He pensado que tal vez la forma más pertinente de responder a la honrosa invitación de la Real Academia de la Lengua a participar en las jornadas de estudio que tienen lugar, bajo el patrocinio del Gobierno de Colombia, en el magnífico escenario de la histórica ciudad de Cartagena de Indias, sería la de evocar algunos aspectos de los viajes que realizó el papa Juan Pablo II a América Latina a lo largo de su extenso pontificado y que a mí me fue dado seguir, en parte, desde mi puesto de embajador de Bolivia ante la Santa Sede, en los dos periodos en que tuve el inmerecido privilegio de desempeñar esas funciones.
Me importa decir que no será la materia de este escrito el análisis del significado religioso de esos viajes y de los discursos que pronunció en las ciudades y las comarcas por él visitadas, aunque en ciertos momentos se entrelazan, inevitablemente, los diversos temas que confluyen en el proceso general de la cultura. Mi tarea consistirá en señalar un aspecto determinado y preciso del pensamiento del papa Woytila, manifestado a lo largo de sus continuos viajes a esta parte del mundo, acerca de la identidad propia del conjunto de los países de lengua española y portuguesa que conforman esa realidad plurinacional que se llama la América Latina.
Conviene, antes de nada, recordar que el joven Woytila, al terminar sus estudios teológicos, presentó su tesis de doctorado sobre un asunto que deja ver a las claras su interés máximo por la cultura hispana; el tema elegido para su graduación fue, en efecto, el de San Juan de la Cruz y la mística española del siglo xvi. Desde entonces, el intelectual profundo que ya se advertía en el que pronto iba a ser catedrático de la Universidad de Cracovia expresaba su interés por las letras españolas, sobre todo del Siglo de Oro.
Siendo él un notable políglota, su dominio del español se pudo apreciar en toda vez que tomó contacto con las comunidades de habla hispana, pudiendo percibirse su esfuerzo continuo por perfeccionar la dicción y enriquecer el vocabulario de sus mensajes en nuestra lengua. En sus palabras no solo no dejó nunca de apreciarse su conocimiento de nuestro idioma (empleado por él con elementos de elegancia y rigor que muchas veces se echan de menos en mensajes oficiales de personajes políticos de nuestros países), sino también su interés admirativo por los valores de la cultura hispanoamericana.
A este propósito, cabe recordar que la Academia Francesa tuvo el acierto, por los años de 1986-87, de otorgar su máxima distinción a Juan Pablo II como expresión de reconocimiento por el uso notable que hacía el Pontífice del idioma francés en sus discursos, audiencias y viajes. Creo que no son menores los motivos por los que los pueblos de lengua española podrían haber manifestado su valoración de los textos en que el papa revela su conocimiento, ligado a hondas razones afectivas, de nuestro idioma. No se dio este caso, lamentablemente, pero es justo pensar, a la vuelta de los pocos años que corren desde su muerte, que ese mismo homenaje y otros más pudieron haber emanado de cualquiera de nuestras Academias o de otras instituciones públicas, en retribución a su comprobado afecto y simpatía por los valores de nuestra cultura común.
Frecuentemente se hace mención a la influencia determinante que la palabra y las orientaciones espirituales de Juan Pablo II han ejercido sobre los grandes cambios históricos acaecidos en la Europa del Este desde fines de la década de los ochenta y comienzos de la siguiente. Poco se ha dicho, en cambio, sobre la clara y directa influencia que Juan Pablo II ha ejercido en los países iberoamericanos para fortalecer en ellos la conciencia de que todos forman una comunidad de pueblos, «una familia de naciones», como él mismo dijera en Montevideo, al sellarse la decisión de paz entre Argentina y Chile en 1979 después de haber llegado ambos países al borde de una situación bélica, felizmente superada gracias a la mediación papal una vez resuelta la crisis de los canales australes, la cual pudo haber llevado a una situación tan demencial como catastrófica en el cono sur del continente.
El papa no ha perdido ocasión, desde el comienzo de su pontificado, en cada una de sus memorables visitas a los países hispanoamericanos, para recordarles que entre todos ellos existen vínculos comunes indestructibles que confieren fecundidad y solidez a su cultura y que tienen su raíz en el origen histórico, en el mestizaje, en la lengua (sea esta el español o el portugués) y, sobre todo, en su herencia espiritual, desde el comienzo de la evangelización, en los siglos xvi y xvii. Algunas frases suyas, entresacadas de los numerosos discursos y documentos publicados en ocasión de sus viajes a nuestra América, podrán ilustrar mejor que cualquier comentario acerca de su pensamiento en lo que atañe al tema del que me ocupo.
En Santo Domingo, el 12 de octubre de 1984, pronuncia un llamado a que los pueblos hermanos se reconozcan «en la unidad de una gran patria latinoamericana».
Ya en 1979, en los documentos emanados de la Asamblea Episcopal de Puebla de los Ángeles, en México, donde tan directamente se aprecia la huella de Juan Pablo II, se recogen expresiones como estas: «Existe una originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina», o bien, «el pueblo latinoamericano va caminando entre angustias y esperanzas, entre frustraciones y expectativas». En otra parte se afirma: «La fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, marcando su identidad histórica esencial y constituyéndose en la matriz cultural, de la cual nacieron los nuevos pueblos».
En Buenos Aires, en la Casa Rosada, el 6 de abril de 1987 el papa se refiere a la necesidad de afianzar «los lazos de fraternidad existentes entre los pueblos que componen la gran familia latinoamericana». Al celebrarse el V Centenario de la Evangelización de América, en 1992, el papa dirigió múltiples mensajes reafirmando esos mismos conceptos. Un testimonio de esa actitud puede recogerse, por ejemplo, en su visita a Salta, Argentina, ocasión en la que expresó lo siguiente:
Mi agradecimiento a Dios por hallarme entre vosotros es, al mismo tiempo, agradecimiento por estos siglos de evangelización de la Argentina, que aquí en Salta se hacen particularmente visibles en su continuidad con los orígenes. En los hombres y mujeres de esta tierra, en sus costumbres y estilo de vida, hasta en su arquitectura se descubren los frutos de aquel encuentro de dos mundos, que tuvo lugar cuando llegaron los primeros españoles y entraron en contacto con los pueblos indígenas que vivían en esta región, y en particular con la cultura quechua-aimara.
¿Para qué aducir nuevos testimonios? La misma idea vibra una y otra vez en los discursos al pisar tierras de América, sea en Piura, Perú; en México; en Salto, Uruguay; en Valdivia, Chile, o donde sea. Los pueblos de raíz hispano-luso-americana pertenecen a una comunidad sostenida fundamentalmente en la fe, en la lengua y en la cultura. Nadie entre todos los personajes mundiales ha puesto tanto énfasis como él en dar relieve a esta circunstancia que a todos nos afecta por igual, desde México hasta el extremo sur del continente. Me parece justo decir, por eso, que los iberoamericanos le debemos el haber señalado con admirable reiteración que nuestra comunidad de naciones posee en el mundo de hoy una originalidad y una identidad propia a las que jamás podrá renunciar.
Comprendiendo que casi la mitad de los católicos del mundo están en América Latina, el papa no ha sido indiferente a esta realidad del espíritu. Pocas semanas después de su elección, realiza su primer viaje a Iberoamérica, en enero de 1971. Viaje a Puebla para inaugurar la Asamblea que allí se celebrará y dejará tan hondas repercusiones históricas. Pero ha querido detenerse primero en Santo Domingo. Deben retenerse estas palabras dichas en esa oportunidad:
He deseado llegar aquí siguiendo la ruta que, al momento del descubrimiento del continente, trazaron los primeros evangelizadores, aquellos religiosos que vinieron a anunciar a Cristo Salvador, a defender la dignidad de los indígenas, a proclamar sus derechos inviolables, a favorecer su promoción integral.
Aun antes de esa fecha, entre fines del 78 y comienzos del 79, le ha tocado emprender una acción internacional de vastísimos alcances: evitar una guerra absurda entre Argentina y Chile, dos pueblos hermanos en la fe y en la cultura. Se comprende el espíritu con que Juan Pablo II, recién elegido en el Pontificado, ofrece su intervención pacificadora. La guerra, en este caso, habría añadido al horror de toda guerra su significado fratricida. Solo un desconocimiento de su identidad, sus raíces y su destino habrían podido llevar a esas dos naciones a un enfrentamiento armado, creador de odiosidades difícilmente superables.
Animado por el éxito de la presencia de su emisario, el cardenal Samoré en Montevideo, así como por el compromiso de reconciliación de esos países, llega el papa Woytila a México, procedente de Santo Domingo, recibe un impresionante homenaje popular en la capital, visita la basílica de Guadalupe e instala la Conferencia de Puebla.
Hay tres puntos de orden concreto que conviene retener, en lo que atañe a la unidad espiritual de nuestros países, de las palabras dichas en esa ocasión: debe defenderse con ardor la tesis de la integración latinoamericana; es tremenda la responsabilidad histórica de quienes promueven el rompimiento de la amistad latinoamericana; hay que poner fin a la carrera armamentista entre nuestros países.
El documento de Puebla, de enero de 1979, posee una inmensa riqueza en observaciones, afirmaciones y recomendaciones críticas sobre los orígenes, la situación presente y el futuro de América Latina. No fue ajeno el papa a su elaboración: «Con particular dilección e interés —manifestó en uno de sus más importantes discursos— acompañé ese trabajo en las distintas etapas de su desarrollo». El sello personal del pontífice va impreso, ciertamente, en esas páginas llenas de vida.
De todo ese rico contenido, me interesa destacar lo que atañe a esa «gran patria latinoamericana» antes mencionada. El texto expresa en una parte: «América Latina forjó en la confluencia, a veces dolorosa, de las más diversas culturas y razas, un nuevo mestizaje de etnias y formas de existencia y pensamiento», y prosigue en otro lugar con estas palabras:
América Latina está conformada por diversas razas y grupos culturales con variados procesos históricos; no es una realidad uniforme y continua. Sin embargo, se dan elementos que constituyen un patrimonio cultural común de tradiciones históricas y de fe cristiana.
La visión de Puebla dista mucho, naturalmente, de un optimismo color de rosa. Desde los orígenes, junto con la cristianización, están el pecado, el crimen, mil formas de deficiencia humana. La realidad presente está expuesta en toda su crudeza, poniendo énfasis en los peligros que la acechan, en las sombras que la pervierten, en las injusticias que la agobian. Hay que leer en su integridad ese texto luminoso y vincularlo a sus precedentes en la Asamblea de Medellín para apreciar el inmenso esfuerzo de esclarecimiento, así como el coraje y la inspiración de amor y de inteligencia que lo hicieron posible.
Pasó la Asamblea de Puebla y luego vinieron años de grandes cambios, sembrados, unas veces, de zozobras y, otras, de avances hacia una convivencia más humana. En 1984 retoma el papa la idea de que en el curso de los siglos ha florecido en América Latina una nueva cristiandad, con raíces propias, e insiste en la necesidad de iniciar en ella un nuevo proceso de evangelización. Se acerca la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento y de la Evangelización y, por lo tanto, es preciso preparar esa fecha (en 1992) con un esfuerzo de meditación y de clarificación desde el ángulo del espíritu.
Ya León XIII, en el IV Centenario, había escrito: «El hecho de por sí más grande y maravilloso entre los hechos humanos» fue el descubrimiento de América. En sus palabras repercuten las del cronista López de Gómara: «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de Indias».
El 12 de octubre de 1984 está, por segunda vez, Juan Pablo II en Santo Domingo. Su viaje obedece a un propósito concreto, señalado por la misma fecha escogida para su llegada a esa ciudad en la que se creó la primera diócesis americana. Se trata de preparar, ya desde ese momento, el medio milenio de la predicación del evangelio en América. En el hipódromo dominicano, cincuenta mil personas oyen esta afirmación:
¡Qué profundo estupor produce hoy todavía la gesta de aquellos mensajeros de la fe! Siendo pocos para tan inmenso territorio, van cruzando ingentes cordilleras, ríos, selvas, tierras áridas e inhóspitas, planicies pantanosas y altiplanos que van del Colorado y la Florida a México y Canadá; de las cuencas del Orinoco y del Magdalena al Amazonas; de la Pampa al Arauco. ¡Una verdadera epopeya de la fe, al servicio de la evangelización!
No hay que olvidar que la primera escala de este desplazamiento a Santo Domingo fue Zaragoza, en España. Allí, desde la basílica del Pilar, examina el papa el sentido esencial del hecho histórico del descubrimiento, que «para España y Portugal constituye una parte decisiva de su proyección universalista». Se inicia así «una gran comunidad histórica entre naciones de profunda afinidad humana y espiritual». Su paso por España respondió a una intención precisa: «He querido venir personalmente para agradecer a la Iglesia de España la ingente labor de evangelización que ha llevado a cabo en el mundo». Siguiendo esta línea de pensamiento, el antiguo arzobispo de Cracovia hace referencia, en tierra dominicana, dos días más tarde, a «una cierta leyenda negra, cargada de prejuicios políticos, ideológicos y aun religiosos que han querido presentar solo negativamente la historia de la Iglesia en este continente».
Un año después, en febrero del 85, al recorrer Venezuela, Ecuador y Perú, Juan Pablo II reiteró estas ideas, sobre todo en su visita a la ciudad peruana de Piura, desde donde partieron los primeros misioneros a predicar la doctrina cristiana en las tierras de los incas. «Vengo en peregrinación de fe a las fuentes de la gesta evangelizadora en el Perú», dijo entonces el papa. Expresó luego la idea de que su presencia en esa ciudad quería significar «a la vez que una acción de gracias, un merecido homenaje a tantos esforzados misioneros que, de un modo anónimo, sembraron la semilla del cristianismo en esta tierra fecunda».