Sergio Ramírez Mercado

La lengua en que vivimosSergio Ramírez Mercado
Exvicepresidente de la República y escritor (Nicaragua)

Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua con el país por cárcel, oprimida dentro de las rejas de la comunicación y la expresión local, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero estas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  transplantado a alguna de los grandes lenguas europeos, como he leído que es el caso de Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo, y eso significa alejarse de la casa de la infancia para siempre clausurada. Dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua cortada, suprimida, extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos por el gobierno comunista. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora los enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, en Austria, o en Checoslovaquia, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años de la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua, hasta ahora, que está traducido en todas las lenguas.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. Si en cada una de las pequeñas y desvalidas parcelas centroamericanas se hablara una lengua distinta, ya no digamos en cada uno de los países del continente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades, en busca del eterno universal. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión. Al perder la palabra, perdemos la memoria, si no es que, por rara excepción, hallamos una nueva patria verbal, como en el caso de Vladimir Nabokov, o en el de Joseph Conrad, que emigraron los dos hacia el inglés, desde el ruso, que no es una lengua de escaso territorio, y el polaco, y vinieron a ser grandes estilistas de su nueva lengua, a la que hicieron más rica.

Para ser transplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, como pueden hacerlo los traductores simultáneos, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido. Existe, porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Digo todo esto, como quien se consuela con la realidad al despertar de un mal sueño, porque con el español me ocurre todo lo contrario a los padecimientos de los escritores de lenguas encerradas. Soy escritor en una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, se aposenta, sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, que gana todo el tiempo hablantes. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, y siempre me estarán oyendo, estaré oyendo el español porteño desde mi español centroamericano. Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas calientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Tengo en la boca una lengua invasiva, que no recula, y sabe entrar en mezclas nuevas porque se sabe el fruto de una permanente hibridación a través de la historia, la lengua que ya llegó cambiada a América después de siglos de recibir del árabe y el muzárabe, después de haber recibido del fenicio, del griego, del latín, y que antes había recibido también de los celtas y de los godos y los visigodos. Y cuando fue traída al Caribe por las carabelas, tuvo su primer encuentro con el taíno, y después, al expandirse hacia el centro y el norte y el sur del continente, entraría en tratos con el náhuatl, el maya, el quechua, y con cuántas lenguas aborígenes más, y luego con las lenguas de los esclavos africanos, y el francés y el holandés y el inglés corsario en el Caribe, y el italiano de las masas inmigrantes en el Río de la Plata, hasta convertirse en una nutrida amalgama que la haría a la vez irreconocible, y reconocible, una sola en su vasta y caótica diversidad.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No tenemos otro mejor, y ni siquiera posible. No somos una identidad étnica, no somos una raza, somos muchas razas. Pero somos una lengua. La lengua ladina con acentos del siglo de oro que se llevaron hacia Turquía y el Medio Oriente los judíos en su diáspora desde la Península en el siglo quince, el mismo año de 1492 del descubrimiento, y el mismo año en que los moros dejaron su último reducto de Granada, encuentra eco en la lengua arcaica acarreada por los andaluces que se repite en lo hondo de la entraña campesina de Nicaragua: «endenantes lo vide pasar con la fresca, su merced, y agora lo tengo otra vez frente a estos mis ojos». Porque la lengua española es eso, estratos geológicos superpuestos, vocablos escondidos que la retienen en sus fuentes primigenias, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología.

Vuelvo a mi misma vanidad de antes. Me expreso en la lengua que hablan quinientos millones de seres. Es una lengua de uso común, que sirve para comunicar necesidades y crear vínculos sociales y económicos de manera constante, un gran mercado común de la lengua a través del continente, y desde allí, desde sus múltiples puertos, en viaje de ida y vuelta a la Península, de donde vino. Pero es también, y su invulnerabilidad tiene mucho que ver con ello, una lengua literaria que alguna vez será lengua tecnológica sin dejar de ser literaria. Una de las grandes lenguas literarias de la humanidad. No puedo sentirme solo, por tanto, no tengo mi lengua por cárcel, sino como el reino sin limites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Asturias, de Sor Juana a Javier Villaurrutia y  Carlos Fuentes, del Inca Garcilaso a César Vallejo y a Vargas Llosa. Ese es el símbolo de la identidad buscada. Nuestra lengua, nutrida desde muchas vertientes, y una mezcla portentosa también, que viene a ser un instrumento no sólo de comunicación entre grandes distancias, y entre millones de seres, sino también una lengua de invención. Una lengua de miles de escritores, y la lengua que se transforman todos los días en lugares remotos entre sí, y que avanza como un alud hacia el norte del continente, traspasando las fronteras y conservando su capacidad agresiva de transformarse.

Es nuestra lengua mojada, la que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, clandestina y hacinada en los vagones de los ferrocarriles que atraviesan la frontera, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos, palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, ellos mismos la usan en español. Viene desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar nado desde Guatemala hacia México, una de sus estaciones dramáticas, y siempre acosada a lo largo de su marcha hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva.

Nace todos los días, se acomoda todos los días, se nutre, se aclimata, camina. Nace del habla popular que cambia cada vez en territorios y fronteras distantes, el español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el del las alturas de Machu Pichu y el de las tierras calientes del Guayma, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada de volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los texmex del Paso, San Antonio, Amarillo, el de los chicanos de Yuma,  Phoenix, Alburquerque, el español de la Nueva Orleáns de los hondureños dejados en las costas de Lousiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños ardidos de patria en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de Nueva York cantado por dominicanos y portorriqueños, donde se habla desde hace tiempos el neorican. Un lengua que crece pero no se divide, se hace diversa pero no cercena su cordón umbilical, una lingua franca que no amenaza fraccionarse, como le pasó al latín, sino ampararse en su propia fortaleza que es su  pasmosa y elástica diversidad.

En ningún otro momento como ahora la lengua castellana ha sufrido tantos cambios porque está sometida a amplios traspasos culturales determinados por la globalización, y porque es cada vez más territorio de los jóvenes, en la medida en que las cifras de población dan a los jóvenes la absoluta primacía, lo que la hace más viva y enérgica, y porque es una lengua que viaja como nunca antes. Esa lengua mojada sufrida y clandestina que crea sus propios ámbitos de acción al territorio donde llega, y que al expresarse en términos literarios toma en cuenta su nuevo paisaje social, y por tanto, su nueva carga semántica.

La lengua en que vivimos. La lengua que siempre está atravesando fronteras, clandestina entre clandestinos, seguirá siendo la misma lengua híbrida, la que vino desde el latín y el muzárabe, y vendrá luego también del inglés en el territorio conquistado de Estados Unidos. Un nuevo español más allá del río Bravo, donde marqueta por mercado, grosería por grossery, tuna por atún, soques por calcetines, sopa por jabón, carpeta por alfombra, tendrá un día carta de legitimidad en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. No hay remedio.