El español, lengua de comunicación universalManfredo Kempff Suárez
Diplomático, escritor y académico boliviano

Cuando don Quijote cabalgue montado en su jamelgo por China —que no pasará mucho tiempo— entonces habrá llegado la universalidad del idioma español. Los chinos recibirán gustosos al Quijote, a quien muchos ya conocen, como lo han recibido desde hace siglos y se han deleitado con él, en Hispanoamérica, Europa, Estados Unidos y muchos otros pueblos que casi lo han adoptado como propio. Sancho, fiel a su señor, irá cabalgando a la zaga y se sorprenderá de que su enfebrecido caballero lo lleve hasta aquellos parajes tan lejanos, de gentes extrañas, de costumbres que no son cristianas, pero que son personas risueñas, amables y con humor.

Con las comunicaciones actuales, a través del Internet, la televisión, el cine, y, sobre todo, los negocios, no podríamos extrañarnos de que, en una o dos décadas, el español se lo pueda comprender bastante mejor en las naciones asiáticas, como, recíprocamente, en España e Hispanoamérica.

Son muchas las formas en las que las fronteras del idioma español se abrieron, pero sin duda que los viajes a las Indias, la labor ecuménica de la Iglesia Católica, la conquista y colonización de América, y las letras castellanas a uno y otro lado del océano, hicieron que España e Iberoamérica hubieran sembrado esa simiente, que, dentro de su diversidad, ha hecho que a principios de este siglo hablen nuestro idioma 400 millones de habitantes o más. Si solamente en México hablan español —con sus infinitos modismos incluidos— 80 millones de personas, y en Colombia y Argentina lo hablan casi tantos como en España, ¿por qué extrañarnos, por ejemplo, de que 23 millones de norteamericanos —o que viven en Estados Unidos— lo hablen también? Otras fuentes mencionan que allí, en la nación del norte, donde convergen todas las razas, habría 34 millones de hispanoparlantes, lo que representaría casi el 20 % de su población. ¿Una exageración? ¡Sea! ¿Pero por qué no confiar en que esta centuria que comienza no resulte el siglo de nuestra lengua?

Nos preguntamos cómo es posible que el idioma que hablamos se haya convertido en un nexo cultural entre 400 millones de hispanohablantes. Son, sin duda, los múltiples poderes de la lengua, que provocan encuentros en cualquier lugar, y que ganan espacios formidables. No sólo España ha salido a sembrar su idioma a lejanas latitudes, sino que alemanes, ingleses, franceses, escandinavos, se trasladan anualmente a España e Iberoamérica, en viajes de negocios o de placer, y se identifican con la más importante lengua románica. Y eso está sucediendo con Estados Unidos, que, cuando transcurran los años, podríamos afirmar con optimismo franco, existirá un continente íntegro que entenderá y hablará español. Nos referimos, además, al continente más poderoso del planeta, en casi un siglo, donde la población hispana, la Unión, representa la mayor tasa de crecimiento de todas sus minorías. Estamos hablando nada menos que del 12 % del total de su población.

Si la historia del idioma español comienza con el latín vulgar del Imperio Romano, para que luego se convirtiera —como ya lo es— en una lengua de comunicación universal, debieron de pasar siglos en que el idioma no se unificaba; porque el español no era uno, sino varios idiomas. Hasta que el castellano se fue imponiendo a localismos, y de una lengua medieval, muy rica, se fue convirtiendo, poco a poco, en lo que es hoy. En España tenemos el catalán, el vasco, el gallego, y muchos idiomas más, pero el castellano —aquello que llamamos el español— es el idioma románico que adoptamos los hispanoamericanos y el resto del mundo hispanoparlante como la «lengua histórica».

Coincidentemente con el año del Descubrimiento, en 1492, ya Antonio de Nebrija publicaba su Gramática de la Lengua Castellana, que también coincidiendo con el Descubrimiento, estuvo bajo el patrocinio de Isabel I de Castilla. «… reduzir en artificio este nuestro lenguaje castellano, para que lo que agora e de aquí adelante en él se escriviere pueda quedar un tenor, i estenderse en toda la duración de los tiempos que están por venir». Esa fue la sentencia sabia que las épocas han tenido que respetar.

Y muchos años después, cuando en 1714 se funda la Real Academia Española , reinando Felipe V, concede —según cita el académico Gregorio Salvador—1 el privilegio de «trabajar en común a cultivar y fijar voces y vocablos de la lengua castellana, en su mayor propiedad, elegancia y pureza». Esa ha sido la responsabilidad que ha conducido con trabajo, amor, y acierto, la Academia y sus correspondientes hispanoamericanas, porque es innegable que América fue fundamental en la preocupación por preservar la unidad lingüística al decir de Gregorio Salvador, y «acabó, poco a poco con los cismas ortográficos y encontró en las normas académicas la única solución aceptable por generalmente aceptada». Existe, entonces, un condominio en la lengua española y ya no se discute que es de todos —españoles e iberoamericanos— bien o mal hablada.

Después del III Congreso Internacional de la Lengua celebrado en Rosario, Argentina, leí una nota de Fran Araújo, en la que se extendía sobre el tema que nos ocupa hoy. Comenzaba citando al presidente de la Academia Argentina de la Lengua, Pedro Luis Barcia, en sentido de que la lengua española —suma de todas las maneras de hablarla— es de todos y que nadie puede «declararse poseedor de una pureza que pueda imponerle al resto». «La soberanía reside en el uso que los hablantes hacen de la lengua», decía Barcia. Y claro, si nuestro tema es «El español, lengua de comunicación universal», cómo no vamos a concordar con Barcia y Araújo, expresando que la lengua es un bien común, es algo que nos pertenece a todos, pero que, «posibilita la educación, la comunicación, la negociación, y toda relación humana en la que se hace puente la palabra».

Si ahora podemos visitar 24 países que hablan exactamente igual o que no generan problemas serios de comprensión, quiere decir que la comunicación, a través del español, se ha robustecido notablemente, y que, además, es una lengua con la que aparte de disfrutarla hablándola y leyéndola, también se puede hacer negocios en todas partes, lo que para otros es más importante que para los muchos de los que estamos aquí tan preocupados por el futuro de nuestro idioma.

Si nos empeñamos en que el español sea y se mantenga como una lengua de comunicación universal, se debe continuar insistiendo en el papel fundamental que deben tener los medios de comunicación de habla hispana. Si como se afirma, el 95 % de los términos utilizados en los noticiarios de los principales países de habla española, son comunes, quiere decir que hay una unidad plena, que difícilmente puede cambiar, y que la globalización y el Internet, donde el español está muy bien ubicado con aciertos y defectos, han jugado un papel importante en todo esto.

Gracias a aspectos tan decisivos, la literatura en lengua hispana se ha extendido también, han crecido inmensamente sus editoriales, han aumentado sus ediciones, se ha superado su calidad, con las enormes ventajas que esto significa para la mejor comprensión del lenguaje. Claro, que, asimismo, se ha producido un lenguaje más limpio y puro que el que a menudo recibimos desde la prensa televisiva y radial. Porque hay que ver cómo algunos medios de comunicación —sobre todo en lo que hace a mi experiencia— agreden y ofenden el idioma, aun cuando hemos dicho que cada nación habla el español a su modo y que así lo hemos aceptado todos. El empobrecimiento del idioma es, sin embargo, una realidad inquietante, pese a su creciente uso, y ahí, tal vez, está una de las tareas más difíciles de las academias española e iberoamericanas: tratar de conseguir limpiar el idioma que es maltratado, sin motivo, utilizando términos poco adecuados y dejando de lado el bien decir y la belleza de la expresión idiomática.

Bolivia, país indígena y mestizo, con idiomas y dialectos variados —donde imperan el aymara y el quechua— ha llegado a que la inmensa mayoría de su población hable el castellano. Los niños y niñas del campo acuden a las escuelas para integrarse, en cuanto les es posible, a la vida de las ciudades a través del idioma español, que, además de ofrecerles oportunidades de trabajo, les ofrece una situación que les permite el ingreso a centros de estudio universitarios y luego a plazas laborales en la Administración pública. Con la escasa población que existe en Bolivia —como en algunos de nuestros vecinos— el aprendizaje del español se convierte en la integración de minorías étnicas que, además de su idioma nativo, se incorporan a esta lengua que surge con fuerza y que otorga oportunidades.

Sin embargo, desde hace algunos años, se ha iniciado una corriente que pone distancias con lo hispano. No es algo concretamente contra lo español, que en 500 años de presencia en el ex Alto Perú, ha impuesto sus costumbres y su cultura, sino que se trata de un intento populista de recuperar aspectos de las antiguas civilizaciones andinas y, en ese sentido, ha chocado con el idioma de Cervantes, repetimos, el más hablado con mucha ventaja en Bolivia.

Sobre este asunto que preocupa, hay que tomar en cuenta una vez más a Gregorio Salvador en su trabajo sobre Política Lingüística, cuando afirma algo que es indiscutible: «Hay lenguas en el mundo que sirven para entenderse apenas con mil personas y otras usadas por medio millón o por cinco millones o por trescientos millones. Hay lenguas sin libros y lenguas con libros, con más libros, con menos libros o con apenas libros. Así pues, lo mismo como instrumentos de comunicación que como vehículos de cultura, sus respectivos valores son perfectamente mensurables. Y a esa realidad es a la que deberían atenerse los políticos y no a fantasmagorías y creencias, a falsos igualitarismos indefendibles. Porque el igualitarismo es doctrina aplicable a los hombres, pero no en absoluto a los idiomas, que solo son cosas, instrumentos». Y dice a continuación: «Habrá que afirmar de una vez por todas que no hay lenguas opresoras y lenguas oprimidas, sino tan solo hablantes de una lengua que han podido oprimir los usuarios de otra. En un sentido estricto, los idiomas no luchan entre sí; la guerra es afición de los hombres, no asunto de las lenguas».

Esta reflexión lógica e indiscutible es muy importante para comprender el problema que se está presentando en algunas naciones andinas como mi país, donde nuevos vientos de la política reprochan al castellano como a una lengua opresora, como reprochan a los hombres que la hablaban y la hablan. Un ejemplo elocuente: un ministro de Trabajo ha dispuesto que, en el plazo de dos años, no debería existir ningún empleado público en Bolivia que no hable quechua o aymara, además del español. Podrán ejercer cargos públicos también los que hablen otras lenguas nativas. Parece que tuviera lógica si los idiomas o dialectos fueran resultado de una nación realmente bilingüe. Pero se presenta el caso de que, fuera del quechua y el aymara, sólo minúsculos grupos selváticos, que todavía utilizan el arco y la flecha, hablan dialectos propios. ¿Cuántos hablan esas lenguas? ¿Mil? ¿Dos mil? ¡O tal vez quinientos! En nuestro vecino Paraguay no habría necesidad de ninguna disposición de esa naturaleza, porque siendo una nación auténticamente bilingüe, una norma de esa clase sonaría a una ridiculez.

«Las lenguas son organismos vivos que evolucionan, se enriquecen, a veces chocan, y, en no pocas ocasiones, mueren. A lo largo de la historia de la humanidad han existido miles de lenguas y literaturas, pero la mayor parte se han extinguido o se encuentran en proceso de extinción. Según el Worldwatch Institute, entre el 50 y el 90 % de las lenguas del mundo se perderán a finales de este siglo. Por cierto que si el español supera todas las cifras esperadas de aceptación, es una lengua que será siempre esencial o que llegará a tener un peso incontrastable.

Al margen de que la conquista haya sido cruel como han sido todas las guerras a lo largo de la historia, y que los vencedores se hayan impuesto sobre los vencidos naturalmente, no parece razonable que en una nación mestiza como Bolivia, aparezca este tipo de fenómeno chauvinista que ciertamente tiene, además, un fondo político de reivindicación y protesta que sólo puede ser perjudicial a la nación desde todo punto de vista.  

No parece comprensible que en vez de perfeccionar el español y promover su lectura, actualmente, exista una tendencia, un tanto velada, a dar preferencia —o una situación igualitaria— a las lenguas vernaculares. Esto se está planteando —sin mucho éxito en verdad— en las escuelas, donde los alumnos aprenden a leer y a escribir primero en quechua o aymara y luego, cuando dominan su propio idioma, dos o tres años después, en español.

Existen teorías educativas —no originadas en Bolivia— que afirman que esa es la mejor forma para que los infantes, luego, en el bachillerato, entiendan mejor el español, habiendo aprendido antes su idioma. No sabemos si las razones serán valederas porque los experimentos son recientes, pero esto está produciendo desaliento y una evidente deserción escolar, porque para los niños indígenas —y para sus padres— asistir a la escuela, les sirve, más que nada, para aprender el español. Eso es lo que impulsa a asistir a la escuela, el aprendizaje del idioma oficial del país. Esto, la práctica del español, hace que la persona cambie positivamente en el aspecto social hasta en sus propias comunidades indígenas.

El quechua y el aymara son idiomas muy importantes, que se respetan en América del Sur porque uno u otro se hablan en Bolivia, Perú, Ecuador, y el norte de Argentina. Pero es bueno repetir que si tratamos el lenguaje como comunicación universal, ambos idiomas precolombinos se han quedado fosilizados en sus regiones de origen. Son idiomas que no se han expandido. Están ausentes los libros, la literatura es escasa y las traducciones mucho más exiguas aún.

Resulta entonces que mientras buscamos en el español una lengua de comunicación universal que, como vemos, avanza inconteniblemente, hay pequeños núcleos que son esquivos a esa lengua y que por aspectos históricos y también culturales e ideológicos, anhelan mantener idiomas y dialectos que por la escasa población que los practica, no serán nunca de carácter universal y que, peor, tienden sólo a mantenerse, cuando no a desaparecer, como sucede en las zonas selváticas de Bolivia. Todo esto, cuando tantas palabras indígenas —sobre todo andinas— se han incorporado al español y son admitidas cada vez con mayor frecuencia en el Diccionario de la Lengua Española.

Sin el mínimo afán de sacrificar esas lenguas amerindias —lo que sería totalmente disparatado y salvaje— hay que protegerlas, enseñándolas, escribiéndolas, traduciéndolas, lo que no se contrapone con que el español se enseñe en todos los centros de estudio, como, por lo demás, siempre ha sucedido en Bolivia. Eso sí, habría que favorecer, simultáneamente, una instrucción mejor explicada de lo que fue la conquista y la colonia de España en América. Si el español es o será la lengua de todo un continente como hemos afirmado con optimismo en estas páginas, no habría motivo para que, en uno de los centros más importantes de lo que fue la cultura y la riqueza española en América, existieran pequeñas regiones renegadas de nuestro idioma por ignorancia, rencor, o por actitudes de naturaleza de reivindicación racial que a estas alturas no conducen a nada positivo.

En Bolivia, por ejemplo, se debería aplicar una buena parte de las conclusiones del III Congreso Internacional de la Lengua que se llevó a cabo en Rosario, donde importantes expertos y técnicos en el idioma sugieren la mejor forma de enseñar el español y de expandirlo por el mundo. Tal vez ignoro si se ha hecho algo o no en las áreas rurales que carecen de métodos y posibilidades. Pero esas formas de enseñanza podrían ser de mucho interés y sería verdaderamente penoso que esfuerzos tan grandes como las del III Congreso se diluyan, cuando en el centro mismo de lo que fue la presencia española en América, se promueven rechazos contra su idioma, que, ciertamente, son más políticos que reales. Pero es necesaria una acción que evite que tal actitud de una demagogia andinista porfiada se expanda a nuestros vecinos.

Finalmente, para concluir, estamos seguros de que no nos equivocamos al expresar que el español es ya una lengua de comunicación universal, pero que siempre hay peligros de un empobrecimiento general por la desaparición de muchos de sus términos o su poca utilización. Y esto en la propia España. Por lo tanto, hay que mantener el idioma sólido, pujante, volcando todos los esfuerzos para que no pierda vigor y continúe creciendo. Creemos, además, que para encarar estas situaciones nos hemos reunido en esta tan hermosa Cartagena de Indias, símbolo, por tantas razones, de lo que ha sido y es España en América.

Notas

  • 1. Humberto López Morales, disertación en la Universidad de Salamanca, el 6 de junio de 2003. Volver