Carlos Niño Murcia

La construcción de la casa en la lengua españolaCarlos Niño Murcia
Arquitecto y profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia (Colombia)

Primero se abrirán zanjas conforme a la planta de tres pies y medio de ancho y se macizarán de mampostería con muy buena froga, y en llegando a la superficie de la tierra se relejará el medio pie, dejándola en tres de grueso, y con este se levantará a una vara de dicha mampostería, y desde el nivel se levantarán pilares de ladrillo de mayor y menor, veinte pies distantes unos de otros, entre los cuales harán tapias averdugadas hasta el alto de seis pies.

Así reza la primera cláusula del contrato planteado en una cédula de Carlos III para la construcción de la Casa de la Moneda en Santafé de la Nueva Granada, y podemos asumirlas como el cimiento de la técnica de construir que difundiera España en sus colonias americanas. Seguir todo el documento es erigir la casa entera, son catorce ítems en los que se describe su arquitectura: cimientos, muros, puertas, ventanas, dinteles, terminados de paredes y pisos, armadura de cubierta y tejado.

«Es condición —precisa el ítem seis— que las tapias de las paredes exteriores se han de revocar con cal y costra para que no las ofendan las aguas, y los verdugos y pilares de ladrillo se han de revocar de cal blanca de costado, ansí para el adorno como para la conservación».1

En cualquier coordenada de su existencia, realiza el ser humano acciones fundamentales: busca la trascendencia y elabora cosmologías frente a la inmensidad del mundo, la fertilidad de la naturaleza, su impotencia ante las catástrofes o la ansiedad ante la muerte. Se relaciona con otros, establece comunidades y define territorios, construye su abrigo, se expresa de modo artístico y musical, se viste y adorna y, sobre todo, elabora una lengua con la que se comunica, escribe, calla o piensa. Mi oficio corresponde a uno de esos impulsos esenciales: la construcción del territorio y de la arquitectura, por tal razón trataré de abocetar lo que ha sido construir nuestro entorno como comunidad identificada en la historia bajo la lengua castellana. Dentro de ella, y en la inevitable variedad de geografías y tiempos, lo hemos hecho con influjos y paradigmas compartidos, así como con acentos o giros propios y gran creatividad.

Teotihuacán o la maloca amazónica, las catedrales de Burgos o Compostela o la del Zócalo de México, los capitolios de todas las naciones, las barriadas de nuestra pobreza, las ciudades medievales hispanas, los templos doctrineros americanos o las fortalezas y castillos de nuestros litorales, o de las montañas ibéricas ¿tienen, o no, alguna particularidad que caracterice la comunidad creada por la lengua? Pienso que sí, que tienen un carácter general y común, dentro de lo cual caben las manifestaciones propias en tiempos y regiones, las originalidades surgidas de la tierra.

En un esquema primordial podemos reconocer cuatro grandes lenguajes arquitectónicos en el transcurso histórico americano: el chamánico, el colonial hispánico, el neoclasicismo y lo moderno. Antes del español estábamos los indios, descubridores del continente hacia el año 30 000 antes de Cristo, con una territorialidad concretada en el mito y regentada por el chamán. El cosmos indígena constaba del mundo del medio y de tres a cinco mundos arriba en los cielos, más otros tantos en el inframundo, todos poblados por los seres vivos, además de los espíritus y de los antepasados. Sus deidades eran las fuerzas de la naturaleza, basadas en la energía creadora de la vida y donde lo fundamental era su preservación; ello exigía el control a la caza, ritos propiciadores y pagamentos o retribuciones cuando se tomaba algo de la selva. Todo estaba verbalizado y presente en sus valores y prácticas, en una narración mítica que determinaba el territorio, la arquitectura y los objetos, ya fueran rituales o cotidianos.

Eran grupos móviles, que subían o bajaban la montaña con el fin de aprovechar diferentes ecologías y obtener productos variados. La sociedad seguía pautas de casamiento que evitaban el incesto y la consanguinidad, con fratrías dispuestas sobre el territorio, en las riberas de los ríos o integradas en malocas, para favorecer los intercambios y la producción. Algunos hicieron imponentes arquitecturas de piedra y majestuosos centros ceremoniales, otros tan solo malocas y modestas construcciones vegetales, pero grandiosas también al ser comprendidas dentro de su concepción integral mítica.

En 1492 llegaron los españoles y todo cambió, al menos en los principios generales, se reprimieron las concepciones religiosas precolombinas mientras se adoctrinó a los indios en la religión verdadera, sus ritos fueron vistos como borracheras demoníacas y sus creencias como supersticiones salvajes. Se interrumpió la movilidad y debieron establecerse en resguardos —y luego en pueblos de indios—, pagar tributo al encomendero, cumplir la mita y adoptar la nueva indumentaria. Las casas comunales fueron destruidas y el bohío debió acoger solo viviendas unifamiliares, entonces, poco a poco y mientras ayudaban a construir las casas de los señores blancos, asimilaron las tipologías y técnicas hispanas: la tapia pisada, el adobe, el ladrillo, la teja cerámica y la madera trabajada con herramientas. En ese proceso, y muchas veces por la fuerza de la necesidad y de los materiales disponibles, se sumó el aporte indígena: enchinados en muros de bahareque y techos pajizos, las tomizas o cuanes y las esteras elaboradas con espartos y juncos o con paja de páramo.2

Los ibéricos venían de ocho siglos de lucha por la reconquista de su península. Tres etnias —cristianos, árabes y judíos— en una pugna larga y compleja, con momentos de choque y conflicto, más muchos de convivencia e influjos mutuos. El avance se basó en las viejas ciudades recuperadas, o la fundación de muchas más, como núcleos de la colonización de tierras y en una experiencia que les serviría mucho en la conquista del nuevo mundo. Fue un ajedrez territorial de tomar castillos, cabalgar los campos, sitiar y reconstruir ciudades y sociedades, cultivar las nuevas tierras y reinstaurar el mundo cristiano. De ese proceso decantaron tres rasgos fundamentales: el espíritu santiaguino y misionero de lucha por la religión cristiana, el sentido del hidalgo con su honor y los valores caballerescos, más un acendrado sentido de ciudad y de vida urbana. Lo llevaron a cabo los ejércitos de los nobles o del rey, o las poderosas órdenes militares, con gentes en busca de recompensa divina y vida nueva, con instituciones como el concejo de vecinos y los fueros municipales que incentivaron a unirse a las huestes de cruzados.

Al llegar a América las dimensiones crecieron con desmesura: ríos, selvas, montañas, valles o cañones imponentes como marco de la campaña alucinante de esos últimos atlantes de la humanidad —como decía Menéndez Pidal—, en medio de flechas enemigas, de los peligros de la fauna y de una geografía tropical desconocida y apabullante. Renombraron el territorio para cristianizarlo y dominarlo, el Yuma se llamó el Río de la Magdalena, las tierras del Zipa de los muiscas la Nueva Granada, el río Vicachá se convirtió en San Francisco y así todo fue hispanizado. Se tachonó el territorio con ciudades que serían los baluartes de la nueva cultura, decantación de las prácticas guerreras y de las elaboraciones místicas de frailes como Eximenic. El modelo era la Jerusalén celestial implantada como ariete del proyecto cristianizador, con dameros trazados y establecidos según las varias pero uniformes instrucciones para poblar, impartidas mucho antes de que las recopilara Felipe II en las Leyes de Indias.

La cruz y la espada forjaron el Nuevo Mundo, el caballo y el hierro, el arcabuz y eficaces tácticas bélicas facilitaron la derrota de las primitivas huestes nativas. Se instauraron la República de los Blancos y la República de los Indios, como mundos aparte pero confundidos pronto por las lianas profusas del mestizaje. Gracias a la lengua y al dominio político, la fauna y los cultivos importados se fundieron con las especies americanas, en una realidad que ensanchaba los dominios del rey, para explotar las minas y organizar el tributo de los indios y su salvación eterna —cuando se reconoció que sí teníamos alma—. También se trajo al negro africano y así se fraguó este mestizaje planetario: los indios que habían llegado mucho antes de Oriente, más las sangres de África y Europa, fundidas todas ahora en el continente americano. Entonces surgió la arquitectura correspondiente: la casa de patio, romana y mora, andaluza y ahora americana, o las iglesias nuevas —la catedral altiva o el austero templo para el adoctrinamiento de los indios—, viejos principios y formas hibridizadas con el ancestro atávico que se negaba a ser borrado, técnicas constructivas traídas por los alarifes españoles, reformuladas acá en inéditas modalidades de viejas tradiciones.

Lengua y política sentaron las bases de una unificación nacional que aun hoy no concluye. Se impuso una lengua, o sea se implantó un mundo, pero con esta lengua castellana, estructurada, dinámica y prestidigitadora que, como en el aprendiz de brujo, constituía un instrumento de libertad y réplica. A la vez se difundió una manera de construir hispana que, como ha sucedido con los paradigmas técnicos y estilísticos de cada época, fue asimilada y atravesada por la fuerza nativa y telúrica del medio. Llegaron las pautas litúrgicas para los templos y conventos, los libros de carpintería para los maestros que elaboraban techumbres y artesonados, o la tradición doméstica en la construcción de casas y estancias, todo asimilado con libertad y sentimiento. Lo vemos en los barrocos americanos, plenos de micos y sirenas, capiteles vegetales, columnas retorcidas, cornisas y balaustradas fantasiosas que concretan el impulso creativo de los nativos.

Desde el siglo xvi, tuvimos traducciones de Vitrubio y era frecuente el Vignola, muchas veces con meras imágenes para permitir que cualquier alarife se convirtiera en arquitecto clásico. Observar, por ejemplo, la Casa de la Aduana en Cartagena, es percibir bien asimilados el renacimiento italiano y la proporción armónica de Alberti o Serlio. La Ilustración del siglo xviii persiguió la idea de la riqueza de las naciones, y para lograrla se debía conocer la población y el territorio, construir canales y calzadas que potenciaran la producción y el comercio. Fue la era de los ingenieros: Esquiaqui o Arévalo en nuestro territorio, y varios en los diversos virreinatos, fabricantes de obras públicas y fortificaciones geométricas regidas por un pragmatismo racional y neoclásico. Llegaron también los artistas geómetras, quienes reaccionaron contra los barroquismos anteriores e impusieron una arquitectura clásica, sobria y escueta como producto de la razón y de la técnica. El sabio Mutis enseñó ese moderno positivismo en nuestra Santafé colonial, y aprendieron el lenguaje canónico los albañiles que construían con Reed el Capitolio Nacional de Bogotá. Y lo adoptaron los arquitectos mayores, los menores y los sectores populares, que siempre han tenido su peculiar manera de reinterpretar los paradigmas. El fraile capuchino Domingo Petrés, después de años de práctica en las construcciones de su orden en España, vino a estas tierras y diseñó con pericia técnica y conocimiento del orden clásico. No parece haber tenido formación académica, en matemáticas y dibujo como lo exigían las escuelas ilustradas, pero su biblioteca contaba con la Aritmética de Moya, los tratados de Vicente Tosca y Benito Bails, entre los modernos, más el libro de Villalpando y, por supuesto, el Vignola.3

Después aparecen estilos diversos, sobre todo el art déco y el art nouveau, apropiados por canteros y ebanistas. Por ejemplo en la región antioqueña y sus ciudades trepadas en el lomo de las colinas, donde coexistieron con acierto la retícula tradicional y la fantasía de calados, canceles de comedor, tallas de puerta, canes profusos y elegantes postigos; como si el escocés Rennie Mackintosh se hubiese puesto carriel y alpargatas para levantar poblados magníficos en las vertientes cafeteras. Es el caso de Salamina, una de las ciudades más bellas de Colombia.

La arquitectura colonial y el neoclasicismo nos llegaron en español, no así la arquitectura moderna. Esta provino de Alemania, Francia y Estados Unidos, de los países industriales, con arquitectos criollos preparados allá o extranjeros migrados a estas tierras. Fue un esperanto ubicuo y abstracto que conocimos en traducciones de las editoriales de México y Buenos Aires, pero sobre todo en revistas inglesas, francesas e italianas, y pronto asimilamos y desarrollamos de manera propia. Así lo testimonian Vilamajó y sus particulares adaptaciones en Uruguay, donde, años después, Eladio Dieste construyera ingeniosas estructuras; o Juan O’Gorman y sus bloques modernos tatuados de representaciones indígenas mejicanas, luego abstraídas por Luís Barragán en la simplicidad de sus formas y sus colores vernáculos; lo mismo que Carlos Raúl Villanueva, donde el trópico venezolano enriquece la idea de la arquitectura, como en el Brasil de Lucio Costa, Niemeyer o Vilanova Artigas. Y lo hemos hecho en Colombia, desde las obras de Violi, Rother, Martínez Sanabria o Guillermo Bermúdez hasta las elaboraciones topológicas y poéticas de Rogelio Salmona.

Y bueno, henos aquí atravesando el túnel del siglo xxi. En los últimos tiempos nos hemos reencontrado con España, país que ahora hace muy buena arquitectura y muestra cómo reconstruir ciudades antiguas o renovar áreas urbanas que integran el lenguaje moderno con un sentido de ciudad que el modernismo racional no tuvo. Aprendemos de sus estrategias de gestión y redistribución social de las plusvalías del suelo, más el reparto equitativo de cargas y beneficios en la construcción de la ciudad, para hacer proyectos urbanos integrales que superan el desarrollo desordenado y contradictorio predio a predio.

Aquí estamos ahora varias generaciones de arquitectos intentando remontar la crisis posmoderna y plantear construcciones que consideren el mundo y a la vez nuestras condiciones y maneras de ser de nuestras gentes, que no despilfarren tradiciones decantadas en tantos años. Un proyecto para albergar una sociedad y culturas donde el ser humano pueda pensar, hablar y vivir sin destruir el mundo ni agredir al otro… Arquitectura y lenguaje nos han relacionado siempre, pero muchas veces han discriminado y separado, por eso es necesario estar atentos y reinventarlos cada vez para que comuniquen e integren, para que poesía e imaginación creativa sean posibles en todos los campos que hemos venido a reflexionar en este fraternal congreso de nuestra lengua española.

Muchas gracias.

Notas

  • 1. Carlos Martínez, en Bogotá, sinopsis sobre su evolución urbana. Ed. Escala, 1976, p. 94.Volver
  • 2. Íbidem, p. 38.Volver
  • 3. Ramón Gutiérrez, Rodolfo Vallín, Verónica Perfetti, en Fray Domingo Petrés y su obra arquitectónica en Colombia, El Ancora Editores, Bogotá, 1999.Volver