Agradezco la invitación para participar en esta sesión plenaria del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, con un tema tan trascendente. Esta celebración es doblemente feliz para México y la Universidad Nacional Autónoma de México, ya que se ha aprovechado la ocasión para realizar un homenaje a Gabriel García Márquez, el escritor colombiano universal, cuya carrera literaria ha estado íntimamente ligada a la nación mexicana y a su universidad.
Es de todos conocido que fue en México donde García Márquez tuvo la inspiración que le llevaría a escribir, durante 18 intensos meses, la que es considerada su obra maestra, Cien años de soledad, pero poco se recuerda que años antes, en 1961, gracias a los afanes de Augusto Monterroso, en la Revista de la Universidad de México apareció por primera vez en nuestro país un texto de este gran autor, cuya obra ahora pertenece al acervo literario de la humanidad.
Monumentos artísticos como la obra de García Márquez y la de muchos otros escritores iberoamericanos: Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar… nos demuestran que es posible crear mundos complejos y maravillosos a partir de la magia de la palabra y el lenguaje. Al mismo tiempo que espejos del mundo real, sus creaciones son metáforas de la tierra que nos ha tocado compartir. En efecto, el gran espacio iberoamericano es un territorio construido, fundamentalmente, a partir del lenguaje. Y es que América, pero sobre todo la América hispana, es simultáneamente Macondo, Comala, Santa María y Zapotlán El Grande; es La región más transparente, El Aleph y La casa tomada. Es todos y el mismo hogar: una conquista de la imaginación y el lenguaje. No podía ser de otra forma si tomamos en cuenta que el origen de la idea misma de América es una invención europea, una construcción a partir del lenguaje; y que a lo largo de más de cinco siglos los habitantes de este continente nos hemos reinventado varias veces, a partir del vigor de nuestro idioma común, el español, y de la rica cultura que compartimos y hemos aportado al mundo.
Las naciones hispanoamericanas han experimentado diversos periodos de adaptación a modelos de convivencia social que han marcado su devenir histórico. El análisis de estos procesos de transformación es una herramienta útil para comprender los retos a los que nos enfrentamos hoy, como países que compartimos una misma herencia cultural, una misma lengua.
Un primer periodo se inicia con la aparición en el horizonte de la humanidad de una nueva tierra hasta entonces desconocida, de una auténtica civilización que vino a poner en crisis la concepción eurocentrista de la cultura occidental. Ahí comienza una transformación radical del concepto mismo del hombre.
En su libro La invención de América —obra fundamental del pensamiento histórico latinoamericano cuya primera edición está por cumplir medio siglo—, Edmundo O’Gorman analizó el proceso filosófico e histórico mediante el cual América fue «inventada» por los europeos. El hecho es que tuvo que pasar un buen tiempo para que el territorio con el que Cristóbal Colón se encontró, fuera considerado parte del orbis terrarum; es decir, que fuera equiparado a los territorios continentales entonces conocidos.
Aparejado a este reconocimiento de su jerarquía geográfica, América fue considerada el Nuevo Mundo no sólo en cuanto a la novedad de su hallazgo, por contraposición al Viejo Mundo conocido, sino sobre todo porque se vio en ella la posibilidad de realizar «una nueva Europa»; de implantar, en el caso de la Nueva España, un modelo civilizatorio a imagen y semejanza de la llamada «Madre Patria».
De esta manera, apunta O’Gorman, la norma de la política colonizadora «consistió en trasplantar a tierras de América la forma de vida europea». Pero el Nuevo Mundo resultó en muchos aspectos más antiguo y sabio que el Viejo Mundo. En todo caso, la política colonizadora se materializó en la exaltada implantación del catolicismo y en el establecimiento de instituciones políticas y sociales a la española, que de inmediato remarcaron su influencia y contribuyeron a la aparición de una rica gama de expresiones artísticas, urbanas y culturales.
Este esfuerzo hubiera sido impensable sin el establecimiento de una actividad fundamental: la educación a través de la universidad. La Universidad de México, creada por Cédula Real de Felipe II en 1551, jugó un papel esencial en la consolidación de la cultura española en América, como lo fueron también las universidades en Santo Domingo y San Marcos de Lima.
A través de la universidad novohispana, que era reflejo de sus pares españolas, señaladamente las de Salamanca y Alcalá, llegaron a América los principios de la filosofía aristotélica y el derecho romano, así como las esclarecedoras ideas del Renacimiento. No es exagerado decir que sin el concurso de la universidad, no podría entenderse cabalmente la gestación de la cultura en el Nuevo Mundo que lamentablemente tardó mucho en reconocer el valor de su propia cultura, la precolombina.
No obstante, el modelo civilizatorio español en América hubo de convivir con una nutrida población indígena, que en algunas regiones había alcanzado un alto grado de desarrollo. Ello obligó al replanteamiento del modelo, y a la conformación, no de una Nueva Europa trasplantada a otra tierra, sino de algo diferente: el mestizaje y el criollismo novohispano.
Concluye O’Gorman que, a pesar de todos los esfuerzos por lograr autonomía en relación con el modelo que le dio vida, el criollo novohispano fracasó en su intento por convertirse en un «nuevo Adán americano», y «sólo logró constituirse en un tipo peculiar de español, pero español, al fin y al cabo».
El criollo reclamó su derecho a ser reconocido como una frondosa rama del venerable tronco del mundo hispánico y de la cultura universal, y para ello exploró innumerables senderos de afirmación propia que lo enriquecieron y que aportó al acervo de la humanidad, con lo que Hispanoamérica, según afirmó Alfonso Reyes, «dejó de recibir solamente, para comenzar a devolver».
Vale la pena mencionar algunas de estas aportaciones: en primerísimo lugar el rescate de la historia y la cultura prehispánicas como fuente y exaltación de excelencias diversas; el abuso y la exuberancia de ciertas formas hispánicas de expresión plástica y literaria, identificadas como el barroco novohispano, cuyas cumbres encontramos en Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón; la utilización de la metáfora en el lenguaje y en todos los órdenes de la vida, y por supuesto, la contundente distinción que representa el milagro guadalupano.
El fin del periodo colonial que duró tres siglos, y el inicio de la vida independiente de las naciones americanas, cuyo bicentenario celebraremos ya muy pronto, revivió el problema del modelo civilizatorio que éstas deberían adoptar: se encontraron ante la disyuntiva de dar continuidad a una estructura caduca o adoptar un nuevo prototipo, más moderno, de convivencia social.
De nuevo, en esta encrucijada, la institución universitaria desempeñó un papel decisivo. En ella certificaron sus estudios muchos de los próceres de la Independencia continental. En sus aulas se discutió apasionadamente el rumbo que habría de tomar cada nación, y de ella abrevaron la mayoría de los dirigentes y cuadros políticos de entonces. Habían leído a los enciclopedistas franceses.
Pero los países hispanoamericanos, cada uno con sus diferentes matices, han estado influidos también por el modelo de civilización proveniente de la otra América, la anglosajona, que, aunque también tenía sus raíces en Europa, respondía a referentes culturales distintos a los que dominaron en la Nueva España durante casi 300 años.
El intento de adoptar el esquema norteamericano ha provocado desacuerdos y querellas, que en no pocos casos nos mantuvieron enfrascados en luchas intestinas que nos debilitaron y retrasaron nuestro desarrollo. En México no fue sino hasta que la facción revolucionaria más avanzada, luego del movimiento armado de 1910, instituyera un modelo sui géneris (el nacionalismo revolucionario) cuando nuevamente se buscó reafirmar la singularidad de la nación mexicana.
Hoy el paradigma predominante es conocido como globalización. Frente a ella algunos países han tendido a agruparse en bloques regionales para competir entre sí y resistir la incontenible influencia de la mayor potencia mundial de la historia de la humanidad. Cada bloque ha encontrado su propio camino de convivencia y cooperación, y algunos han sido más exitosos que otros. En opinión de muchos, el mejor modelo de integración lo constituye hoy en día la Unión Europea; pero avanza también el bloque asiático, encabezado por Japón; y apuntan con gran fuerza las nuevas potencias: China y la India.
El caso europeo es el más elocuente. Veintisiete países, con lenguas, culturas, costumbres y herencias diversas, han logrado construir un espacio común de entendimiento y cooperación. Desde luego, la convivencia no está exenta de conflictos y desacuerdos, pero han sabido establecer los mecanismos de diálogo y solución de controversias que les permiten superarlas y avanzar conjuntamente.
Si ha sido posible que se sienten a la misma mesa un alemán, un español, un húngaro, un turco, un inglés y un finlandés para llegar a acuerdos, nosotros, que hablamos el mismo idioma desde hace siglos, tenemos que ser capaces de encontrar una vía para crecer e integrarnos plenamente con base en el apoyo mutuo. Esto no está ocurriendo.
No es el propósito hacer aquí un inventario o un catálogo de los impedimentos que hemos tenido para integrar una zona común de entendimiento y cooperación. Más que resaltar las diferencias, que las hay, interesa destacar lo que nos identifica y debe servirnos como punto de partida para la integración de una Iberoamérica unida. No parece que sea un asunto menor insistir que en este largo tránsito de la historia hispanoamericana —estamos hablando de más de cinco siglos— en el que nuestras naciones han experimentado tantas transformaciones, una característica común haya permanecido incólume: nuestra lengua, el idioma español.
Y es que la lengua española representa, al menos simbólicamente, el principal instrumento de integración de América Latina, ya que constituye la simiente de nuestra riqueza cultural. Hoy el español es la tercera lengua más extendida en el mundo, con más de 330 millones de hablantes concentrados en la región iberoamericana.
Nuestros lazos históricos comunes nos ofrecen la identidad y la fortaleza para enfrentar las exigencias a las que nos obliga la globalización, que exige de los países más eficiencia en la producción, mayor competitividad, transparencia, certidumbre jurídica, respeto a los derechos, etcétera.
Lamentablemente, los gobiernos de la región, en mayor o menor grado, se encuentran más ocupados en tratar de responder a las necesidades económicas más apremiantes y se han olvidado de lo fundamental por tener que atender lo urgente. Y lo fundamental, en esta llamada «era del conocimiento», donde domina la revolución tecnológica y el intercambio libre e instantáneo de información, son la educación, la investigación y la innovación.
Las cifras son claras e incontrovertibles. Economías que hace veinticinco años eran muy modestas, han crecido sustancialmente gracias a la inversión en educación básica y superior, y en investigación científica y tecnológica. De acuerdo con el Banco Mundial, los países ricos tienen un ingreso 40 veces mayor en promedio al de las naciones más pobres, pero su gasto en educación, ciencia y tecnología es 220 veces superior.
En varios países de la región iberoamericana, las universidades públicas han visto disminuidos sus recursos presupuestales como parte de las políticas económicas neoliberales, a pesar de que las necesidades educativas aumentan dramáticamente año con año. El promedio de cobertura de la matrícula de educación superior en la región no llegan al 25 %. En la América Anglosajona es más del doble y en Europa del Norte, donde ha habido inversiones masivas del Estado en estos rubros, la cobertura llega a casi el 80 %.
Este déficit no va a compensarse con la sola participación del sector privado. A pesar de que la media regional de participación de las universidades privadas es cercana al 40 %, esta proporción parece haber alcanzado un punto de saturación acorde a la distribución del ingreso, que cada vez se distribuye más mal porque se concentra en exceso. En todo caso, el peso de la educación universitaria en América Latina sigue gravitando sobre todo en las instituciones públicas.
En gran parte de la región, la educación pública sigue siendo la única vía para que los jóvenes puedan aspirar a una mejor condición económica y laboral. Consideremos tan sólo que el desempleo global en la región latinoamericana es de 9 %; sin embargo, entre la población de 15 a 24 años, que es el rango de edad de los estudiantes para la educación media y superior, el desempleo se dispara a más del doble.
Es urgente crear sinergias entre las universidades de la región para impulsar el compromiso de los gobiernos con el desarrollo de la educación, la ciencia y la tecnología. Al mismo tiempo, es necesario impulsar activamente una vinculación más estrecha entre las universidades y las empresas, los grandes empleadores. La UNAM, la uiversidad de habla hispana más grande del mundo, ha emprendido experiencias novedosas en ese sentido. La Red de Macrouniversidades de América Latina y el Caribe, el Programa de Movilidad Estudiantil, el Espacio Común de Educación Superior y la Fundación IberoUNAM, son algunos ejemplos de ello.
La UNAM se ha esforzado también por estrechar los lazos con sus pares españolas, y ha emprendido proyectos binacionales con diversas instituciones de la península, mediante la creación de cátedras, convenios de colaboración académica e intercambio de investigadores, y construyendo puentes con fundaciones, bancos y empresas editoriales. Con España nos vinculan nexos históricos entrañables. El idioma común y la cultura compartida son los grandes instrumentos de cooperación entre Iberoamérica y Europa. La colaboración con el Instituto Cervantes, con el cual hemos estrechado lazos académicos en acciones de indudable trascendencia para la difusión del idioma español. Los acuerdos firmados recientemente en Medellín para crear el Certificado Panhispánico del Español, a fin de que los diplomas expedidos sean reconocidos como la titulación de referencia de dominio del español en todo el mundo, son una muestra inobjetable de los avances que podemos alcanzar cuando nos proponemos trabajar coordinadamente.
A nivel regional e internacional, un verdadero espacio de discusión abierta y plural lo constituye Universia, auspiciado por el Grupo Santander, que es la más exitosa y prometedora de las iniciativas que se han emprendido en el campo de la educación superior iberoamericana. Esta red universitaria de cooperación ha servido como plataforma para que, por primera vez, cerca de mil universidades, públicas y privadas, de ambos lados del Atlántico que albergan a más de nueve millones de jóvenes, podamos cohesionarnos y coordinarnos, identificar objetivos comunes, asumir retos compartidos y trabajar en la búsqueda de soluciones a los problemas de nuestras sociedades.
Pero tenemos todavía mucho por hacer. Resultará mucho más difícil si tratamos de remontar esos rezagos de manera aislada, en lugar de emprender formas creativas de cooperación y apoyo. Ejemplos como los que hemos mencionado demuestran que es posible establecer mecanismos de colaboración con objetivos comunes y bien definidos.
El devenir histórico quiso que los países hispanoamericanos compartiéramos el hemisferio con una nación vigorosa y emprendedora, admirable en muchos aspectos, pero muy cuestionable en otros tantos. Si bien es cierto que, como afirmó Alfonso Reyes, «a cultura no se puede mandar ordenar como la minuta de una comida» —pues «una nación, un conjunto de naciones, un continente, no pueden proponerse de modo unánime y premeditado cambiar los factores universales de una cultura»—, también es cierto que no podemos modificar el hecho de nuestra coexistencia geográfica. Pero sí podemos decidir si lo experimentamos como una desgracia que tenemos que padecer irremediablemente, o como una oportunidad que podemos aprovechar en beneficio de nuestros pueblos.
Hoy que la migración hacia América del Norte está convirtiendo a la población de habla hispana en una de las mayores influencias sociales en Estados Unidos, debemos reconocer que, ahora más que nunca, a las dos Américas las une un idioma y una historia en común, y que la verdadera riqueza de los intercambios entre las naciones radica precisamente en respetar y aprender de las diferencias.
Debemos asumir el compromiso de ampliar las posibilidades de nuestro hogar común americano para convertirlo en un espacio de armonía continental. Entender que las dos Américas están cada vez más próximas, reconocernos mutuamente como naciones multiétnicas y pluriculturales, hermanadas por la historia y por una lengua rica y, sobre todo, viva.
Como viva sigue la voz de uno de los más grandes poetas de nuestro idioma, el tabasqueño Carlos Pellicer, a quien se reconoce como «el poeta de América», maestro de nuestra universidad e impulsor de vocaciones literarias. Esto escribió en su «Preludio Hímnico a la América Latina», y sus palabras siguen resonando en todo el continente:
¡Tierra de los asombros!
…
No pasará este siglo
(como todos lleno de vanidades),
sin que tus Estados se unan
pues aunque ya eres una patria
todavía no estás tranquila
porque aún hay hombres que te estragan…
[…]
¡La América Latina está frente al alba!