Que cientos de intelectuales se reúnan en torno a un congreso de la lengua es un hecho trascendente, pero en este caso particular, en el que se aprueba la primera gramática consensuada, es un hito histórico.
Estamos asistiendo a un salto cualitativo en el entendimiento de la naturaleza misma del idioma y es bueno que el mensaje de ese crecimiento venga directamente de las academias de letras, que «ordenan» ese hecho fantástico como ninguno. Porque las academias no crean el idioma, sino que lo ordenan, y ese es un concepto primigenio que debemos asumir. Esto no disminuye la importancia de estos fantásticos gendarmes del idioma, sino que la potencia. Resulta una tarea magnífica ordenar ese vehículo con el que 400 millones de personas pretenden contar el mundo que las rodea desde lugares tan disímiles como Montevideo, La Habana, Sevilla, Bogotá, Santiago o Ciudad de México.
Cuando se yerguen vaticinios catastróficos sobre el futuro de nuestro idioma, se está olvidando que este constituye un cuerpo vivo, en constante desarrollo, y que esa mutación es precisamente el motivo de su vigencia. Sucede que, como todo ser vivo, es común que caiga en periodos de debilidad y crisis, para luego volver a recuperar lozanía en un inagotable ciclo que, espero, no se detenga jamás.
En su incesante mutación, suele generar resistencia en los estudiosos por la sensación de zozobra que produce. Es imprescindible superar ese temor inicial y advertir, tal cual lo hiciera Gabriela Mistral, que el mestizaje idiomático enriquece y no disminuye. Lamentablemente, el hombre se ha acostumbrado a levantar muros y cerrar puertas, pero esto no funciona ante la irrevocable impronta libertaria del idioma, que se escurre por debajo de esas fronteras artificiales sin que la voluntad del hombre pueda constreñirlo.
El español es un hábil gimnasta que ha sabido saltar océanos, montañas y valles sin por ello perder elegancia, y eso es un signo de vitalidad que debe hacernos reflexionar sobre su buena salud.
En el caso del escritor, esa resistencia es menor y muchas veces inexistente, pues resulta habitual que este recoja los cambios que se procesan en su entorno de manera casi inconsciente. Para quienes escribimos, es natural adaptar el lenguaje escrito al hablado y ese es el secreto de la vigencia de cierta literatura: la congruencia entre el idioma escrito y el hablado, lo que permite reconocerse en él. Es esta necesidad de reconocerse como nación una condición imperiosa de supervivencia para todo grupo humano, y a esa necesidad no escapa esta América tan ancha como propia.
Esta lengua española que llegó de lejos comenzó en estas tierras un nuevo camino, esculpiendo lentamente su imagen americana, la de un rostro dinámico enriquecido con múltiples gestos y arrugas. Es el rostro entero del continente en el que se ha ido cincelando cada surco sin que eso desfigure su rostro. Cada gesto y cada arruga reflejan una realización y en ellas se descubren las huellas de un largo proceso histórico que aún no culmina.
Cada uno de los gestos y de las arrugas de esa cara americana son igualmente expresivos, atractivos y configuran al ser americano.
Es la diversidad en la unidad, la posibilidad de ser diferentes y entenderse, de reconocerse productos de ese proceso histórico.
Es por eso que deberíamos deponer esa belicosa costumbre de sojuzgar lo insojuzgable y comenzar a asumir que es mejor tender puentes para que ese natural fluir de la lengua recorra sus caminos sin los traumas que genera el orden artificial que en otros tiempos intentó imprimírsele.
¿No es mejor asumir que cada surco, cada arruga debe ser moldeada a voluntad por cada grupo humano según su geografía e historia?
Hay más de 400 millones de almas pensando en español, y pretender que las sociedades piensen en determinada dirección, según reglas inmutables, es en buena medida una forma de dictadura. Por eso es bueno que las academias acompasen la evolución que irrevocablemente se da en los diferentes espacios en los que el español es la forma de pensar el mundo.
Pero ahora hablemos de literatura, quizás el acto cumbre del escritor para contar su historia, que es como el escultor puesto a trabajar su elemento para contar su historia. ¿Cómo evitar que cada creador lo adapte a su peculiar circunstancia? Esa materia prima siempre esta «contaminada» por las variables que rodean al individuo, su geografía y su historia; las circunstancias sociales y personales en las que se ve inmerso.
Así, las diversas formas de desarrollo del español en América se explican por varios factores, entre ellos la oriundez de los colonizadores, ya que no era lo mismo si estos eran castellanos, andaluces o canarios. No hay que olvidar tampoco que el manejo del idioma variaba según la clase social a la que pertenecían los colonizadores, pues no se manejaba igual el idioma si se era comerciante, burócrata o sacerdote.
Otra variante importante era el sustrato indígena de cada país, ya que resultaba absolutamente distinto desembarcar en tierra maya, quechua o guaraní. El carácter del pueblo conquistado y su estado de evolución establecieron claramente el nivel de mestizaje idiomático. También hay que considerar una serie de factores de índole sociocultural de cada región.
Tomado el idioma como un hecho aluvional, el mestizaje lo enriquece, y es una necesidad ineludible para su supervivencia. Esa plasticidad del español es quizás su mayor carta de buena salud, ya que cuando un idioma no se amolda a los azares a los que está sometido como todo hecho cultural, termina por encapsularse y morir.
Efectivamente, si observamos las lenguas que han ido desapareciendo, veremos que suelen ser aquellas que más han resistido al mestizaje, y una lengua estática está condenada a desaparecer, como lo está todo organismo vivo al que se le impide latir, mutar y, en definitiva, crecer.
Esto debe tomarse en cuenta para medir en su justo peso las declaraciones alarmistas que le adjudican a la Real Academia su «debilidad» de incorporar palabras como Internet. ¿Qué diferencia hay en ese hecho y otros que se vienen sucediendo antes y después de que Antonio de Nebrija publicara la primera gramática española?
El temor a ser «invadido» se debe quizás a la falta de perspectiva histórica en el momento de reconocer las diversas formas de sumatoria cultural. Porque en nada difiere Internet de Tariq, aquel berebere temible que cruzó en el siglo vii el estrecho de Gibraltar portando un bagaje cultural que persiste aún en este siglo xxi.
Baste recordar que palabras como alférez, algarabía, reloj o aljibe son un legado árabe. Cuando los españoles desembarcaron en América fueron asimilando palabras como maíz, mate, huracán y tabaco. Y tan inmediato fue el mestizaje que el mismo Cristóbal Colón, al escribir sus reportes, sustituía ya palabras, como almadía por canoa.
Algunas veces la asimilación era espontánea, pero otras muchas fue el fruto de la que se imponía, necesaria, para gobernar estas tierras y difundir la palabra del Dios cristiano. Pero esto no era un hecho novedoso, porque ya antes los celtas habían legado a España, además de la fiesta de San Juan como herencia de su culto al dios Lugos, palabras como roca o carro. Los germanos lo hicieron con términos como guerra, robar y ganar, y los griegos con huérfano y escuela, solo por mencionar algunos. Años más tarde, cuando el tráfico de esclavos a América se incrementó, los africanos nos legaron palabras como banana o mucama, esto dependiendo del lugar de donde provinieran.
Pero volvamos al artesano del idioma, el escritor. Cuando este se ve inmerso en un país remoto, pequeño y frágil, la búsqueda de una identidad propia se hace más dramática. Y por aquello de que contar la historia de uno es contar la de muchos, válgame recordar que esta premisa se descubre con claridad arrolladora en la vida y la obra de una de las personalidades más importantes de la cultura uruguaya del siglo xix, Eduardo Acevedo Díaz.
Para valorar la huella dejada por ese escritor, se debe tener presente la realidad histórica y cultural en la que se movía. En la segunda mitad del siglo xix surgen en Hispanoamérica las primeras novelas sólidas, bien estructuradas.
La novela uruguaya se inaugura en 1865 con la obra Caramurú, de Alejandro Magariños Cervantes (1825-93). Años después Eduardo Acevedo Díaz (1851-1921) se suma a este grupo de pioneros de la novela americana y en su obra vemos un crecimiento constante. Todavía romántico en Brenda (1884), Acevedo Díaz evoluciona hacia el realismo histórico-social en Ismael (1888), Nativa (1889), Grito de Gloria (1889), El combate de la tapera (1892) y Soledad (1894), sus obras más destacadas, que entrelazan historia, tradición, leyenda y realidad de la ciudad y el campo uruguayos. Fue contemporáneo de Javier de Viana (1868-1926) que conoció muy bien la vida rural y dejó testimonio de ello en su novela Gaucha (1889); de Carlos Reyles (1868-1938) autor de Beba, La raza de Caín, El embrujo de Sevilla y El gaucho florido, evocación de la estancia cimarrona y del gaucho crudo; y también de Horacio Quiroga (1878-1937) más famoso por sus cuentos que por sus dos breves novelas: Historias de un amor turbio (1908) y Pasado Amor (1929).
Aquel Uruguay en ciernes ya comenzaba a estar signado por sus divisas partidarias: la blanca y la colorada, que alinearán a los orientales en dos bandos bien definidos. Había dos gobiernos: el del Cerrito, defendido entre otros por el general Díaz, abuelo de Eduardo Acevedo Díaz, y el de la Defensa. Se sucederán varios motines militares e irrumpirán en nuestra tierra con fuerzas brasileras. El territorio nacional será permanente escenario de luchas por el poder, sea de fuerzas nacionales como extranjeras.
Esa es la época en la que se forjó Eduardo Acevedo, el hombre, estudiante de derecho, periodista, militante y soldado, que a los 25 años ya se había fugado tres veces del país y era intensamente buscado por el Gobierno militarista de la época; entonces se va moldeando su pensamiento de narrador y su filosofía de la narrativa histórica.
Él mismo explicará el propósito de su obra, expresado a su amigo Palomeque en una carta de 1889, donde manifiesta haberse propuesto con sus novelas «un estudio etnológico, social y político de nuestro país, por el cual intento hacer resaltar los lineamientos vigorosos de su historia que trazan su fisonomía propia y diseñar de un modo indeleble sus propósitos e instintos nativos».
El escritor intenta un fundamento científico (la sociología, que comenzaba a organizarse como disciplina independiente), pero su tarea se refiere más a una concepción filosófica que científica. Subyace en toda su obra la necesidad de rescatar el espíritu de nacionalidad y para ello se introduce de lleno en el vivir, sentir y hablar del grupo humano que lo rodea.
Pero el éxito mayor de este escritor es que logra despegarse de sus contemporáneos introduciendo en sus textos la lengua autóctona del Río de la Plata, y de ahí su valor cualitativo. A Acevedo Díaz no le tiembla el pulso cuando debe hacer hablar a sus personajes llanos y utiliza un idioma también llano, los hace creíbles y cotidianos, lo que marca un punto de inflexión entre sus contemporáneos regionales. Se anima a romper en aquel siglo xix el encorsetamiento que descubrimos en sus compañeros de generación y transita en el mundo del idioma hablado, el real, lo que sugiere un despertar a la necesidad del rescate del idioma autóctono en la literatura. Y es entonces donde el macro-mundo en el cual nace, crece y escribe se transforma en la materia prima exquisita con la cual construirá su micro-mundo. El que se asoma desde sus textos, especialmente en El combate de la tapera.
Va insertando al lector en el mundo del Río de la Plata, mostrando en el desarrollo del texto un interés explícito en retratar al hombre dentro del mundo real, peculiar y propio que es aquel Uruguay de 1892, que seguramente no era igual al de Madrid, Compostela, México o Medellín.
De eso se trata el idioma, de la magnífica plasticidad que le permite hacer creíble a los hombres y mujeres que se asoman desde el papel, y ese es el mayor desafío del escritor americano, apropiarse del idioma para relatar al hombre y sus circunstancias.
En esta joya de la literatura regionalista, que algunos definen como novela histórica pese a su corta extensión y que fue publicada por vez primera cuatrocientos años después de que Colón desembarcara en América, hombres, animales y vegetación están insertos en una atmósfera de violencia y dramatismo.
Acevedo Díaz sale victorioso en esa puja tan habitual en todo escritor americano, pero mayor en la época en la que vivió y trabajó este autor. En El combate de la tapera vemos claramente lo que puede el mestizaje como acicate para el crecimiento de un joven y vacilante país. Considerado un hombre de acción y letras, con una conciencia clara en la búsqueda de la libertad, fue sin dudas un hacedor de la historia nacional y reconstructor en el universo del discurso; su creación trasunta una clara intención didáctica «instruir almas y educar muchedumbres»… y vemos que estos son los objetivos del idioma.
La obra de Acevedo Díaz no solo es el rescate novelado de la historia de la lucha por la libertad del país, también es reflejo de los orígenes de la nacionalidad oriental: diferentes lenguas, diferentes etnias y clases sociales aglutinados tras un objetivo; hombres y mujeres luchando por la vida y los sentimientos: indios, matreros, montoneros, caudillos burgueses urbanos, chinas bravías, negros esclavos y libertos, militares del coloniaje, patricios e hidalgos, damas de peinetón, etcétera, en síntesis, españoles, portugueses, indígenas, negros, criollos. Y esa lucha de los personajes en la novela es paralela al proceso del idioma español en América.
Pero lo más importante quizás es que la historia personal de este escritor es el espejo en el que se miraban la mayoría de sus colegas americanos, en épocas en que era vital subrayar una identidad cultural regional y vivo ejemplo de cómo el mestizaje lingüístico se levanta como un eco nacional.
Cuando los abuelos de Acevedo Díaz desembarcan a fines del siglo xviii provenientes de La Coruña en el jovencísimo puerto de Montevideo, comienza una historia, que se repetirá en la mayoría de los emigrantes llegados al nuevo continente. El puerto capital de Uruguay ha sido de gran importancia en la historia de la navegación de la América del Sur y eso le ha dado una impronta especial.
Estos emigrantes gallegos sembrarán su simiente en aquel país embrionario, verán a sus hijos y nietos contraer matrimonio con italianos, franceses, brasileños o criollos. A su vez, muchos de estos transformarán su lengua original en lo que se llamó el gringo-acriollado y le darán una nueva forma a sus lenguas maternas.
Al igual que Acevedo, muchos crecerán en haciendas pobladas de esclavos africanos en las que no faltará la presencia indígena autóctona, absorbiendo desde la niñez esa mezcla de «decires» propios.
No será extraño a aquella idiosincrasia decimonónica el necesario pasaje de las nuevas generaciones por los selectos colegios ingleses, que ya estaban de moda en el Río de la Plata. Tampoco es menor la fuerte presencia francesa en las cúpulas universitarias regionales, que dejaron un poderoso influjo en la educación superior.
A esto se debe agregar que muchos de ellos, como Acevedo, contraerían matrimonio con damas argentinas, con lo que incorporarían las dos vertientes del mestizaje en el Río de la Plata. Todo eso crea una indeleble huella en la literatura regional, que es solo un reflejo pálido de lo que sucede con el español en cada lugar de América.
En El combate de la tapera el protagonista es el pueblo, el pueblo llano que decide sacrificarse en medio de una tormenta de sangre y de fuego. Dentro del texto, Acevedo reproduce lo que sucede en su entorno, desde el punto de vista idiomático. Cada personaje habla según su origen y condición social, regando el texto de esa peculiar diversidad cultural del Río de la Plata.
Descubrimos de su mano que el lenguaje debe estar al servicio de la vida y no viceversa, los pueblos deben necesariamente reconocer «sus cosas» tras las palabras y, si eso no sucede, deviene una brecha entre el idioma hablado y el escrito.
Por eso la importancia de este escritor, quien vivió la transición literaria entre el romanticismo y el naturalismo, y de allí se pueden inferir los rasgos de su obra emparentados con ambas escuelas. Pero también la elaboración de un discurso narrativo propio, que armoniza las formas españolas del lenguaje con los modismos criollos y con préstamos de otras lenguas y que configura las bases de ese español rioplatense en plena evolución.
El mismo título elegido por su autor recoge la voz guaraní tapera, que significa ‘ruina’. Lentamente fue abandonando el encorsetamiento del español «debido» para sumergirse en el español «sentido» en la comarca en la que vivió, recreando a través de los personajes las voces de aquel país embrionario, sin por ello olvidar el español de España, que manejaba y conocía a la perfección.
¿Qué hace que al leer a Eduardo Acevedo Díaz advirtamos rápidamente que ese escritor ha nacido, crecido y escrito en el Río de la Plata? Sin dudas es el apropiamiento del español, la adecuación a sus circunstancias particulares, fruto de un proceso interminable y nunca finalizado, que ha ido tallando arrugas en ese rostro del español americano que definitivamente nos pertenece.
Y el proceso continuará, cincelando su recorrido con atrevidos, profundos y entrañables surcos, que harán más rico y más diverso ese hecho cultural sin par que es el español americano: un bello rostro en el que cada línea es el resultado de una diversa forma de contar el mundo que late en este lado del océano.