Dedico esta ponencia a la memoria de mi grande y admirado amigo colombiano el lingüista Ignacio Chávez.
Hace más de ciento cincuenta y nueve años se publicó en Santiago de Chile la obra más conocida de don Andrés Bello, y la que conserva mayor vigencia. Me refiero a su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. No es el momento de entrar en disquisiciones sobre la importancia y la trascendencia de este aporte maestro del humanista caraqueño, lo que por otra parte, ya han realizado a profundidad respetables filólogos de los siglos xix y xx.
El propósito de mi intervención es resaltar los nexos del pensamiento de don Andrés Bello con el tema de esta cuarta sesión plenaria «Unidad en la diversidad lingüística», con el Diccionario panhispánico de dudas, y con otro importantísimo repertorio léxico, el Diccionario de americanismos, actualmente en proceso de elaboración por las veintidós Academias de nuestro idioma.
Pese a sus fallas, por lo demás explicables en la primera edición de una obra de este género, el novísimo Diccionario panhispánico de dudas ha suscitadogran interés en los países hispanohablantes, en los que ha sido muy apreciado, particularmente en aquellos sectores de nuestras comunidades interesados en despejar las dudas que con alguna frecuencia preocupan a los usuarios, con respecto al sentido que debe considerarse correcto, la ortografía y la acentuación de ciertos vocablos que suelen prestarse a incertidumbre, bien porque son neologismos, o bien porque se trata de voces cuyo significado y pronunciación varían de unos países a otros.
El primero y tal vez el mayor problema de los lexicógrafos que acometieron la empresa del Diccionario panhispánico de dudas, cuya solución necesariamente tenía que ser previa a la elaboración de la obra, era determinar el criterio de corrección que debía adoptarse, o, dicho de manera, si debía predominar la norma del español peninsular y hasta dónde era aceptable el uso de las variantes hispanoamericanas.
Llevada esta disquisición a ejemplos concretos, equivaldría a pronunciarse sobre la corrección o incorrección de vocablos como celular, computadora, video, o ponerse bravo, como es de uso en Venezuela y otros países hispanoamericanos, o móvil, ordenador, vídeo, o enojarse, como es usual en España.
En casos como estos, y en muchos otros, tradicionalmente se había venido tomando como norma el habla de la Península, por su categoría de lengua madre, sin concederle importancia al hecho de que los descendientes de españoles diseminados por el Nuevo Mundo, habían ido mestizando y enriqueciendo aquella herencia lingüística primordial traída por los descubridores, para adaptarla a las nuevas necesidades expresivas en cada una de las regiones americanas y caribeñas insulares, donde se recibieron y asimilaron los aportes de lenguas indígenas y los provenientes de algunas zonas occidentales del continente africano.
Otro factor, de orden numérico, poco tomado en cuenta hasta no hace mucho, se relaciona con el hecho de que los pueblos que hablamos español en el continente americano y en el Caribe fuimos creciendo demográficamente. Se calcula que los hispanohablantes de ambas orillas del Atlántico hoy somos unos cuatrocientos millones, lo que nos sitúa la cabeza de las lenguas del mundo, junto al chino y al inglés. De estos cuatrocientos millones, ochenta son españoles y cuatrocientos veinte somos hispanoamericanos.
La consideración y el análisis sereno de esta realidad demográfica, que es también política y económica, por obra de mentalidades académicas modernas, inspiró la conveniencia de superar la a posición tradicional conservadora y anacrónica, y plantear un nuevo y ecuánime criterio, según el cual no se podía continuar avalando que una minoría de los usuarios de la lengua española, por castiza que fuese, continuase abrogándose el privilegio de fijar la norma de corrección idiomática, a una mayoría, no menos calificada, y que por tanto, lo realista y lo justo era que las academias de la lengua española, participasen por igual, como lo venían haciendo con el Diccionario de la Real Academia Española, en la elaboración de un diccionario de dudas, que así haría honor, como en efecto lo hace, a su nombre de «panhispánico».
Cabe aquí una anécdota ilustrativa de la situación antes descrita. Don Santiago Key Ayala, miembro prominente de la Academia Venezolana de la Lengua y de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, escritor de castiza y excelente prosa, fallecido a mediados del siglo xx, se quejaba de que no había manera de que los linotipistas y correctores de imprentas españolas se abstuviesen de enmendar la ortografía de los textos de autores venezolanos, por cuanto con la mejor buena fe, tomaban la iniciativa de modificar lo que consideraban erróneo, o lo que desconocía el español peninsular. Era así —me contaba don Santiago— que no había párrafo donde apareciese el sustantivo bucare (voz indígena que designa un árbol tropical del género Erythrina), que los buenos linotipistas y correctores no ejerciesen su celo, y sustituyesen la voz indígena bucare por la mozárabe búcaro, que significa ‘vasija fabricada con arcilla rojiza’, y también ‘florero’, y que, por supuesto, adulteraba el sentido de la frase hasta hacerlo incomprensible.
Haber entendido y aceptado que existían variantes léxicas y fonéticas en el habla hispano-americana a las que era justo y necesario reconocer como legítimas, fue un gran paso de avance. En este orden, considero de justicia mencionar con mucha satisfacción a D. Víctor García de la Concha, entusiasta y dinámico director de la Real Academia Española y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española, y reconocer a quienes lo acompañan, como D. Humberto López Morales, de la Academia Puertorriqueña de la Lengua, secretario de la Asociación de Academias, a autoridades como el prestigioso gramático don Ignacio Bosque, y a muchos otros que sería especioso mencionar, eficaces abanderados y dirigentes de los esfuerzos por alcanzar una auténtica e indisoluble integración lingüística panhispánica.
Dentro de esta orientación que recoge y reivindica las variantes del uso del español en las distintas regiones lingüísticas de la América hispana y del Caribe insular, se está elaborando el Diccionario de americanismos, obra monumental que desde México hasta la Patagonia, pasando por las islas del Caribe, contendrá el registro léxico de la rica contribución del español continental y del español caribeño al sistema de la lengua española.
Como se sabe, no es el primer diccionario de este género, pero sí es el primero que reúne la experiencia y los conocimientos de las Academias de Lengua Española asociadas en un proyecto de interés común, que ampliará considerablemente las fronteras de esa magna patria que es la lengua que hablamos, ciertamente variada en sus niveles semánticos, fonéticos y léxicos, pero sólidamente unitaria en su esencialidad sintáctica.
Es aquí donde consideré pertinente traer a esta cuarta y última sesión plenaria el nombre de don Andrés Bello, a quien debemos valorar como el visionario que hace más de ciento cincuenta y nueve años expresó con claridad el derecho de los pueblos hispanoamericanos a que sus hablas fuesen consideradas tan legítimas como las de cualquiera de las provincias lingüísticas españolas.
Debemos comenzar por detenernos en el sentido expreso del título: Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. Es obvio que la intención del autor es precisar que la obra está «destinada al uso de los americanos». Pero ¿por qué sólo de los hispanoamericanos, y no de todos los hispanohablantes?
En primer lugar por el fundado temor de don Andrés Bello de que en la América, una vez independizada de España, se repitiese el mismo fenómeno europeo de la transformación de una lengua única en varias lenguas nacidas de la evolución del latín, como ocurrió al desparecer el dominio imperial de Roma. Temía don Andrés, que se produjesen «embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional».
En segundo lugar, porque en la delimitación que supone una Gramática para uso de los americanos, lo que a Bello le interesaba era garantizar la unidad y la preservación del español del Nuevo Mundo. De ahí que declarase: «No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América». El alcance de este deslinde, en modo alguno excluyente, se precisa cuando don Andrés la complementa con una declaración sobre la importancia de un mismo idioma común como vínculo de integración entre los pueblos de la América hispana. La finalidad política no está expresa, como lo había hecho don Antonio de Nebrija siglos atrás, pero sí sobrentendida: «Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes».
Con la frase «la lengua de nuestros padres», presumo que don Andrés no se refería sólo a la de nuestros ancestros peninsulares, sino también a la lengua mestizada que empleaban en el Nuevo Mundo nuestros progenitores biológicos blancos, negros y aborígenes. De aquí que defendiese el derecho de los hispanoamericanos a conservar y hacer valer sus propias formas de habla. Anticipándose más de siglo y medio al criterio que orientó la elaboración del Diccionario panhispánico de dudas, y al que marca el rumbo al actual procesamiento del Diccionario de americanismos, el genial caraqueño convalidó razonadamente los frescos y abundantes retoños americanos de la vieja y noble encina castellana.
El siguiente párrafo de nuestro Andrés Bello en el «Prólogo» a su Gramática, el cualme voy a permitir leerles, contiene la enjundia de su pensamiento americanista:
No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que en la Península pasan hoy por anticuadas y que subsisten tradicionalmente en Hispano-América ¿por qué proscribirlas? Si según la práctica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué razón hemos de preferir lo que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos, según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada.
Como no tengo la suerte de ser lingüista —lo que creo que ya se habrá notado—, recurro a un símil para expresarme conforme a mis posibilidades en relación con las ideas de don Andrés Bello sobre la unidad y la diversidad del idioma. Imagino a la sintaxis, esto es, a la construcción idiomática que tipifica y diferencia a cada idioma, como el sistema óseo del ser humano: puede ser más grande en unos y más pequeño en otros, pero siempre tendrá igual configuración y funciones idénticas en cuanto caracteriza a la especie humana. Es así como entiendo yo la unidad de una a lengua que, como ocurre con el ser humano, ofrece también un significativo índice de diversidad en ella misma. A esta diversidad la comparo con los colores de la piel, del cabello, de los ojos, variables de unas etnias a otras. En consecuencia, un ser no pertenece a la especie humana, si su configuración ósea es, por ejemplo, la de un plantígrado, un ave un reptil, o un cetáceo. Pero un ser humano no pierde su condición si su estatura es alta, mediana o chica; si el color de los ojos es azul, o verde, o castaño, o negro; o si su cabello es rubio, negro, rojizo, liso o rizado; o si su piel es aceitunada, blanca o amarillenta. Esta es la diversidad dentro de la unidad.
Con este símil, intento concluir señalando que don Andrés Bello, hace poco más de ciento cincuenta y nueve años, predicó verdades como las siguientes, que conservan toda su validez:
El mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros.
Esta alteración de la estructura del idioma es la que debe mantenernos en alerta, porque en ella se fundamenta la unidad de una lengua. La diversidad léxica es legítima, enriquecedora y deseable cuando responde a necesidades expresivas de los usuarios de cada región lingüística, o cuando se aviene con los neologismos que va requiriendo «el adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas», para decirlo con palabras del humanista caraqueño.
Con los apuntes anteriores, espero haber satisfecho el propósito de esta ponencia, que es también un homenaje a uno de los más originales y autorizados estudiosos de nuestra lengua, el venezolano don Andrés Bello, por lo que concluyo agradeciéndoles a todos y a todas su gentil y apreciada atención.