Los grandes maestros del pasado tenían razón. Hay que deslindar el terreno para saber a qué atenernos. De este modo, sabremos de qué estamos hablando, con qué finalidad lo hacemos y hasta qué límites queremos llevar las cosas. Si partimos de un concepto amplio de cultura, desde una postura no selectiva, más bien vista como toda manifestación del hombre y de sus semejantes en un tiempo determinado, tendremos que concluir obligatoriamente que todo lo que publican los periódicos, las revistas, los noticieros de radio y la televisión es cultura. Desde las acciones deportivas (cualquiera que estas sean, tanto la belleza de un gol, las patadas entre los jugadores y los golpes consiguientes, la agresión contra el árbitro o los muertos provocados por una avalancha de deportistas desbocados), los accidentes automovilísticos, los delitos contra las personas y sus bienes, las declaraciones de los políticos sobre lo divino y lo humano y los discursos de los gobernantes, hasta los horóscopos y las recetas de cocina, son expresiones culturales. Esta lista de temas o cuestiones, que en el interior de los medios de comunicación ocupan distinto tiempo y espacio, el énfasis relativo que se le da a cada uno y los valores que hay tras ellos indican una escala de valores que la sociedad de que se trate, de forma consciente o inconsciente, desea trasmitir a las nuevas generaciones. O los usa para provocar en las generaciones actuales un sentimiento de alegría y felicidad para mantenerlas quietas y tranquilas. Así, de este modo, los medios (que nunca son neutrales, ni distantes del Estado, cuya filosofía y cuyos objetivos representan el consenso de las sociedades, en las que unos grupos se imponen sobre los otros) fortalecen una cultura del éxito, de emprendimiento, y la competencia entre los miembros del cuerpo social, o favorecen y apoyan la cultura de la pobreza.
Pero también si usamos la cultura como totalidad, como forma de vida de un pueblo, podemos percibir en la forma como ordena los materiales incluidos en los medios el énfasis de una gestión en detrimento de otra, el punto de partida de la sociedad. Y, desde luego, la proyección y la orientación que, de forma deliberada o inconsciente, persiguen o buscan.
Hay algunas sociedades que se construyen desde el pasado. Las referencias tienen que ver con lo que hicieron los antepasados. Y todo es juzgado por su cercanía o su lejanía, según el caso, con una visión ideal de ese pasado, en el cual prefiguran las características simbólicas que quieren desarrollar en el presente y proyectar hacia el futuro (Francia). Otras sociedades se construyen y se reconstruyen a sí mismas, desde el éxito logrado en el presente. El ahora es valioso, útil e interesante, porque permite lograr los éxitos con los que cada individuo hace su aportación al éxito de la sociedad, objetivo central sentido por toda la colectividad (Estados Unidos). Incluso algunas sociedades giran alrededor de lo que aspiran, de lo que temen, de lo que aborrecen y de lo que sueñan (China, Honduras, etcétera).
Tal punto de partida prefigura el modelo de los periódicos, su composición interna y el énfasis en lo cultural global, específico, determinado y configurado o no.
La visión amplia de la cultura es cercana a la antropología. Esta ve la cultura humana como una sola, impregnada de tonalidades y manifestaciones, pero todas ellas absolutamente interrelacionadas. Las otras formas de estudio y abordamiento del fenómeno de la cultura ven más restrictivo el concepto. No todo es cultura. Esta se considera dentro de una categoría ideal a la cual el comportamiento de la sociedad puede acercarse o alejarse. De este modo, las pandillas, el graffiti de las paredes y los mensajes en los medios colectivos de traslado de pasajeros de las grandes ciudades no se ven como expresiones de cultura, sino como una amenaza, una «contracultura» o subcultura que tiende a crear las bases para cambiarlo todo, sin dejar nada sobre nada. La expresión más afortunada y más dialéctica que se ha encontrado es, como queda dicho, la de contracultura. La cultura, desde esta perspectiva, se equivoca. Tiene por lo menos dos perspectivas. De este modo, la cultura tiene su lado «bueno» y su lado «malo». Los medios de comunicación tienen, por consiguiente, que optar entre estas dos manifestaciones culturales: la que fortalece una cierta forma de comportamiento individual o colectivo y la que cuestiona y pone en peligro lo que existe dentro, desde las embestidas desde fuera hasta el culto a ciertos valores y costumbres que se consideran antagónicas con la modernidad y la posmodernidad… Aquí, entonces, podemos agregar, para efectos de discusión sobre un tema en que no todo está definido y mucho menos dicho, la consideración de la cultura como identidad que hay que defender frente a las presiones culturales que vienen de las antiguas metrópolis, de los países dominantes o de las sociedades que, creyendo que su misión es cambiar y mimetizarse con respecto a la cultura ajena, desde la globalización quieren vía a la modernidad, «inculturar», imponiendo desde la superioridad sus valores extraños, en tanto que de manera deliberada o inconsciente debilita o destruye los de carácter local. El discurso de los «antiglobalización», los que luchan contra la norteamericanización de la política y la imposición de sus visiones cinematográficas y la uniformización de su método democrático, se encuadra dentro de este concepto defensivo de la cultura como arma para resistir la estandarización defendiendo la singularidad de cada pueblo o comunidad.
Concluyendo se puede establecer entonces que los medios de comunicación en general y los periódicos en particular no son ni pueden ser neutrales. Y su contenido general, con énfasis en lo cultural en sentido restringido, está inspirado en el compromiso de respaldar los fines del Estado correspondiente. Norris, citando a Braudillard, afirma que ahora, en esta llamada posmodernidad, «que ya no necesita disfrazar o disimular la ausencia de una última verdad detrás de las apariencias»,1 lo que vivimos y comunicamos son puros simulacros. Los medios no hacen apuestas culturales, ni tienen, en el espacio de la posmodernidad, ningún compromiso con verdad alguna. Nada es verdad. Todo está determinado por la voluntad de los consumidores, que, al apreciar una determinada oferta publicitaria, la vuelven verdad. Así, lo que se vende es verdad. Lo que no se vende es mentira. Y lo que no se vende, como es natural en esta lógica superior de la venta, no debe incluirse. Porque lo que importa es lo útil, lo apreciable, lo valorable. Lo que es verdad no es, en términos absolutos, tema importante en la posmodernidad que algunos creen que estamos viviendo.
De acuerdo con las ideas que hemos manejado hasta ahora, la cultura es (para efectos de esta conversación) aquello que por su singularidad ofrece motivos de orgullo para la comunidad y que permite buscar, en su práctica, el sentimiento de pertenencia a alguna forma de expresión económica, política y cultural. Y que es un bien de consumo, tanto desde la perspectiva amplia de la cultura como desde la visión restringida. Desde aquí, la cultura es el aglutinador que, entre las dispersas ovejas, muestra cómo se debe caminar, en qué dirección hacerse y cómo, por medio de los balidos, establecer una complicidad dinámica con varios de los integrantes de la comunidad que, hasta hace muy poco, menospreciaba, temía y rechazaba. Aquí, tenemos el componente nacionalista dentro de la cultura. En Francia privilegian lo propio, al igual que en Alemania y Turquía, que en esto se alejan de lo común, lo global y lo mundial para preservar lo individual, lo característico y lo singular. En cambio, en los llamados países periféricos, con la posible excepción de Cuba, la cultura es una expresión de dominación que se impone desde fuera y con énfasis en las manifestaciones concretas que favorecen lo que es superior, medido con los rangos y los estándares específicos, admirables e imitables. So pena de lucir cerrado, obtuso e incomprensiblemente opuesto a la modernidad, que supone, entre otras cosas, la adhesión a lo culturalmente fuerte. Por supuesto, aquí estamos hablando de algo más que la curiosidad que tienen todos los pueblos sobre las culturas ajenas, donde prevalece la voluntad de ser, para conocer a los otros y crecer. De lo que se trata es de la confrontación de dos formas de ver el mundo, como es el caso de la actividad cultural en los países árabes y la que se hace en los países capitalistas occidentales.
El cine y los artistas, la publicidad de los libros extranjeros, las declaraciones de los intelectuales de los países dominantes y las visiones de los investigadores de fuera sobre las realidades de los países más débiles se tornan en los ejes principales del contenido de las manifestaciones culturales que se publican localmente. De este modo, tanto la cultura, su forma de entenderla, como los espacios que se le dispensan y, por supuesto, los énfasis que se les da vienen dictados, en última instancia, por las preferencias que se alimentan desde fuera.
La visión estética, que podemos apreciar detrás de las diferentes propuestas culturales, es normalmente antagónica con las propuestas políticas y económicas tanto de esas culturas como entre estas y las de otras sociedades o regiones. Sabemos que las visiones de los poetas y los filósofos contrastan diametralmente con las de los políticos y los líderes empresariales de las sociedades. Aquellos buscan una ordenada perfección, en tanto que los otros se aventuran por el cambio, especialmente el referido a las conductas culturales de los pueblos sobre los cuales ejercen su dominio y su control, solo limitados por la protección y la defensa de sus respectivos intereses materiales. Para ellos, la cultura es un medio. Para los poetas y los filósofos, la cultura es la expresión más alta de la espiritualidad o de la realización del ser. Deja de ser un medio manipulable para convertirse en una finalidad orientadora, exclusiva e indiscutible del avance y el progreso humano. Es ni más ni menos la verdad. Pero, en las sociedades capitalistas en las que vivimos y aspiramos vivir, no hay verdades eternas. Todo es relativo. Si los consumidores lo aceptan, vale. Si las encuestas de opinión indican que en el periódico hay que incluir más deporte, crónica roja o investigación sobre la vida privada de los artistas y los políticos, eso es la verdad. Y, de acuerdo con ella, hay que ordenar la oferta cultural. El medio de comunicación, de forma sensible pero poco visible, se ha tornado en un producto para mercadear, abandonando su tarea de misionero que busca preservar los valores de la identidad para acomodarse dentro de la dinámica de las relaciones entre la oferta y la demanda.
Aquí nos encontramos con una clara y evidente contradicción, que podemos empezar a deslindar desde la perspectiva de la demanda de los consumidores o desde la oferta de los empresarios periodísticos, no interesados en verdades culturales, sino en buenas condiciones de un producto como cualquier otro que compite en el mercado con otros similares y que ellos buscan que, al ser el mejor, goce de la preferencia de los lectores.Como es fácil intuir, quienes no comparten estas visiones materialistas de la cultura como un objeto de consumo tienen que abandonar los espacios culturales de los periódicos, sustituidos por los que creen que la cultura en sentido reducido es un bien que debe ser legitimado exclusivamente por los consumidores.
Aparentemente, y dentro de esta lógica comercial que determina la distribución de los espacios en los periódicos, vivimos en la apariencia de la soberanía de los consumidores que no consumen bienes culturales (tal como los presentamos, desde nuestra perspectiva) y se inclinan por otros productos, más atractivos, más efervescentes, más motivantes que las reflexiones de filósofos que son incomprensibles para la mayoría, que los versos enigmáticos y herméticos, cuya finalidad es la oscuridad y el distanciamiento con los lectores, así como las crónicas cinematográficas en las que los seguidores de las películas concluyen que el crítico no va al mismo cine, sino a otro. Y que no ve las mismas películas que los humildes lectores de sus enjundiosas columnas críticas. Dentro de esta reflexión, podríamos establecer en términos preliminares la sospecha de que quienes hacemos periodismo cultural hemos perdido la perspectiva, no tenemos conciencia de la época en que estamos viviendo y de que, en la tentación de establecer la misión de los lectores, lo que deben leer para lograrlo y, en fin, la «cultura» que deben consumir, vendemos un producto que muy pocos compran. Porque lo consideran no ajustado a sus necesidades, en las que lo principal son, posiblemente, ejemplos estimuladores para poder enfrentarse al tedio que les provoca no poder lograr lo que la sociedad les impone como condición para formar parte de ella. Tengo la impresión de que producimos bienes culturales con las herramientas y las misiones del pasado, en tanto que los periódicos, y en general los medios de comunicación, disputan entre sí por unos consumidores que, de repente, no tienen mayor interés en la «cultura» que ofrecemos.
Aquí es posiblemente donde está el corazón del asunto. Aunque hay que reconocer que no se pueden hacer generalizaciones, porque las realidades de cada país, e incluso de cada región, casi nunca son homogéneas, sí podemos (a partir de nuestras experiencias personales) constatar algunos hechos. El primero de ellos es que el espacio destinado a lo que llamamos cultura restringida se reduce en beneficio de los deportes, los sucesos de la crónica roja y la divulgación de los éxitos de los artistas y las figuras de la farándula y el llamado jet set internacional. En el caso de los países centroamericanos, específicamente Honduras, en la década de los treinta y los cuarenta del siglo pasado, por ejemplo, no había páginas especializadas para la publicación de los deportes, que en nuestro caso se reducen al fútbol. De vez en cuando se publicaban notas informativas referidas a combates de boxeo, especialmente, que la gente seguía con atención, tal vez por el ingrediente que se les agregaba como expresiones de competencia entre la Alemania que se armaba y las potencias competidores que veían con preocupación el nacionalismo alemán. Desde el principio, alguien ha establecido las modas. De manera imperceptible al principio y obvia en el presente, la preferencia de un producto cultural específico, antes de ser entregado a los mercadólogos, está determinada por los usos, costumbres y popularidades de fuera. Es posible que la determinación de su inclusión, tarea de los estudiosos de los mercados de consumo, en el caso que los bienes culturales (como tradicionalmente los concebimos) fuese de enorme atracción para la mayoría de los consumidores. Pero como ello no ocurre, la mayoría de los jefes de redacción le dan (en el caso de los países mas débiles económicamente que, además, son los que exhiben menos fuerza en la divulgación cultural en sus medios de comunicación) preferencia al material que viene de fuera, a las marcas que envían las redacciones de los grandes consorcios con los que están vinculados.
Hace algunos años (y creo que hay que decir desde el principio de la vida periodística en nuestro continente y en España), la dirección de los periódicos y la mayoría de sus reporteros eran novelistas y poetas en ejercicio discreto o potencialmente figuras que velaban armas en el ajetreo de las redacciones de los periódicos, olorosos a tinta fresca. Ahora los periodistas son especialistas en temas específicos, que buscan la objetividad, contar las cosas de forma descarnada, para impresionar más por la objetividad que por despertar la imaginación de los lectores. Para ellos, entonces, la cultura tiene un valor relativo e instrumental. De ahí que en el momento de distribuir los espacios y determinar los énfasis en la oferta general del periódico, se dejen llevar por sus preferencias y sus opciones personales. Un periodismo seco, sin espacio para la historia hermosa y bella, en el cual no hay interés alguno por establecer complicidad con los lectores en la recreación del mundo, no puede darle a la cultura un espacio preferencial, ni mucho menos importancia alguna. En La Tribuna, que se edita en Tegucigalpa y en el cual manejo el único espacio literario frecuente de cultura restringida, es famosa la anécdota en la que intervine al reclamarle al jefe de las páginas internacionales porque no le había dado más espacio a la muerte de Julio Cortázar. Su respuesta confirma lo que venimos diciendo: «yo no sabía de quién se trataba; creía que era otro muerto de los muertos comunes que se producen en el mundo».
Hay algunas cosas que llaman la atención. Los grandes periódicos del mundo de habla española, especialmente, ofrecen a sus lectores grandes, sugerentes y periódicas secciones culturales. Posiblemente no tienen en términos de espacio y consideración el nivel deseado por quienes las dirigen. Pero, en términos comparativos, están en mejores condiciones que en varios de los demás países del continente. Sin embargo, hay sus excepciones sobre las cuales quiero llamar la atención. La Nación de Argentina, por ejemplo, tiene una regular y ordenada sección cultural que es envidia de los centroamericanos. Igual ocurre con su homónima de Costa Rica, que despliega cada semana bellísimos suplementos culturales que en comparación con los espacios mezquinos que se aprecian en Honduras, mi país, confirman que, aparentemente, a mayor desarrollo económico, los periódicos (específicamente sus dueños, que algunas veces los usan como palancas para hacer negocios o para influir en la política) tienen más espacio relativo para la cultura restringida. Con lo que, otra vez, tenemos que aceptar que, mientras las fuerzas económicas no se modernicen, los espacios que los dueños de los periódicos den a los periodistas para las expresiones de la cultura restringida siempre serán menores.
Pero como no tenemos tanto tiempo como para esperar que el crecimiento económico y el desarrollo permitan mayores espacios en los periódicos, es necesario ensayar algunas medidas adicionales. La primera de ellas tiene que ver con el dilema de la divulgación cultural fuera o a contracorriente de las motivaciones que crean las fuerzas económicas. Luchar como antes, cuando los periódicos establecían las modas culturales y sus periodistas eran simultáneamente los poetas, ensayistas o críticos más influyentes de sus sociedades, es algo que no se puede intentar siquiera.
Más bien, creemos que lo que hay que hacer es revisar, analizando el ajuste de nuestros planes y propósitos, la fuerza que tenemos que confrontar y las posibilidades de lograr un acomodamiento en mayores espacios de los llamados temas de la cultura restringida. Redescubrir que el mundo ha cambiado, que las fuerzas económicas locales son más importantes que antes, que los planes del Estado, aunque parecen más difusos, en realidad son más definitorios de la actividad de los periódicos, pueden ser un buen principio para replantearnos las cosas. Y, a partir de ahí, explorar nuevas posibilidades, dentro de las reglas del capitalismo en que vivimos y de conformidad con los arreglos y las asociaciones que hay establecidas entre los periódicos y las principales políticas de Estado.
Creemos que el punto de partida es reconocer que las expresiones de la cultura restringida no pueden seguir siendo objetos de consumo para las minorías cultas y para las franjas marginales de nuestras sociedades. Hecho lo anterior, necesitamos reconocer que hay que competir con los otros contenidos de los periódicos, buscando el favor del público, seguros que por este camino tendremos también el apoyo de los anunciantes. Conquistar al gran público para que consuma cultura restringida no es fácil. Supone verificar si lo que hemos ofrecido hasta ahora es necesario para su vida diaria. Casi siempre los críticos escriben más para los colegas que hacen crítica que para los lectores de a pie, que ni siquiera imagina en el momento de sentarse en el ordenador. Los poetas frecuentemente escriben para gloria suya y para hacer rabiar a sus contendientes. Los críticos de cine, para darle salida a sus pasiones y rencores. Y los reseñadores de libros, más que ser orientadores de los lectores para que descubran en la selva de la producción libresca el libro puntual para sus necesidades existenciales, más bien se erigen en ermitaños que desde el egoísmo quieren imponer sus gustos a rajatabla. Y, además, aceptar que los lectores no son niños de pecho, sino que tienen ideas, propósitos y gustos específicos que casi nunca tienen coincidencia con los oficiosos críticos que santifican y bendicen o satanizan las obras producidas por los editores.
Como se puede ver, este acto de constricción no está exento de problemas psicológicos. Darle la vuelta a la tortilla para que quienes determinen el contenido de las páginas de cultura restringida no sean sus creadores y directores, sino los lectores, creará desajustes, además de que algunos se resistirán a abandonar esta misión de Moisés en el desierto de la ignorancia de mostrar qué leer, qué celebrar y a quiénes aplaudir. Pero no hay otra alternativa. Aunque no estamos en la época de la imposición de la masa, hay que reconocer que vivimos en una época donde la soberanía parece estar pasando a las manos de los consumidores. Aceptar que las encuestas, los sondeos y las estrategias manipuladoras de los expertos en mercadeo son fórmulas distorsionantes del ejercicio de la voluntad de los consumidores de bienes culturales restringidos es una prueba de realismo que inevitablemente debe llevarnos a colocar los pies sobre al tierra.
Creemos que vale la pena, ahora que estamos en el terreno de lo nuestro, aceptar que desde las páginas de cultura restringida no conocemos mucho las necesidades reales de los lectores. Algunos conocen cuestiones superficiales, extraídas de las encuestas rápidas de preguntas bobas hechas a los lectores, clasificadas a granel. Pero muy pocos conocen la necesidad de individualización de los lectores, la búsqueda del placer estético especial para aumentar su sentimiento de ser más que una pieza en un ajedrez manejado por figuras todopoderosas y transformarse en un ser específico e individualizado, y la urgencia que experimentan para la defensa de sus espacios particulares de expresión personal. Y el problema es que este lector existe, pero no lo estamos atendiendo.
Adicionalmente, como reconocía con extraordinaria belleza José Martí, si reconocemos que si ofrecemos cultura, como opción adulta, haremos personas libres, fácilmente podremos concluir que nuestra labor tiene una extraordinaria importancia, especialmente en la dirección de hacer pueblos definidos y personalizados en cada uno de nuestros países. Concebida la cultura como base para la conquista de la libertad, tiene un efecto extraordinario para quienes nos encargamos de su divulgación, especialmente los que han sufrido, desde la modernización de los periódicos de los países pequeños (casi siempre animados desde España), el escarnio y el menosprecio que se les dispensan a los que ejercen oficios para los cuales no hay demanda. Como los afiladores de cuchillos, los afinadores de órganos o los especialistas en ayudar a los gatos a perder al miedo a la oscuridad.
Descubiertas las necesidades de los lectores, podemos organizar nuevas y sugerentes ofertas que hasta ahora no hemos explorado. Podemos ampliar los espacios de la cultura restringida, incorporar temas y asuntos hasta ahora marginales, pero que ahora ocupan especial atención. Se nos ocurren, en términos de ejemplo, elementos culturales relacionadas con los inmigrantes, sus fórmulas de ajuste a las sociedades recipientes y las expresiones poéticas de su soledad existencial. Solo es un tema. Debe de haber muchos más que todos estamos en capacidad de explorar, convencidos de que mientras haya lectores que privilegien nuestras secciones culturales restringidas, que reciten los versos de nuestros poetas y se enfrenten a la muerte y a la vida, con valentía, recordando los valores éticos de los personajes de las novelas que escriben nuestros trabajadores de la cultura, siempre habrá espacio en los periódicos para la cultura restringida, no porque sus dueños y líderes sean tan dóciles a la voluntad popular, sino en simple obediencia a los anunciantes que siempre privilegian lo que compran los consumidores.