real por lo virtual, la alusión por la literalidad, pueden colocarnos al borde de la extinción de la subjetividad tal como aún hoy la entendemos. Si ello es provechoso o no y en qué sentido, es cosa que cabe discutir. Así lo exigen, por lo demás el maniqueísmo imperante en el orden político, la hegemonía unilateral del imperio dominante, la presunción de que la diferencia vale menos que la uniformidad. Debemos replantearlo. Y podemos contribuir a hacerlo quienes hablamos y pensamos en español.