Pertenezco a un tipo de autor que no cree en la división entre escritores latinoamericanos y españoles. Todos habitamos la misma lengua. Yo hace años ya que siento que crucé todas esas fronteras. En mi generación hay de todo, pero hay un núcleo (a cuya familia creo pertenecer) donde se mezclan, sin vuelta atrás, españoles y latinoamericanos, tal como se mezclaron, por lo demás, en otra época, en el modernismo, el más revolucionario movimiento literario del siglo pasado en lengua española. De ahí proceden Darío, Valle-Inclán, César Vallejo, Borges.
Pienso que en los últimos veinte años, en sectores de la narrativa en lengua española hay una sensación o estado espiritual de camino clausurado. Como decía Roberto Bolaño en conversación con Ricardo Piglia: «Hemos llegado al final del camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en calidad de escritores) se abre un abismo».
A esto, Ricardo Piglia comentaba que cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta y que, a veces, no era ni preciso moverse del propio idioma. «Intentamos escribir —le decía a Bolaño— en una lengua privada y tal vez ese es el abismo al que aludes: el borde, el filo, después del cual está el vacío. Me parece que tenemos presente este desafío como un modo de zafarse de la repetición y del estereotipo».
La idea de camino clausurado procede de la fatiga que nos han creado los epígonos del boom. Por otro lado, el mundo de la narrativa en lengua española no debe verse como una burbuja independiente del resto de las narrativas actuales. Pienso que algunos narradores de nuestra lengua están hoy más cerca de tentativas y de estilos que no son genuinamente latinoamericanos que de autores de sus propias nacionalidades. De hecho, hay un tipo de narrativa de hoy que escapa a cualquier integración dentro de una literatura nacional. Hoy en día existe un mayor contacto entre literaturas, y eso propicia el ensamblaje internacional. Por otra parte, para algunos se trata de huir de eso que suele llamarse latinoamericano, que se define por una especie de antiintelectualismo.
Si algo puede sublevarme son ese tipo de escritores que, debido a que quieren funcionar bien en la cultura de masas, se presentan como hombres sencillos, personas que de ninguna manera deben ser vistas como intelectuales. Ellos escriben historias por el placer de contarlas, y punto. Sobre todo nada de asustar a la clientela.
En oposición a estos lacayos del mercado, a estos neopopulistas de la cultura de masas, va emergiendo una tradición culta y con gusto por el complot y por lo clandestino que rechaza la inocencia narrativa y comparte la certeza de que el mundo ya ha sido narrado, pero que el misterio de la escritura permanece y exige todavía una nueva vuelta de tuerca y nuevas formas y estructuras para las novelas; una tradición culta y cervantina y reflexiva en torno a lo literario.
Se trata de huir del antiintelectualismo, que tiende a simplificarlo todo, a lo que muchos de nosotros nos resistimos. Piglia decía haber visto esa resistencia con toda claridad en los libros de Bolaño, pero también los de Sebald, Don DeLillo o Claudio Magris, que escribían en otras lenguas. «Me parece que se están formando nuevas constelaciones», concluía.
La tendencia más interesante de la narrativa actual, dentro de un imaginario espacio iberoamericano, recoge la sustitución del fantaseo lírico del realismo mágico por un surrealismo mucho más subversivo, atraído por una imaginería de lo grotesco y a menudo encaminado a una representación satírica de la realidad; un surrealismo que en su deriva más interesante se adentra en lo que Augusto Monterroso definió como «el realismo interior». Así, Sergio Pitol, Augusto Monterroso, Fernando Vallejo, Javier Marías y Julio Ramón Ribeyro, entre otros, se erigirían en los exploradores de los nuevos caminos abiertos por lo más granado de las nuevas generaciones, plantadas al final del camino en un abismo muy seriamente atractivo.
Supongamos que como escritores hemos llegado literalmente a un precipicio. Bueno, no se ve la forma de cruzar, pero hay que cruzarlo, y ese es nuestro trabajo, encontrar la manera de cruzarlo. Evidentemente, en este punto la tradición de los padres (y de algunos abuelos) no sirve para nada; al contrario, se convierte en un lastre. Si no queremos despeñarnos en el precipicio, hay que inventar, hay que ser audaces, cosa que tampoco garantiza nada. Pero aun así algunos lo intentan. Son los héroes de nuestro tiempo y de nuestra fronteriza narrativa. Es nuestra manera de seguir en el camino.
No es necesario que seamos como los demás nos quieran ver, sino que la escritura pueda servirnos para construirnos nuestra propia personalidad y biografía. Podemos renunciar a tener una caótica relación con los acontecimientos de nuestra vida e intentar autocrearnos, modelar nuestro propio personaje y nuestra propia biografía para uso del lector, y para uso nuestro, por supuesto.
Lo que digo está relacionado con la autoficción,pero durante mucho tiempo ignoré la existencia de esa palabra. Muchos años antes de que oyera hablar de autoficción, recuerdo haber escrito un libro que se llamó Recuerdos inventados, donde me apropiaba de los recuerdos de otros para construirme mis recuerdos personales. Todavía hoy sigo sin saber si eso era o no autoficción. El hecho es que con el tiempo aquellos recuerdos se me han vuelto totalmente verdaderos. Lo diré más claro: son mis recuerdos.
Tuve, eso sí, mis problemas cuando conocí a Antonio Tabucchi, a quien le había robado en ese libro sus recuerdos de Porto Pim, en las Azores. Pero Tabucchi se lo tomó a bien y dio una doble vuelta de tuerca al asunto transformando los recuerdos que yo le había robado en unos recuerdos suyos inventados. Esta doble vuelta de tuerca no tiene por ahora ningún neologismo que la designe, está a la espera de algún Doubrovsky que quiera clasificarla, pero yo preferiría que nadie se molestara en hacerlo, pues no veo necesario que haya que darle nombre a todas las variantes del supuesto nuevo género, y digo «supuesto nuevo género» porque de hecho ya Dante o Rousseau lo practicaron.
Si nos atenemos a lo que dijo Borges, Dante escribió toda la Divina Comedia únicamente para poder incluir en ella de vez en cuando escenas de sus encuentros con la irrecuperable Beatriz, cuya mirada solía colmarlo de intolerable beatitud. Beatriz, que solía vestirse de rojo. Beatriz, en la que había pensado tanto que le asombró considerar que unos peregrinos, que vio una mañana en Florencia, jamás habían oído hablar de ella. ¿Existió realmente Beatriz? La sombra de una ligera sospecha cae sobre ella. Y otra sobre Dante. ¿Acaso tenía este recuerdos inventados?
Mucho me temo que incluso la autoficción la inventó Dante.
«La verdad tiene la estructura de la ficción», decía Lacan. Y yo creo que Dante estaría de acuerdo con esto, como también lo estaría con Ricardo Piglia: «Narrar es como jugar al póker, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad».