Me siento en la obligación, con ustedes y con mi propia tranquilidad, de comenzar haciendo explícita la doble carga que llevo en este momento. La primera, en un congreso de la lengua, ser un académico designado y que aún no cumple con el rito (o la alcabala) de la posesión, lo que, en este escenario, me convierte en remiso, en alumno que aún no tiene el uniforme, bien sea por pobreza, por pereza, por inmodestia, por humildad o por todas las anteriores.
La segunda carga, ya directamente relacionada con el tema de esta mesa, es más terrible, tanto, que confío en que termine tomando visos de cierta comicidad opaca, la que produce siempre una especie de sonrisa mental. Voy al grano. Sucede que no tengo mucho que decir con respecto al tema de esta mesa. No soy un experto en el asunto, es más, cuando lo pienso, me doy cuenta de que ignoro sus límites, acaso porque su contenido mismo, la integración, significa la superación de las fronteras.
En una ocasión anterior intenté unos apuntes sobre el tema, apuntes que repienso, copio, amplío y corrijo. Cuando aparece la palabra frontera, en una especie de asociación no tan libre ni tan freudiana, la relaciono de inmediato con dos niveles de experiencia humana, el primero, más primitivo y animal, el instinto de la territorialidad común a todas las especies zoológicas que marcan su espacio con olores o con ruidos, con obstáculos o con trampas, con miras a la reproducción o a la defensa, en fin, a la satisfacción de otros instintos. El segundo, de seguro derivado de nuestro comportamiento más impulsivo y más atávico, esto lo dirán los arqueólogos o los filósofos sociales, los teólogos o los zoólogos, tiene que ver con el concepto geopolítico de frontera.
El elemento que define las fronteras es la organización política y, para nuestra época, los Estados nacionales, un invento que lleva un poco más de dos siglos y que los países europeos aplicaron con regla y compás a los mapas de Asia Menor y África. Nunca la geometría produjo tantas muertes y tantas guerras como esas líneas rectas que trazaron los imperios del siglo xix. En el caso latinoamericano, los Estados nacionales quedaron determinados por la organización colonial española, de modo que el Virreinato de Nueva España se convirtió en México, por ejemplo, o el virreinato de Nueva Granada prefiguró la actual Colombia.
Hoy en día, el modelo político de Estado nacional se está colapsando, atacado desde arriba y desde abajo. Lo central de esta crisis radica en que ya son pocas las funciones inherentes a la autoridad y a la organización de la sociedad según el tamaño que tienen los Estados. Unas son más pequeñas: las regiones quieren controlar algunos servicios, las policías son locales en algunos sitios y los programas educativos se han adaptado al entorno inmediato. Otras son mayores, en especial las exigencias del mercado y la dimensión de las comunicaciones. En medio de ambas instancias, los poderes locales y la realidad cotidiana de una aldea global (es decir, de un globo más aldeano), las líneas de flotación de los Estados nacionales parecen estar minadas.
Si todas mis conjeturas son acertadas, lo más posible es que la organización política de la sociedad, basada en la territorialidad soberana de unos Estados nacionales, esté destinada a desaparecer. Aquí me detengo para juntar los dos sentidos que le he adjudicado a la palabra frontera: las expresiones del poder de la sociedad son análogas a las manifestaciones zoológicas de territorialidad de los individuos, y las consecuencias son las mismas en ambos casos: el intento de vulnerar unas u otras significa el uso de la fuerza por parte del grupo o la agresividad del animal que nota que su territorio ha sido invadido.
Por su gradual anacronismo me atrevo a pronosticar la desaparición de los Estados nacionales. Esto no significa que hoy en día carezcan de una vigencia que incida en las vidas individuales, y de qué manera. Cargamos un pasaporte, nuestra movilidad está condicionada por los funcionarios de inmigración, cada país tiene sus aduanas, es más, pagamos impuestos que se usan para sostener a los funcionarios consulares, a las aduanas y a unos ejércitos que deben guardar nuestras fronteras y que, periódicamente, deben tener alguna guerra, mínimo una escaramuza, en defensa de nuestro territorio.
En el examen de los principales elementos que forman una cultura, la diferencia entre los países latinoamericanos es inexistente en la práctica. Baste pensar que, en ciertos recorridos por Europa, uno puede cambiar de lengua hasta cuatro veces en doscientos kilómetros, mientras que nuestro continente comparte el idioma, su población se formó por la confluencia de nativos, europeos y africanos, en fin, las muestras externas de comportamiento permiten hallar unos elementos comunes suficientes para hablar de una sola cultura, inclusive admitiendo que existen ingredientes diferenciadores, mucho más por regiones que por países.
Hay culturas regionales que tienen un pie en un país y otro pie en otro, por ejemplo los wayús, los indios de la Guajira venezolana y colombiana, o en la identidad de la población de los llanos venezolanos y colombianos. Hay culturas definitivamente trasnacionales, como la comida caribe, proclive a los fríjoles, a los platos fritos en grasa, al plátano maduro o verde y a la carne de cerdo, igual o semejante en Cuba que en Jamaica, en Puerto Rico o en Dominicana. Y hay elementos que cubren el continente entero desde el río Bravo hasta la Patagonia, dondequiera que se hable castellano, donde siempre hubo un cura y donde hay hábitos comunes, por ejemplo, la adicción a las telenovelas y un repertorio básico de música popular que podrían cantar en coro una manicurista de Salta, un obrero de Monterrey, un pescador de Cartagena y un notario de Arequipa. Alguna vez, en plan de ensayo verbal, le oí a Luis Rafael Sánchez un intento de hacer esa lista de canciones, entre las que recuerdo Noche de Ronda, Volver, Sin ti, El Mansiero, Fina Estampa, El día que me quieras, Amanecí en tus brazos, El Jibarito y Pedro Navaja.
Puede decirse, entonces, que los elementos diferenciadores de las culturas latinoamericanas están más marcados por peculiaridades regionales, por un sentido de pertenencia a las localidades que por las fronteras entre Estados. Me referí a los wayús, ese pueblo admirable que habita en la península de la Guajira. Pues bien, hablando de fronteras, no se puede olvidar la hermosa costumbre de los wayús, que rompen las barreras del recelo personal llamando con su nombre al amigo en que confían, en una oferta de lealtad. Si fuéramos wayús, yo los llamaría a ustedes Darío, diciéndoles que hemos roto nuestras fronteras, que somos uno, que yo soy tú. Inevitable agregar que esta costumbre sería muy útil para los desmemoriados como yo que olvidan con facilidad el nombre de sus prójimos, de sus daríos.
Al fenómeno que vengo describiendo se superponen elementos homogenizadores, esa macdonalización de los hábitos, los valores y las formas de concebir la realidad. Ignoro si esto es bueno o malo, no se trata de calificar, que en este caso equivale a profetizar. Mi desconfianza instintiva en el rumbo que ha tomado la especie humana me dicta que esta es otra depredación inútil, pero este es un sentimiento íntimo que no puede olvidarse del hecho objetivo. La famosa internacionalización no es un mero postulado teórico, sino un nudo de fenómenos que hoy por hoy afectan nuestra vida diaria.
La arquitectura es idéntica en Guadalajara o en Medellín, en Caracas o en San Juan, y son los mismos los avisos de Blockbuster y Coca-Cola, de Sony y Citibank y uno tiene que hacer un esfuerzo mental para descubrir en qué lugar se encuentra, pues el traje típico en todas partes es el bluyín y el traje mental es la sociedad utilitaria, mezquina con el tiempo, acosada por la prisa y signada por ideales de vida basados en el éxito económico.
La cultura nacional, en el caso latinoamericano, es desvirtuada por los elementos ancestrales que atraviesan fronteras, por las peculiaridades locales y por los arquetipos de líderes empresariales y políticos formados bajo el estándar académico internacional, por no decir norteamericano y europeo. Pero los Estados nacionales sobreviven y, en tanto que aparatos con una territorialidad que posee fronteras con otros Estados, devienen en obstáculos para evidenciar la unidad de la cultura. Nada más difícil que mover bienes culturales entre países. Impera, como parte de la soberanía de los Estados nacionales, una concepción restrictiva del patrimonio cultural. Enfurece, sí, que aparezcan los mercaderes internacionales depredando tumbas antiguas y esto merece coacción policial, pero la circulación legal de estos bienes está sometida a trámites inverosímiles y kafkianos. Sé de dos países (y puede haber más) donde se requiera la firma del presidente de la república para prestar temporalmente una pieza de patrimonio cultural a un museo del extranjero. Y en regímenes de aduanas, el tratamiento que se suele dar a las exposiciones de arte es idéntico al que se le aplica a los bienes de lujo ostensible, como los perfumes. El trámite de nacionalización de libros es una ordalía para los importadores de muchos países, sean estos comerciantes o bibliotecas públicas.
Lo que es significativo aquí es que mientras los objetos materiales de la cultura son tratados como si se tratara de la prohibición de ciertas sustancias psicotrópicas, para traspasar libremente las fronteras nos queda la palabra como moneda común, el lenguaje potenciado por los medios proporcionados por la tecnología, la red virtual, la televisión, la radio. Demasiados lo han dicho, de seguro, en un congreso como este: las conjeturas que siguen han sido ya pronunciadas como si fueran leyes: el idioma común supone una idéntica estructura del pensamiento, un terreno ganado en el entendimiento entre personas, así hayan nacido a miles de kilómetros de distancia.
Si fueran posibles las estrategias (a lo mejor lo son) en cuanto a la conservación de ese capital común, acaso el frente más vulnerable es el peculiar castellano que se escribe en Internet, en particular el idioma del correo electrónico y de los chats, idioma que no es ni oral ni escrito y participa de ambos, idioma que exige, que engendra, su propia ortografía y sus propios convencionalismos.
Acaso el esfuerzo por multiplicar el uso del idioma en la red y por cuidar su uso de modo que podamos seguir teniendo el idioma común sea la vía más adecuada para mantener la posibilidad, elemental y significativa, de cantar en coro las canciones de un idioma que conserva un territorio que sobrepasa fronteras y que, a la vez, se expande en la red virtual muchas más allá de su propio territorio.