Ángeles Mastretta

Arco Iris y OrtografíaÁngeles Mastretta
Escritora (México)

Arco Iris

Por el cielo azul de un mayo como tantos en la Ciudad de México, un arco iris inmenso cruzó el horizonte de lado a lado. Eran cerca de las seis de la tarde del día quién sabe cuántos que Alicia llevaba viviendo con el mismo marido, bajo la misma lluvia, sobre la misma tierra, entre aires distintos, con lunas a ratos distantes y, a veces, ratos en distintas lunas.

Cuando apareció aquel milagro con todos sus enigmas, lo primero que ella sintió fueron ganas de llamarlo a gritos.

Juan, su marido, que era profesor de Historia, podía ser ensimismado como un abismo y tenía más talentos que colores el arco iris. Tal vez por eso no le interesó ni contestar a la mujer que lo llamaba, empeñada en enseñar aquello que no podía ser sino un milagro.

Él estaba escribiendo en el salón del primer piso, cerca del patio, en otro mundo. Alicia dirimía el milagro en su azotea, segura por fin de que sí existía la olla de oro al final de los siete colores, de que ella la tenía entre sus manos, y le urgía compartirla.

A esas horas, como a tantas otras, el marido de Alicia andaba empeñado en buscarle la cuadratura al círculo de la política mexicana en la primera parte de la segunda mitad del siglo veinte. Escribía un artículo enumerando los incontables despropósitos de lo que, al principio de los años sesenta, se consideró el milagro económico de su patria. Al parecer no había tal milagro y Juan estaba puesto entero en el afán de prevenir contra semejante contundencia.

—¡Ven a ver! —le pidió Alicia interrumpiendo la concentración incorruptible del hombre de sus diez mil días, gritándole como si lo privilegiara con sus ruegos. Ven, le ordenó como quien suplica—. Te lo estás perdiendo —advirtió.

Juan dejó caer la cabeza sobre el teclado de su computadora. No le cabía la furia. Interrumpirlo por semejante visión.

Desde la azotea, Alicia lo vio desesperarse tras la ventana que daba al jardín que ella tenía bajo sus ojos. Dejó estar su terquedad. Ni modo.

—Ya te lo perdiste —dijo, casi para sí, cuando las nubes se llevaron el ensalmo. No quedó entonces sino el cielo y su vida en común, como el centro de todos los enigmas.

—Qué remedio —dijo Alicia. Cada quien tenía por milagroso lo que cada quien tenía, pero ¿quién les quitaba a ellos el milagro de estar cerca, aun para darse cuenta de que contaban distintos milagros?

Ortografía

Al fin, su marido se cansó de quedar bien con ella y se fue a quedar bien con alguien más.

Los primeros días Ofelia sintió la soledad como un cuchillo y se tuvo tanta pena que andaba por la casa a ratos ruborizada y a ratos pálida. Luego se hizo al ánimo de aceptar que el hombre de toda su vida se hubiera sentido con tiempo para iniciar otra vida en otra parte y hasta le pareció conmovedor haberse casado con alguien a quien los años le alcanzaban para tanto.

Pensando en eso anduvo por la casa poniendo en orden el desorden, buscando otro modo de ver el mundo; para empezar, desde por dónde iba a verlo.

Un día cambió los cuadros de pared, otro regaló sillas del comedor que de tanto ser modernas pasaron de moda. Luego mandó su colchón grande a un asilo en el que dormirían dos viejitos aún enamorados y se compró una cama sobria y en paz como su nueva vida. Por último arremetió contra su sala, segura de que urgía cambiar la tela de los sillones.

El tapicero llegó al mismo tiempo en que a ella le entregaron por escrito la petición formal de divorcio. La puso a un lado para pensar en cosas más tangibles que el desamor en ocho letras. Trajinó en un muestrario buscando un color nuevo y cuando se decidió por el verde pálido el tapicero llamó a dos ayudantes, que levantaron los muebles rumbo al taller.

Junto con ese ajuar se iba el paisaje que había reinado en su casa los pasados diez años. Ofelia los vio irse y siguió con la mirada el rastro de cositas que iban saliendo de entre los cojines: un botón, dos alfileres, una pluma que ya no pintaba, unas llaves de quién sabe dónde, un boleto de Bellas Artes que nunca encontraron a tiempo para llegar a la función, el rabo de unos anteojos, dos almendras que fueron botana y un papelito color de rosa, doblado en cuatro, que Ofelia recogió con el mismo sosiego con que había ido recogiendo los demás triques.

Lo desdobló. Tenía escrito un recado con letras grandes e imprecisas que decía: «Corazón: has lo que lo que tu quieras, lo que mas quieras, has lo que tu decidas, has lo que mas te convenga, has lo que sientas mejor para todos».

—¿Has? —dijo Ofelia en voz alta. ¿Su marido se había ido con una mujer que escribía haz de hacer con has de haber?, ¿con una que no le ponía el acento a el pronombre y lo volvía tu el adjetivo?, ¿con alguien capaz de confundir el más de cantidad con el mas de no obstante?

La ortografía es una forma sutil de la elegancia del alma, quien no la tiene puede vivir donde se le dé la gana.

Según el pliego que debía firmar, la causa del divorcio era incompatibilidad de caracteres. «Nada más cierto», pensó ella. La ortografía es carácter. Firmó.