Crecí en México D. F., donde los biberones se llaman mamilas y los niños, escuincles. Los escuincles que me rodeaban estaban todos exiliados, como mi familia y yo. Venían de Argentina, Chile, Uruguay, y en sus documentos figuraba que tenían cinco años pero eran asilados políticos. No éramos un gran peligro para el orden público, la verdad, pero estábamos atrapados sin saberlo en ese casillero del lenguaje legal. Sin embargo, aunque ese lenguaje nos definía, nosotros no lo hablábamos. Usábamos otras lenguas. De hecho, éramos bilingües, incluso políglotas en español. Con nuestras familias, hablábamos con nuestros acentos originarios. Pero con nuestros amigos de la escuela y con los demás exiliaditos, nos entendíamos en esa lengua franca que era el dialecto del distrito federal mexicano conocido popularmente como chilango.
El dialecto producía confusiones y problemas de comunicación, incluso entre nuestros padres. El mío, que venía de un partido llamado «socialista» y «revolucionario», casi sufre un colapso cuando se cruzó con un cartel que decía: «a los materialistas, prohibido el ingreso en lo absoluto». Tuvo que detener el auto, indignado por la evidente provocación capitalista de ese cartel, hasta que descubrió que era una señal de tráfico: los materialistas eran los camiones de materiales, y lo absoluto era la zona rígida.
Los pequeños, sin embargo, no éramos conscientes de estas diferencias. Curiosamente, ni siquiera habíamos notado que existiese una diferencia. Yo sé que hablaba de dos maneras diferentes porque me lo han dicho mis padres, pero durante mi infancia nunca tuve conciencia de hacerlo. Y al regresar a Perú, era incapaz de comprender por qué todo el mundo insistía en que yo hablaba raro. Yo no percibía ninguna manera de hablar peculiar, pero tanto a mis primos como a los chicos del colegio les llamaba la atención mi entonación, mis giros y los extraños nombres que les daba a las mamilas y a los escuincles.
Poco a poco, empecé a ser conciente del léxico: realmente había palabras nuevas en mi nuevo entorno, palabras que denominaban realidades desconocidas y abrían la puerta a mundos imprevisibles. Yo provenía de una pequeña escuela mexicana mixta y laica. Pero en Perú, me matricularon en un gigantesco colegio religioso de varones. Ahí, en esa olla a presión de hormonas a punto de explotar, el mundo giraba en torno a una sola palabra que, como un conjuro, convocaba todas las demás: el verbo cachar, de la conjugación cacho, cachas, cacha, cachamos. Cacháis ha caído en desuso.
El verbo cachar fue un misterio desde el primer día en que llegué al colegio. Su inocente acepción mexicana era «agarrar un objeto al vuelo», así que me resultaban crípticos todos los chistes en los que un personaje de nuestra tierna edad habitualmente llamado Jaimito se cachaba a alguien. Empecé a sospechar que, o bien yo o bien los peruanos, alguien ahí carecía por completo de sentido del humor.
Pero el verbo cachar no venía solo. Estaba rodeado de un complejo sistema de gestos y sinónimos que empezaron a sugerirme que no significaba lo que yo creía. La mayoría de esos gestos tenía que ver con algún o varios dedos, de modo que consideré la hipótesis de que se refiriese al doloroso acto de pincharle los ojos a alguien. Es sumamente fastidioso que le pinchen a uno los ojos. Pero la verdad, tampoco eso tenía demasiado sentido. Aunque, por supuesto, no era capaz de formularlo con estas palabras, yo intuía que el objeto de mis dudas constituía un código demasiado amplio para una significación tan reducida.
Por descontado, no podía preguntar qué significaba esa palabra. Mi extraña manera de hablar me marginaba lo suficiente para además ponerme a preguntar por el sentido de algo que todo el mundo daba por obvio. Comprendía que el dominio de esa palabra marcaba la pertenencia o el ostracismo del grupo social. Mi mayor esfuerzo de integración consistía en reírme cuando los demás se reían, repetir sus gestos y enojarme en los casos en que había que enojarse. Sabía comportarme ante la palabra clave, aunque no supiese usarla.
Ahora deduzco que éramos muchos en la misma situación. Recuerdo haberle preguntado a uno de mis mejores amigos —por supuesto, un inadaptado como yo— qué significaba la palabra de marras. Él me contestó:
—Es un insulto a la madre.
—¿A quién?
—A la madre.
—¿A la madre de quién?
—No sé, pero yo no lo haría frente a ninguna madre, no vaya a ser.
Lejos de aclarar mis preguntas, la respuesta agravó la situación. Decidí preguntarle a alguno más avezado y con más experiencia de la vida. Tuve que calcular meticulosamente mis movimientos. Había comprendido que los matones —otra especie nueva— sólo eran burlones y feroces cuando tenían público. A solas, podían ser bastante amables. Así que busqué un momento de intimidad con uno de ellos y le solté la pregunta.
—¿No sabes qué es cachar? —se asombró.
Ruborizado, negué con la cabeza. Me dirigió una mirada de desprecio, miró a todos lados para asegurarse de que ningún mayor lo oía, y me dijo al oído:
—Violar.
Me dejó más confundido que al principio, pero puse cara de entendido.
Continué fingiendo durante un año entero, hasta que un acontecimiento fortuito vino en mi ayuda: Pochito Jiménez se cachó a la profesora de lengua.
Por supuesto, Pochito no violó a la profesora. A sus diez años, resultaba inapropiado y sus posibilidades de éxito eran reducidas. En realidad, se limitó a aprovechar una aglomeración durante una repartición de exámenes para deslizar su manita virginal entre el respaldo y el asiento. Pero debe haber calculado mal la fuerza, porque la profesora huyó de la clase bañada en lágrimas, y Pochito Jiménez se quedó solo al lado del escritorio jurando asustado que él no había hecho nada, inequívoca confesión de que sí había hecho algo.
Cinco minutos después, el psicólogo del colegio entró en escena, mandó a todo el mundo a sentar y a callar y ordenó a Pochito Jiménez dar un paso al frente. Y entonces dijo:
—Así que son muy hombrecitos ustedes. Muy machitos. Ya veo ya. A ver, díganme. ¿Qué es cachar?
Un silencio sepulcral se apoderó del aula. A mi alrededor, mis compañeros palidecieron. Todos sin excepción miraban al suelo. Y yo esperaba que de una maldita vez alguien me dijera qué es cachar.
Ante el silencio general, el psicólogo se volvió hacia Pochito y le dijo:
—A ver, Pochito, dilo tú que lo haces tan bien. ¿Qué es cachar?
Y yo pensaba «sí, Pochito, dilo tú, que lo diga quien sea».
Sucesivamente verde, rojo, morado, Pochito dejó escapar un murmullo:
—Mññsnssmm.
—¿Qué?
—Mññsmelamor.
—Dilo fuerte, Pocho, que te oigan todos.
Finalmente, con el amor propio reducido a cenizas, Pochito vocalizó lo mejor que pudo y recitó:
—Hacer el amor.
Y entonces, como un fogonazo de sabiduría, todo se iluminó para mí. Los gestos, los chistes, los insultos, todo quedaba aclarado. Tuve ganas de reír y enojarme a la vez, tuve ganas de usar todas esas palabras nuevas que había guardado en un cajón como se guarda un electrodoméstico que no funciona. Y empecé a usarlas, sólo que poco a poco, porque las primeras veces me hacían sentir muy culpable.
Estos episodios, bastante ridículos por cierto, están en la base de mi vocación por escribir, ya que constituyeron mi descubrimiento de la lengua castellana. En el trasvase de un entorno a otro, descubrí algo que pocos niños y no tantos adultos tienen oportunidad de saber: que las palabras son arbitrarias, que no están unidas a las cosas de un modo indefectible, sino que dependen de quién las usa, dónde vive y, sobre todo, qué quiere hacer con ellas. Las palabras podían usarse para hacer reír, para hacer llorar, incluso para hablar de cosas que uno no conocía.
Pero mi revelación más impactante fue el hecho de que hay palabras prohibidas, que convocan un universo al que uno no está autorizado a ingresar. Al usarlas, uno franquea el umbral de ese universo, y eso lo reviste de un poder especial en el grupo en que se desenvuelve. En cambio, en otros grupos, las mismas palabras pueden ser inocentes y carecer de connotaciones sociales. Pueden ser simplemente palabras.
Todos esos descubrimientos no me salvaron de ser un desadaptado. Los chicos siguieron hiriéndome con frecuencia, por razones que no siempre tenían que ver con el lenguaje. Me metí en un par de peleas y perdí las dos. Sólo uno o dos años después, desarrollé un nuevo uso para las palabras: la burla. Mis puños no servían para defenderme, pero a los más fuertes de la clase, la exposición al ridículo público les afectaba más que un puñetazo. Después de probarlo algunas veces y sólo con fines defensivos, mi situación mejoró definitivamente: en adelante, se me dedicó una sana y cómoda indiferencia, y puedo asegurar con alivio que nadie me cachó en ese colegio gracias a mi uso de las palabras.
Quince años después, volví a cambiar de país, esta vez a España, y descubrí otra manera de utilizar la misma lengua. Comprendí que regían distintas reglas desde mi llegada al aeropuerto. Ese día, cuando ya estaba casi en el metro, recordé que me faltaba una maleta, y tuve que regresar a aduana. El guardia de la puerta, con ibérica delicadeza, me permitió volver a ingresar con un par de palabras de bienvenida:
—Me cago en la madre…
Me tomó varios segundos comprender que eso significaba que sí, que podía pasar.
Con el tiempo, he aprendido a disfrutar de la franqueza peninsular. Es muy práctica. Cuando a tu jefe español no le gusta tu trabajo, te puede decir: me parece una mierda. Tu jefe peruano, en cambio te dice cosas como: está excelente, qué bien, ya te llamo… Y luego no te dice nada más. Nunca. Al menos en el primer caso sabes a qué atenerte.
Pero mi admiración por ese lenguaje directo y claro no es trasladable a América Latina. Al menos, es un español que yo no puedo usar. Cuando regreso al Perú, si trato de reproducirlo, todos me toman por un prepotente. Y, al igual que me ocurría con el acento mexicano, los peruanos encuentran rasgos españoles en mi manera de hablar. Eso me convierte en un prepotente y un esnob. Tengo que fingir mi propio acento peruano para no arrancar una conversación declarándome insoportable desde la primera palabra.
Creo que la manera de hablar española, que suena tan agresiva al oído latinoamericano, es la señal de una sociedad más igual. Puedes decirle a cualquier persona «me cago en la madre». Puedes tutear a cualquier persona (el usted se ha vuelto casi una antigualla). Nuestros formalismos latinoamericanos, maneras de marcar distancias y posiciones en sociedades cuyas clases sociales, orígenes geográficos, grupos étnicos y niveles culturales están separados por abismos. La riqueza de nuestro sistema de tratamientos formales refleja la pobreza de nuestra integración. Eso sí, suena más bonito.
Wittgenstein decía que un lenguaje determina una forma de vida. Eso significa que cada manera de hablar dibuja un universo social, un entramado de relaciones y jerarquías entre sus hablantes. En al lengua española, todos esos universos interactúan, se confunden y se superponen. Hay conceptos, por ejemplo, que existen en todas las variantes de la lengua pero no en el español estándar. La palabra despectiva contra la clase alta puede ser, según el país, pituco, pijo o sifrino. Un hortera es lo mismo que un huachafo pero en castizo. El que usa esas palabras invoca su lugar en un sistema de relaciones personales y a la vez en el complejo universo hispano.
Como narrador, me enfrento todos los días a la necesidad de crear personajes que se definan sólo con las palabras que usan, que puedan expresar su identidad, su poder, su lugar en la sociedad y sus deseos sólo mediante la selección de sus palabras. El trabajo es que esa identidad sea legible en todo el mundo hispano, y que el lector mexicano, colombiano o español encuentre un retrato de su propio mundo en las palabras de los peruanos que escribo. Quizá eso sea la parte más difícil del trabajo, pero también es la más atractiva en la medida en que aprovecha plenamente los recursos de esta lengua. Porque, como descubrí cuando era muy pequeño, el español es mucho más que un catálogo de nombres para un conjunto de cosas.