Mucho antes de su aparición en los mapas europeos, América ya existía; como realidad geográfica ignota para el viejo continente y como sueño y posibilidad de los pensadores europeos desde tiempos de la época clásica. Del mismo modo en que se trama una novela, durante siglos América y Europa, de manera natural aunque a veces con una potencia que roza la plena conciencia, crecieron y fueron diseñando los personajes de uno de los dramas históricos más insólitos y trascendentes que recuerde la memoria humana.
Sin saberlo, América se construyó y, al mismo tiempo, fue construyendo a través de una red de culturas sutiles una identidad colectiva en íntima comunión con la tierra que abrigaba y alimentaba sus pueblos, un mundo que se bastaba a sí mismo y que, con los ojos tierra adentro, se explicó siempre a sí mismo sin poner la mirada más allá del horizonte. Por su parte, Europa creó una civilización potente por su desarrollo tecnológico y económico, una cultura siempre insatisfecha con el espíritu puesto tanto más lejos de sus límites como lo permitía su imaginación. Si para los pueblos originarios de América el mundo estaba completo en sus ciclos perpetuos, que se repetían sin interrupción hasta el infinito, para las naciones europeas el mundo no estaba completo, algo faltaba a sus mapas rudimentarios e indicaba un vacío extralógico y antinatural al oriente de las Columnas de Hércules; derivando siempre en esa dirección, el encuentro era inevitable.
Un encuentro de estas dimensiones, complejo y difícil, solo podía acontecer como sucede una hecatombe; desde el principio, el choque de ambos mundos estuvo surcado por múltiples contradicciones: desde quienes vieron en él la oportunidad de borrar su pasado e iniciar una nueva vida, pasando por otros que, cegados por una primitiva fiebre de ambición, no veían en estas tierras sino un gigantesco botín abierto a quien tuviera la fuerza para apropiárselo, hasta quienes se sabían parte de una enorme hazaña en la que podrían construirse, en tierras vírgenes, las utopías que el Renacimiento había soñado. Para los pueblos originarios, en cambio, la destrucción, pero también la trascendencia en los nuevos frutos de la tierra.
Una de las preocupaciones fundamentales del pensamiento de la época era la de la unidad universal de la cristiandad. Es decir, la conquista y la colonización aspiraban a la unidad de todos los pueblos bajo la mano del emperador cristiano de España. Todo en el nuevo continente debía girar en torno al astro que iluminaba el orbe desde su corte de El Escorial. Sin embargo, esa primera noción de unidad y comunidad estaba destinada al fracaso y llevaba en su naturaleza el germen de su imposibilidad.
Como en cada caso en que la noción de comunidad hispanohablante ha querido ser impuesta como un elemento político-administrativo, los resultados distaron mucho de ser positivos; en el momento en que los férreos lazos de la política sufren alguna variación, las presiones sociales y culturales los destruyen. La independencia de las naciones latinoamericanas es una muestra de ese fenómeno. Por otra parte, aunque en los anales de la monarquía española América se presentara como una parte del imperio en el que no se ponía el sol, en realidad el imperio nunca fue entendido sino como un ejercicio de la fuerza; así, se trataba de una dispersión cultural de enormes dimensiones. Esa dispersión originaria queda de manifiesto si atendemos a la conformación de la lengua que hoy hablamos y a la que estamos dedicando estas jornadas de unidad.
La lengua española que los conquistadores y los evangelizadores trajeron consigo era ya producto de un enorme intercambio de voces y sentimientos. Por un lado, las de la España prerromana, las que correspondían a las vetustas tribus que habitaron las montañas y los valles que hallaron en su Hesperia los romanos, podemos conocerlas por sus epónimos: Vasconia, Asturies, Carpetana, Vaccea y Bética;1 de ellas nos queda el resabio de lo atávicamente español, como la tauromaquia y su gusto por el espectáculo y el arte, y voces crujientes y ásperas: ardilla, bruja, urraca, garrapata, sabandija o gazapo.2 Aun para tiempos de la conquista, aquellas lenguas primitivas no habían dejado monumentos literarios reconocibles, pero sí leyendas de gran heroísmo y arrojo; una épica que logró convertirse, a lo largo de los siglos, en símbolo de la resistencia de nuestra cultura, resumida en la Numancia, de la que dice Cervantes en su Cerco:3
Estos tan mucho temidos romanos
que buscan de vencer cien mil caminos,
rehuyendo venir más a las manos
con los pocos valientes numantinos,
¡oh, si saliesen sus intentos vanos
y fuesen sus quimeras desatinos,
que esta pequeña tierra de Numancia
sacase de su pérdida ganancia!
Desde luego, el núcleo central del habla de aquella primera generación de hispanoparlantes americanos radicaba en la herencia de la Grecia y la Roma clásicas. Lejos de permanecer en algún grado de pureza idiomática, el español que se había generado a partir de esas raíces se encontraba mezclado con dos presencias heterodoxas: el habla de los judíos y el de los musulmanes, que compartieron la Península por siglos.
Durante más de quinientos años, los árabes dieron luz y color a las tierras de Al Andalus y empujaron el nacimiento de nuestra lengua; establecieron en España uno de los primeros reinos de tolerancia de los que se tenga memoria. La presencia árabe en la cultura española estaba viva todavía en el momento de la conquista; su final como poder político, pero no como cultura, sucedía apenas unos días antes de que España cruzara el océano. De la cultura árabe, los conquistadores habían heredado, paradoja histórica, a los pensadores griegos, ellos pusieron en lenguas entonces legibles a Aristóteles y a Platón, de ellos heredamos el café y el ajedrez, dos elementos ahora naturales para occidente, y obsequiaron a nuestra lengua con algunas nota peculiares que dan dulzura a nuestro común patrimonio: los arabismos como albaricoque, alcábala, ojalá, Guadalajara, Guadalupe, alcohol y almohada. 4 De ahí el muecín y el almojarife, de ahí la soñada Granada, que se abre roja con el verso de Federico García Lorca.
La presencia árabe en España es, sin duda, una presencia de alto contenido poético; prueba de ello es su importancia dentro del romance, algunos profundamente enraizados en su origen islámico:
¡Abenámar, Abenámar
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida:
moro que en tal signo nace,
no debe decir mentira.5
Por su parte, el pueblo judío había ya creado algunas de las más hermosas joyas de nuestra cultura, las jarchas, tonadillas anónimas de autores judíos que usaron el castellano como herramienta literaria.6 La herencia judía que los conquistadores portaban consigo consistía en ideas filosóficas como la cosmogonía o la idea del tiempo lineal, es decir, como la historia que un día comenzó y en algún otro terminará, por oposición a la idea del tiempo como una repetición infinita de los ciclos que privaba entre las culturas precolombinas. Pero era todavía más clara en el folclor popular, en las consejas de las abuelas y en los «dichos» del pueblo, una herencia tan profunda que se quedó a vivir en la música vernácula.
Existe una romanza sefardí, recopilada en el Romancero Viejo, cuya letra es igual a un son de la huasteca mexicana; a aquella se la podía oír en España hasta el siglo xv, en Grecia antes de las atrocidades nazis e incluso hoy en algún barrio jerosolimitano; la otra se puede escuchar todavía en los Estados mexicanos de Hidalgo, San Luis Potosí, Veracruz y Tamaulipas.
Los sefardíes decían:
A la una yo nací,
a las dos me engrandecí
a las tres tomí amante,
a las cuatro me casí,
alma, vida y corazón.7
Los mexicanos todavía cantamos:
A la una yo nací,
a las dos yo crecí,
a las tres me enamoré,
a las cuatro me casé,
alma, vida y corazón.
Si la propia identidad de los conquistadores no representara por sí misma el mosaico de una gran diversidad, todavía habría que añadir dos elementos más a la conformación cultural de nuestra América; por un lado, las culturas prehispánicas, que siendo sometidas se negaron a morir por completo y transfirieron a nuestra cultura el gusto por los colores y las texturas y palabras complicadamente musicales, al menos en la región mesoamericana: nene, tlapalería, chile, chocolate, nagual y papalote.8 Esa herencia la encontramos dentro de nosotros mismos, nos han dejado mucho de lo que hoy es nuestro modo de ver el mundo, esa cierta melancolía que a veces parece no querer terminar; en el siglo xv, el rey poeta decía:
Yo Netzahualcóyotl lo pregunto:
¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra?
No para siempre en la tierra:
solo un poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra,
aunque sea de oro se rompe,
aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
solo un poco aquí.9
Los otomíes del altiplano mexicano siguen cantando hoy, en una lengua dulce que casi parece apagarse:
El río pasa, pasa:
nunca cesa.
El viento pasa, pasa:
nunca cesa.
La vida pasa:
nunca regresa.10
El mosaico de la pluralidad cultural termina con un elemento que vino a América no en la lengua de los conquistadores, sino de otros conquistados, voces sin imperio de los negros cautivos del África, voces que llegaron sin las cadenas de sus portadores vendidos como esclavos. Herencia consistente en palabras como cachimba, guarapo, conga y samba,11 el castellano fue, desde su contacto con estos pueblos, sensible a su ritmo y su cadencia, prueba de ello son estas coplas de ritmo africano, del siglo xviii:
Al cuchumbé
de las doncellas,
ellas conmigo
y yo con ellas.
Por aquí pasó la muerte
con su aguja y su dedal
preguntando ‘e casa en casa:
¿hay trapos que remendar?12
Desde luego, en un escenario como este, la pretendida unidad del Imperio Español no podía pasar sino como una ficción administrativa. Nuestro continente, en pleno proceso de maduración y sedimentación de los fuertes impactos que representaron los siglos xvi y xvii, habría de esperar mucho tiempo para generar un sentimiento de comunidad legítimo y, cuando lo hizo, habría de surgir como un movimiento cultural, como una conciencia de pertenencia más que como un programa político. Lo que no han podido lograr las guerras, los acuerdos comerciales o las políticas públicas lo han hecho el idioma, el arte, la música y los movimientos migratorios.
Aislados por selvas impenetrables y por cordilleras inaccesibles, los territorios en que la lengua española se asentó generaron formas muy diversas del idioma. Así, el habla de los argentinos posee variaciones que no pueden verse en otras regiones de la lengua, variaciones que incluso adaptan la gramática generalmente aceptada para satisfacer sus necesidades idiomáticas. La presencia de los africanismos es mayor en el Perú y en el Caribe que en Uruguay, y los aztequismos o mexicanismos proveen a ese país de vocablos prácticamente impronunciables para otros hispanoparlantes. A esas fuertes variaciones idiomáticas debemos añadir las tan distintas suertes que en política e historia han vivido nuestros pueblos.
La historia de los distintos miembros de la familia hispanoparlante ha sido tan diversa como cada uno de sus pueblos; algunos nacen a la independencia apenas al alborear el siglo xix, otros deberán esperar hasta el siglo xx; algunos completaron antes la construcción de sus Estados nacionales y otros sufrieron las penalidades del colonialismo económico durante una buena parte del siglo pasado; la gran mayoría de ellos, España incluida, sufrieron dictaduras atroces y algunos de ellos apenas emprenden la democratización de sus sociedades; en muchos los niveles de miseria son aterradores y en todos la pobreza es el espectro temible contra el que han luchado durante décadas y casi diríase que siglos, sin que podamos enorgullecernos de los resultados. Pese a esas diferencias históricas, la evidencia nos supera y, contra todo lo que un teórico de la historia podría prever, somos una enorme comunidad, orgullosa de sus orígenes, relacionada por profundas raíces que permiten a los miembros de muchas naciones entenderse con soltura y libertad; somos un gran grupo humano que durante generaciones ha creado un tesoro intangible que podemos llamar cultura hispanohablante. No es aventurado decir que por donde los políticos y los Estados avanzan en materia de integración comunitaria, es una región que nuestras voces recorrieron mucho antes y que si en verdad gozamos de este sentimiento de comunidad, lo es porque la estructura elemental sobre la que se alza el edificio de nuestro encuentro económico, jurídico y político es, sustancialmente, cultural.
Esta comunidad cultural no pudo nacer hasta que la rígida férula de la colonia desapareció en la mayoría de nuestros pueblos; dicho momento coincide con el movimiento romántico, que llega a nuestras tierras de manera tardía; la idea de que somos una comunidad de naciones distinta no solo de España, sino también de otros grupos culturales, se asienta en el pensamiento latinoamericano como una necesidad de afirmación y de búsqueda de la identidad. Esta idea, que nace siendo romántica, adquiriría distintas tonalidades con el tiempo, pero estará basada, sobre todo, en la identificación de nuestras capacidades comunes y de nuestros problemas compartidos.
Uno de los primeros sentimientos de unidad (o de posible unidad si se quiere ser más estricto) se experimenta en el pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento. Sarmiento vio en la educación la única posibilidad de salvación para América, por su disgregación y su falta de desarrollo; para él, Latinoamérica habría de pasar por un largo proceso civilizatorio para superar sus problemas congénitos. En una palabra, para Sarmiento, nuestro continente y nuestro idioma eran una comunidad de aprendizaje.
Poco después, José Martí avanzará en la idea de la comunidad hispanoparlante, pero añadirá ideas que, más que políticas, podríamos considerar propias de una ética laica y colectiva, de ahí que separar en su obra lo puramente literario de lo social, lo político y lo jurídico es casi imposible. Martí ve el encuentro entre las naciones de hispanohablantes en la formación de auténticos Estados nacionales, independientes entre sí, pero unidos por ligas de solidaridad, Estados liberados del sentido de casta y raza; en su obra, Martí ofrece una visión de un mundo futuro hecho a base de ideas capaces de remover los escollos históricos del continente, «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra no hay proa que taje una nube de ideas», dice. La constante en el pensamiento martiano es la introspección que sale al encuentro con otras culturas, esto es, el descubrimiento de un ser surgido en el continente, que espera ser descubierto para alcanzar la plenitud. Dice Martí, afirmando este principio autóctono de la política y el Estado en su conformación jurídica:
No nos dio la Naturaleza en vano las palmas para nuestros bosques, y Amazonas y Orinocos para regar nuestras comarcas; de estos ríos la abundancia, y de aquellos palmares la eminencia, tiene la mente hispanoamericana, por lo que conserva el indio, cuerda; por lo que le viene de la tierra fastuosa y volcánica; por lo que de árabe le trajo el español, perezosa y artística. ¡Oh! El día en que empiece a brillar, brillará cerca del sol; el día en que demos por finada nuestra actual existencia de aldea. Academias de indios; expediciones de cultivadores a los países agrícolas; viajes periódicos y constantes con propósitos serios a las tierras más adelantadas; ímpetu y ciencia en las siembras; oportuna presentación de nuestros frutos a los pueblos extranjeros; copiosa red de vías de conducción dentro de cada país, y de cada país a otros; absoluta e indispensable consagración del respeto al pensamiento ajeno; he ahí lo que ya viene, aunque en algunas tierras solo se ve de lejos; he ahí puesto ya en forma el espíritu nuevo.13
Martí, el criollo, tiene un hermano espiritual, un indígena zapoteco: Benito Juárez. En el México del siglo xix, y en toda la Iberoamérica de aquel tiempo, Juárez resplandece, más que como un gobernante o un político, como un símbolo: el de la maduración final de un pueblo que se asume a sí mismo como dueño de su destino, pese a las vicisitudes y pese a las penalidades y las exclusiones. Habría de pasar más de un siglo para que otro indígena ocupara la primera magistratura de una de nuestras naciones. Juárez y su generación hicieron de la inteligencia un elemento para la construcción de las naciones en nuestro continente; si en lo político ese hombre impone la idea de la América republicana, laica y democrática frente a la vieja Europa monárquica, confesional y autocrática, en lo cultural logró sentar las bases de lo que, andando el tiempo, se convertiría en el rostro de nuestro continente, de nuestra comunidad hispanohablante. Por eso, en su carta a Juárez, Víctor Hugo reconoce la altura del hombre:
En 1863, Europa se abalanzó contra América. Dos monarquías atacaron su democracia; una con un príncipe, otra con un ejército; el ejército llevó al príncipe. Entonces el mundo vio este espectáculo: por un lado, un ejército, el más aguerrido de Europa, teniendo como apoyo una flota tan poderosa en el mar como lo es él en tierra Del otro lado, Juárez. Por un lado, dos imperios; por otro, un hombre. Un hombre con otro puñado de hombres. Un hombre perseguido de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de bosque en bosque, en la mira de los infames fusiles de los consejos de guerra, acosado, errante, refundido en las cavernas como una bestia salvaje, aislado en el desierto, por cuya cabeza se paga una recompensa Aquí la usurpación, llamada legitimidad, allá el derecho, llamado bandido. La usurpación, casco bien puesto y espada en mano, aplaudida por los obispos, empujando ante sí y arrastrando detrás de sí todas las legiones de la fuerza. El derecho, solo y desnudo. Usted, el derecho, aceptó el combate. La batalla de uno contra todos duró cinco años. A falta de hombres, usted usó como proyectiles las cosas. El clima, terrible, vino en su ayuda; tuvo usted por ayudante al sol. Tuvo por defensores los lagos infranqueables, los torrentes llenos de caimanes, los pantanos, llenos de fiebre, las malezas mórbidas, el vómito prieto de las tierras calientes, las soledades de sal, las vastas arenas sin agua y sin hierba donde los caballos mueren de sed y de hambre, la gran planicie severa de Anáhuac que se cuida con su desnudez, como Castilla, las planicies con abismos, siempre trémulas por el temblor de los volcanes, desde el de Colima hasta el Nevado de Toluca; usted pidió ayuda a sus barreras naturales, la aspereza de las cordilleras, los altos diques basálticos, las colosales rocas de pórfido. Usted llevó a cabo una guerra de gigantes, combatiendo a golpes de montaña Y un día, después de cinco años de humo, de polvo, y de ceguera, la nube se disipó y vimos a los dos imperios caer, no más monarquía, no más ejército, nada sino la enormidad de la usurpación en ruinas, y sobre estos escombros, un hombre de pie, Juárez, y, al lado de este hombre, la libertad.14
De este modo, Juárez termina el ciclo colonial iberoamericano para inaugurar el tiempo de nuestro propio desarrollo. Sin embargo, ni nuestros políticos ni el ámbito mundial estarían a la altura del hombre que había demostrado la capacidad de los iberoamericanos para darnos ley y destino. El siglo xx encuentra a los pensadores del continente en la construcción de una estética cercana a Europa: se trata de la necesidad del joven de asemejarse a su modelo de edad adulta. En esa tarea se logran obras e innegable belleza tanto en las letras como en la plástica y la arquitectura, pero en materia de identidad tendremos que esperar a que grandes movimientos sacudan nuestra conciencia para volver la vista a nuestras propias necesidades y facultades; movimientos como la revolución mexicana, el nacimiento y la consolidación del movimiento socialista chileno o la incursión de las empresas explotadoras norteamericanas en Centroamérica.
En las pausas serenas de estos movimientos y aun en sus momentos más álgidos, la evolución de la identidad latinoamericana se formará y consolidará como el sedimento de sucesivas generaciones, igual que en las capas geológicas. Para cada generación habrá un horizonte histórico y una tarea que cumplir y, del mismo modo en que sucedió con aquellos primeros padres de nuestra identidad, serán las voces de la cultura y la inteligencia quienes marcarán la pauta sobre los políticos y los programas diseñados desde arriba y desde fuera de la sociedad.
Será la generación mexicana del Ateneo de la Juventud, organización estudiantil surgida en el seno de la recién constituida Universidad de México que, entonces como hoy, tiene la vocación de casa abierta al pensamiento, el sentimiento y el trabajo de todos los latinoamericanos, tuvo como objeto redefinir los términos de aquella cultura esteticista y manierista sintetizada en el viejo positivismo comtiano.
El sentido hispanoamericano del pensamiento ateneísta está presente en casi todos sus miembros. Entre sus exponentes conviene recordar a Ezequiel Chávez con ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos?;15 A Isidro Fabela con Los Estados Unidos contra la libertad, de 1918; Azaña y la política de México hacia la República Española, de 1943; Por un mundo libre, del mismo año; Las doctrinas Monroe y Drago, de 1957, e Historia diplomática de la Revolución Mexicana, de 1958.16 Fabela es uno de los ateneístas que mejor reflejan la preocupación generacional por el destino de nuestra comunidad de personalidades y puede considerarse uno de los primeros en dar el salto cualitativo del discurso a la acción; hace política activa en la Sociedad de las Naciones y, al mismo tiempo, el sustento ideológico de su política mantiene fuertes signos hispanoamericanistas. Otros miembros del Ateneo que presentan rasgos ideológicos similares fueron Manuel Gamio, con Consideraciones sobre el problema indígena en América, de 1942, y Martín Luis Guzmán, con Pábulo para la historia, de 1963.17
Sin embargo, son dos los miembros del Ateneo en quienes mejor se aprecia la tendencia a crear y sostener la idea de una comunidad hispanohablante como parte de la identidad política y social de nuestros pueblos: Alfonso Reyes y José Vasconcelos.
Tanto Reyes como Vasconcelos han ejercido una influencia profunda en la cultura hispanoamericana del siglo xx, ambos comparten la idea de un latinoamericanismo moderno, distinto del monroísmo pero también alejado de las primeras ideas comunitarias del siglo xix. Si Vasconcelos percibe la idea de la unidad étnica y de la patria mayor, Reyes prefiere las raíces culturales compartidas; si uno ve el super-Estado, el otro ve el espacio cultural. Si el primero opta por la introspección latinoamericanista, el segundo amplía el marco hacia las fronteras inasibles de la occidentalidad. De Reyes habría que rescatar Visión de Anáhuac, Última Tule, A vuelta de correo, Discurso por Virgilio y Andrenio, perfiles del hombre; de Vasconcelos, La caída de Carranza, bolivarismo y monroísmo, Ulises criollo y La raza cósmica.
La visión hispanoamericanista de Alfonso Reyes busca que la región ocupe con plenitud su lugar en el orbe occidental. Trata de abrirse a una identidad que considera más amplia de lo que habitualmente puede considerarse el sentimiento latinoamericano, todo con la finalidad de afirmar lo que considera auténticamente hispano, sin exageraciones ni estereotipos. Al referirse al carácter argentino, Reyes emprende una teorización de la fuerza vital en la conformación de las naciones latinoamericanas; en «Palabras sobre la Nación Argentina», dice:
Más que una nación de acarreo o depósito histórico [como México, Perú o Colombia], la Argentina es una nación de creación voluntaria. La hizo la conciencia de los hombres, de los individuos. Es, casi, el fruto de un deseo. El colono encontró aquí tribus nómadas sin yacimientos de civilización, y tuvo que importarlo todo consigo Fruto de un deseo, y fruto laico: hijo de una aspiración cívica. En lo cual se diferencia de los Estados Unidos, que todavía deben su origen a la aspiración religiosa de los puritanos. Aquellos peregrinos buscaban la libertad de orar. Estos colonos vienen buscando un campo donde sembrar una patria hecha a su medida De tal manera la formación argentina es efecto de una decisión premeditada de los hombres, que hasta se da el caso —paradójico en los países que llamaríamos meramente históricos— de que la misma capital haya tenido que imponerse por la fuerza al resto del país, como se impone, en un caos de naturaleza, una voluntad humana. En verdad, la Argentina moderna parece la encarnación del verbo, y el triunfo voluntario y consciente de la generación romántica: Sarmiento, Alberdi, Mitre 18
Por el contrario, Vasconcelos tiende a dibujar una fuerza que atrae las voluntades y los inconscientes colectivos, imaginarios y sentimientos de pertenencia destinados a cumplir una misión. Enuncia el sueño posible de un solo pueblo para la región y el continente. De cualquier forma, en ambos casos, la idea precede al hecho y se transforma en instituciones.
Nuevas realidades geopolíticas, escenarios neocoloniales y sus concomitantes dictaduras tuvieron como efecto el fortalecimiento de la conciencia de nuestra cultura en sus factores peculiares, generó una cultura que fluyó entre las generaciones jóvenes que no encontraban respuesta a sus cuestionamientos fundamentales. Cualquiera que haya nacido en la última mitad de la década de 1960 y la primera de 1970 puede testificar no haber vivido nunca en un continente donde la crisis, política o económica, no haya sido un estado permanente.
Estas generaciones, por otra parte, parten de un sustrato cultural común y no respetan fronteras políticas ni delimitaciones geográficas; así, a estos mexicanos corresponde desde la Argentina Jorge Luis Borges, cercano a Alfonso Reyes, con quien comparte su visión de continente.
A esta situación política correspondió el método y el estilo de pensamiento del fenómeno llamado boom latinoamericano y las generaciones que los siguieron y que, dados sus antecesores directos, pudieron ocupar un lugar mejor posicionado e influyente dentro del pensamiento occidental en las siguientes décadas. La expresión de las nuevas necesidades encontró voz, dentro de la Argentina, con Roberto Artl, Eduardo Mallea, Ernesto Sábato y, desde luego, con Julio Cortázar (más latinoamericano que argentino). En Uruguay, Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti. En todos ellos, la identidad se manifiesta como una angustia por generar nuevos paradigmas sociales y políticos y en Chile, como reflejo de una realidad más combativa, se escuchan las voces de Pablo Neruda, Carlos Droguett, Enrique Lafourcade y José Donoso, quienes prolongaron el eco de la nueva identidad latinoamericana.
El concierto latinoamericano, por otra parte, habría quedado incompleto y disonante si no se hubiera dado voz a los pueblos que, desde antes de la colonización española, han sido sustrato de nuestra identidad; en esas voces hay que identificar, de Bolivia, a Alcides Arguedas y a Augusto Céspedes; a Adolfo Costa du Reis, de Paraguay, y a Nicolás Guillén, de Cuba, quienes presentaron una tendencia más cercana al indigenismo y la búsqueda de una identidad étnica y nacional propia.
Al mismo tiempo, se gesta en nuestra tradición literaria un producto típico de nuestra concepción del mundo y de nuestra circunstancia del corpus creativo que la crítica ha denominado el ciclo de la literatura de dictadores latinoamericanos, que tiene uno de sus principales expositores en Augusto Roa Bastos, particularmente con la agria caricatura del doctor Francia con Yo, El Supremo, de 1974, y se cierra con Mario Vargas Llosa, con La fiesta del chivo. Es notable que en muchos autores, como en Vargas Llosa, el futuro de nuestras sociedades se presente envuelto en un halo de vacío y duda, de ahí el siguiente diálogo tomado de Conversación en la catedral:
El Chispas estuvo un momento indeciso, la boca entreabierta, pero no dijo nada, se limitó a hacer adiós con la mano. Vieron alejarse el auto por los adoquines encharcados.
—¿De veras es tu hermano? —Carlitos movía la cabeza, incrédulo—. Tu familia anda podrida en plata ¿no?
—Según el Chispas están al borde de la quiebra —dijo Santiago.
—Ya quisiera estar yéndome a la quiebra así —dijo Carlitos.
—Hace media hora que espero, conchudos —dijo Periquito—. ¿Oyeron las noticias? Gabinete militar por los líos de Arequipa. Los arequipeños lo sacaron a Bermúdez. Esto es el fin de Odría.
—No te alegres tanto —dijo Carlitos—. El fin de Odría es el comienzo ¿de qué?19
Es esta noción de vacío la que nos ha llevado a los latinoamericanos a replantearnos en más de una ocasión nuestro destino; como un resultado directo de nuestras carencias, la presencia de la izquierda (en todas sus manifestaciones) es parte de nuestra identidad y difícilmente se la puede clasificar del mismo modo en que se hace con la tradición de la izquierda europea. La reflexión sobre el tema social políticamente organizado que llamamos izquierda latinoamericana tiene en José Carlos Mariátegui su principal impulsor cultural; autor del fundacional Siete ensayos de interpretación sobre la realidad peruana, borra estigmas y permite abordar desde una óptica propia y madura los problemas fundamentales de nuestra realidad.
En Colombia, que hoy nos recibe, encontramos algunas de las cimas de este movimiento de identidad que llega a su extremo con Gabriel García Márquez, que en Cien años de soledad logra una síntesis de nuestros goces y nuestros temores, es decir, de nuestra identidad. De este último cabe recordar las siguientes líneas:
Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llegó su nieto de siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una mujer llevaba convida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de niño.
Para el coronel Aureliano Buendía fue el límite de la expiación. Se encontró de pronto padeciendo la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los grupos de curiosos que estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón.
—¡Un día de estos —gritó— voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda!20
La visión de la cultura latinoamericana, desde la óptica de García Márquez (como desde la de Mariátegui o Neruda, entre otros) parte de la violencia como expresión de la ignorancia y la miseria y de la necesidad de expiar nuestros peores vicios políticos: la desigualdad, la corrupción, la represión y el autoritarismo.
La experiencia revolucionaria, por su parte, dará también una seña particular a nuestra identidad: su vivencia traumática es siempre, entre nosotros, esperanzadora; sus voces llevan los nombres, entre otros, de Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez y Gioconda Belli. Sergio Ramírez realiza una lectura de la posibilidad social desde el centro de las sociedades latinoamericanas; en Oficios compartidos hay un párrafo que bien ilustra el sentimiento que nos embargaba a los latinoamericanos:
Desde el otro lado del mar, entré en el caudal de una experiencia histórica única del nuevo mundo: la lucha por derrocar a la dictadura somocista, por liberar a Nicaragua del sometimiento al viejo padre Zeus yanqui, pastor de sus manadas de búfalos de dientes de plata, como los llamó a su hora Rubén Darío; por crear un nuevo orden en un país oscuro y olvidado, con olor hasta entonces a letrina, con color gris de cárcel, etiquetado, sin remedio, bajo el título infamante de banana republic en los índices académicos del viejo mundo. Y después, a partir de 1979, en la lucha por defender ese nuevo país, y esa nueva revolución que entonces sí, puso a Nicaragua delante de los ojos de los europeos a lo largo de una década [ ].
El yanqui nuestro, que había tratado de ocupar Nicaragua desde mediados del siglo xix, no era el mismo yanqui de los europeos, que regalaba cigarrillos Lucky Strike y Chiclets mientras liberaba Francia e Italia del dominio nazi, como todavía se les veía en las películas, y sus aviones que bombardearon los campamentos de Sandino en las Segovias, o que transportaban suministros militares a la contra, no eran los mismos que llevaron alimentos a Berlín cuando el bloqueo soviético de 1949.21
Hoy mismo, nuevas generaciones de artistas están dando voz a nuestra cultura, dotándola de imágenes y de palabras; es notable lo que está sucediendo con el cine en lengua española en este momento: en la madurez de su cultura, nuestra región solo aguarda a que los actores políticos, quienes en efecto toman las decisiones fundamentales de nuestros países, traduzcan en acciones eficaces todo el poder de identidad que nos ha dado, durante siglos, nuestra cultura.
La América de lengua española, con la propia España, hemos recorrido juntas una historia difícil, surcada por contradicciones íntimas, dictaduras terribles y liberaciones heroicas; no hemos logrado constituir (en muchos aspectos) un frente común o una confederación de naciones; quién puede saberlo, tal vez nuestros hijos o nuestros nietos lo logren, el hecho es que es innegable que hemos alcanzado la madurez de nuestro sentimiento de pertenencia a este continente que es la lengua española, en el que las palabras, pronunciadas con ánimo de construir, han llegado más lejos que la armada de los emperadores y que los ejércitos de las dictaduras, ha logrado que hoy, en Cartagena de Indias, podamos entendernos en un mismo sentimiento mujeres y hombres venidos de todos los rincones de nuestro universo lingüístico, que imaginemos un futuro compartido, que dotemos a nuestras palabras de sentidos profundos; que, más allá de la globalización, sigamos perpetuando en esta tierra la lengua y los valores que juntos hemos construido durante siglos.
Muchas gracias.