Millones de hispanohablantes han recibido más lecciones de gramática desde los periódicos de cada país que desde el estrado del maestro en la escuela.
Durante muchos decenios, algunos aventurados eruditos se han propuesto explicar en la prensa los entresijos de nuestro idioma a un público heterogéneo y no necesariamente muy instruido en cuestiones léxicas, pero ávido de saber más sobre la esencia de su pensamiento: el lenguaje. Y, sobre todo, de aprender sobre algo que la gente ama: las palabras.
Ustedes entenderán enseguida de qué voy a hablar porque es muy probable que reconozcan al menos alguno de estos nombres: los colombianos Roberto Cadavid, Argos, José Velásquez García (Luis Obando y Julio Vives Guerra), Gabriel Escobar Gaviria (Sófocles), Soledad Moliner, Lucila González, Carlos Alberto Caicedo (Fisgón), Óscar Gil…; los españoles Fernando Lázaro Carreter y Luis Calvo (El Brocense); la peruana Marta Hildrebrandt, el venezolano Alexis Márquez Rodríguez…
Alexander Prieto Osorno escribió en las ciberpáginas del Instituto Cervantes que hoy Colombia es el país latinoamericano con más columnas de prensa dedicadas a la corrección del idioma. Por eso deseaba hablar aquí sobre esta suerte de periodismo cultural que consiste en difundir las reglas de nuestra lengua con la destreza puesta en que el lector más desavisado las entienda.
Aunque no puedo conocer todas las columnas periodísticas que se han publicado o se publican sobre nuestro idioma, y aunque obviamente no he citado de forma exhaustiva a las decenas de eruditos que se dedican con esfuerzo a esa tarea, me atrevo a exponer aquí para la reflexión y el debate algunas características comunes a ellos.
1. No suelen aparecer en las páginas de cultura. Aun tratándose a todas luces de periodismo cultural, estas colaboraciones obtienen por lo regular otros lugares destacados en los periódicos, junto a los artículos más sesudos del día o con una relevancia tipográfica que los dota de una personalidad indiscutible.
2. Se han considerado siempre entre las columnas más leídas del diario y sus autores han disfrutado del aprecio general de los lectores.
3. Muy a menudo, estos columnistas buscan efectos humorísticos o irónicos.
4. Es curiosa la recurrencia al pseudónimo, frecuentemente con nombres de personajes históricos, literarios o míticos: Argos, Sófocles, El Brocense…
5. La mayoría de sus críticas están dirigidas a quienes tienen el lenguaje por herramienta profesional. Argos se permitía corregir al mismísimo García Márquez, por ejemplo, y Lázaro Carreter arremetía contra los locutores deportivos que tanto escuchaba como gran aficionado al fútbol y en concreto al Zaragoza.
6. Casi todos han mantenido regularmente posiciones severas de fondo, poco permisivas ante los barbarismos y los neologismos en general.
7. Es un fenómeno muy hispano, por más que en lengua inglesa también sea muy conocido el caso de William Safire en el New York Times dominical.
Estos hechos me llevan a las siguientes consideraciones:
1. Los directores de los periódicos iberoamericanos son conscientes de la importancia del idioma y de su uso correcto, y por ello abren espacios de relevancia tipográfica para estas columnas. Tal vez por su cargo de conciencia sobre cómo está escrito su propio periódico.
2. Al público le interesan muchísimo estos artículos y por eso los lee con entusiasmo. Las columnas periodísticas sobre lenguaje cubren a menudo unas carencias que proceden del sistema educativo. Por ejemplo, miles de lectores han conocido a través de estos artículos que toda palabra procede de otra (aunque a veces desconozcamos con exactitud ese origen) y han sabido que existen las etimologías o las evoluciones fonéticas. La gente tiene derecho a saber más y lo quiere ejercer en cuantos asuntos se refieran al lenguaje. Esto sucede seguramente porque los hablantes se han dado cuenta de que los medios de comunicación ya no forman ese «hablante de prestigio» que antaño podía condicionar la implantación de un giro o una palabra y buscan referencias seguras sobre el uso de la lengua. A los lectores les interesan estas columnas porque con ellas logran una pequeña venganza: les piensan en la cara a sus profesores que ya podían haberles enseñado la gramática así y se regodean con las críticas a los periodistas en general, ya que está demostrado que los periodistas suelen andar siempre criticando a los demás.
3. Los articulistas buscan con ese estilo humorístico e irónico hacerse perdonar su erudición, para no parecer arrogantes y muy por encima de su público. No en vano estamos en una sociedad donde a veces es necesario pedir perdón por el éxito y en la cual la ironía es la mejor arma de los que están en injusta desventaja. La mayoría de estos sabios dan unos garrotazos tremendos con sus columnas (es decir, dan columnazos), pero el envoltorio irónico los hace más dulces. Es curioso que muestren ese estilo tremendamente desenfadado quienes sienten en realidad un enfado tremendo.
4. Los pseudónimos de muchos de ellos no alcanzaron a encubrir largo tiempo su personalidad auténtica, dado sobre todo el éxito que cosecharon. Pero llama la atención ese recurso. Parece que la ocultación de la identidad (siquiera sea retórica) los dotaba de un grado mayor de libertad intelectual y los amparaba ante los compañeros de oficio. Ojalá todos los que hoy en día se amparan en el anonimato para escribir cualquier estupidez en Internet tuvieran el mismo estilo que estos eruditos.
5. Los periodistas suelen recibir los empellones de estos sabios bienhumorados porque la letra impresa ha perdido influencia, a fuerza de crear un dialecto que solo emplean los medios de comunicación y que no forma parte del lenguaje popular. Y que ni siquiera influye en él. A nadie más que a un periodista se le ocurrirá decir que «el alcalde no pudo llegar al acto oficial debido a factores de distancia» (es decir, porque estaba lejos) o escribir que tal o cual partido se debe «posicionar» sobre el problema planteado; solo un reportero de sucesos escribirá que «los atracadores huyeron a bordo de una moto», y nadie más que el meteorólogo de una cadena de televisión podrá anunciar que «caerán precipitaciones en forma de nieve». ¿Se imaginan a la gente normal diciendo cosas como «no puedo ir a recogerte ahora porque tengo factores de distancia», «cariño, tenemos que posicionarnos sobre si vamos al cine o al teatro», «estuve escuchando en la radio un rato a Dario Arizmendi y otro rato a Julio Sánchez Cristo cuando iba a bordo de mi coche» o «amigo mío, me temo que hoy van a caer precipitaciones en forma de nieve»?
6. La severidad de sus planteamientos de fondo (aunque fueran tratados con humor) me parece debida a que tradicionalmente hemos creído que hablar sobre la lengua significaba establecer y respetar normas. Normas que, por otra parte, emanan del pueblo. Ahora se está produciendo una corriente oficial distinta, que mira mucho al uso concreto del idioma que se hace en los periódicos. Me da la impresión de que la corriente oficial se ha llenado de ecólogos que describen lo que pasa y lo dan por bueno, mientras en los periódicos se han quedado los ecologistas, que intentan influir en la buena conservación de las riquezas naturales.
7. Y este fenómeno del columnismo idiomático me parece muy hispano, muy latino. Nos importa mucho nuestra lengua y estamos dispuestos a venerar a quienes nos la cuiden. De hecho, yo me dediqué a escribir sobre esto porque se me ocurrió que tal vez así me venerara alguien. Yo venero a todos los articulistas que he citado; también a los que se me olvidan. Y a todos ellos hay que sumar ahora las recomendaciones de la Fundéu (la Fundación del Español Urgente, creada por la agencia Efe y el BBVA) que se publican ya como artículos en muchos diarios de España y de América.
Como he dicho otras veces, nuestra cultura no es inferior a ninguna; no tenemos por qué llenarnos de anglicismos que refuerzan ese sentimiento de inferioridad al que somos tan propensos; sentirse superior a otro no le hace a uno superior. Pero en el momento en que alguien se siente inferior a otro, empieza a ser realmente inferior.
Sirva esta intervención como homenaje a esos articulistas del léxico y de la gramática, maestros de verdad, capaces de hacerse comprender en un aula de millones de alumnos.