Entre los temas que Daniel Samper nos propuso, había uno que me llamó la atención más que los otros. Hablaba de «los escritores reconvertidos en periodistas y lo que en España se ha llamado la literaturalización del periodismo». No me interesó solo, como ustedes podrían creer, porque me obligaría a jugarme la vida a todo o nada diciendo un par de veces literaturalización, y soy amante de los riesgos (lingüísticos). No solo: también me sorprendí preguntándome si yo sería uno de esos.
Y creo que sí: trato de ser, entre otras cosas, un cronista, uno que literaturiza el periodismo. O que cree, incluso, que cierto periodismo es una rama de la literatura. Esta es una mesa sobre periodismo cultural, y yo he hecho mucho periodismo cultural. He dirigido un par de suplementos y revistas de libros, he participado en muchos otros, sigo participando. Pero sospecho que el periodismo cultural que más me interesa es el que crea una cultura, no el que habla sobre la que ya existe. Eso, creo, es la crónica.
Una primera definición: la crónica es eso que nuestros periódicos hacen cada vez menos.
Suelo preguntarme por qué los editores de diarios y periódicos latinoamericanos se empeñan en despreciar a sus lectores. O, mejor, en tratar de deshacerlos: en su desesperación por pelearle espacio a la radio y a la televisión, los editores latinoamericanos suelen pensar medios gráficos para una rara especie que ellos se inventaron: el lector que no lee. Es un problema: un lector se define por leer, y un lector que no lee es un ente confuso. Sin embargo, nuestros bravos editores no tremulan ante la aparente contradicción: siguen adelante con sus páginas llenas de fotos, recuadros, infografías, dibujitos. Los carcome el miedo a la palabra escrita, a la lengua, y creen que es mejor pelear contra la tele con las armas de la tele, en lugar de usar las únicas armas que un texto no comparte: la escritura. Por eso, en general, les va como les va; por eso, en general, a nosotros también.
Pero algunos estamos por la crónica.
Me gusta la palabra crónica. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo. Siempre que alguien escribe, escribe sobre el tiempo, pero la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez.
La crónica tuvo su momento, y ese momento fue hace mucho. América se hizo por sus crónicas: América se llenó de nombres y de conceptos y de ideas a partir de esas crónicas (de Indias), de los relatos que sus primeros viajeros más o menos letrados hicieron sobre ella. Aquellas crónicas eran un intento heroico de adaptación de lo que no se sabía a lo que sí: un cronista de Indias (un conquistador) ve una fruta que no había visto nunca y dice que es como las manzanas de Castilla, solo que es ovalada y su piel es peluda y su carne violeta. Nada, por supuesto, que se parezca a una manzana, pero ningún relato de lo desconocido funciona si no parte de lo que ya conoce.
Así escribieron América los primeros: narraciones que partían de lo que esperaban encontrar y chocaban con lo que se encontraban. Lo mismo que nos sucede cada vez que vamos a un lugar, a una historia, a tratar de contarlos. Ese choque, esa extrañeza, sigue siendo la base de una crónica.
La crónica es un género bien sudaca y es (quizás por eso) un anacronismo. La crónica era el modo de contar de una época en que no había otras. Durante muchos siglos el mundo se miró (si se miraba) en las palabras. A finales del siglo xix, cuando la foto se hizo más portátil, empezaron a aparecer esas revistas ilustradas donde las crónicas ocupaban cada vez menos espacio y las fotos más: la tentación de mostrar los lugares que antes escribían.
Después vino el cine, apareció la tele. Y muchos supusieron que la escritura era el modo más pobre de contar el mundo: el que ofrece menos sensación de inmediatez, de verosimilitud. La palabra no muestra: construye, evoca, reflexiona, sugiere. Esa es su ventaja.
La crónica es el género de no ficción donde la escritura pesa más. La crónica aprovecha la potencia del texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar un clima, crear un personaje, pensar una cuestión. ¿Hacer literatura? ¿Literaturizar?
La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista, mirar en el sentido fuerte. Mirar y ver se han confundido, ya pocos saben cuál es cuál. Pero entre ver y mirar hay una diferencia radical.
Ver, en su primera acepción de esta Academia, es «percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la luz»; mirar es «dirigir la vista a un objeto». Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor (y de aprender). Para el cronista, mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador.
Hubo tiempos en que los hombres sabían que solo si mantenían una atención extrema iban a estar preparados en el momento en que saltara la liebre, y que solo si la cazaban comerían esa tarde. Por suerte ya no es necesario ese estado de alerta permanente, pero el cronista sabe que todo lo que se le cruza puede ser materia de su historia y, por lo tanto, tiene que estar atento todo el tiempo, cazador cavernario. Es un placer retomar, de vez en cuando, ciertos atavismos: ponerse primitivo.
Digo: mirar donde parece que no pasara nada, aprender a mirar de nuevo lo que ya conocemos. Buscar, buscar, buscar. Uno de los mayores atractivos de componer una crónica es esa obligación de la mirada extrema.
Para contar las historias que nos enseñaron a no considerar noticia.
Existe la superstición de que no hay nada que ver en aquello que uno ve todo el tiempo. Periodistas y lectores la comparten: la «información» busca lo extraordinario; la crónica, muchas veces, el interés de la cotidianeidad. Digo: la maravilla en la banalidad.
El cronista mira, piensa, conecta para encontrar (en lo común) lo que merece ser contado. Y trata de descubrir a su vez en ese hecho lo común: lo que puede sintetizar el mundo. La pequeña historia que puede contar tantas. La gota que es el prisma de otras tantas.
La magia de una buena crónica consiste en conseguir que un lector se interese en una cuestión que, en principio, no le interesa en lo más mínimo.
Porque la crónica, en principio, también sirve para descentrar el foco periodístico. El periodismo de actualidad mira al poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede (no debe) ser noticia.
La información (tal como existe) consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a esos. La información postula (impone) una idea del mundo: un modelo de mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo.
La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, de cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que el mundo también puede ser otro. La crónica es política.
La información no soporta la duda. La información afirma. En eso el discurso informativo se hermana con el discurso de los políticos: los dos aseguran todo el tiempo, tienen que asegurar para existir. La crónica (el cronista) se permite la duda.
La crónica, además, es el periodismo que sí dice yo. Que dice existo, estoy, yo no te engaño.
El lenguaje periodístico habitual está anclado en la simulación de esa famosa «objetividad» que algunos, ahora, para ser menos brutos, empiezan a llamar neutralidad. La prosa informativa (despojada, distante, impersonal) es un intento de eliminar cualquier presencia de la prosa, de crear la ilusión de una mirada sin intermediación: una forma de simular que aquí no hay nadie que te cuenta, que «esta es la realidad».
El truco ha sido equiparar objetividad con honestidad y subjetividad con manejo, con trampa. Pero la subjetividad es ineludible, siempre está.
Es casi obvio: todo texto (aunque no lo muestre) está en primera persona. Todo texto, digo, está escrito por alguien, es necesariamente una versión subjetiva de un objeto narrado: un enredo, una conversación, un drama. No por elección; por fatalidad: es imposible que un sujeto dé cuenta de una situación sin que su subjetividad juegue en ese relato, sin que elija qué importa o no contar, sin que decida con qué medios contarlo.
Pero eso no se dice: la prosa informativa se pretende neutral y despersonalizada, para que los lectores sigan creyendo que lo que tienen enfrente es «la pura realidad», sin intermediaciones. Llevamos siglos creyendo que existen relatos automáticos producidos por esa máquina fantástica que se llama prensa; convencidos de que la que nos cuenta las historias es esa máquina-periódico, una entidad colectiva y verdadera.
Los diarios impusieron esa escritura «transparente» para que no se viera la escritura: para que no se viera su subjetividad y sus subjetividades en esa escritura: para disimular que detrás de la máquina hay decisiones y personas. La máquina necesita convencer a sus lectores de que lo que cuenta es la verdad y no una de las infinitas miradas posibles. Reponer una escritura entre lo relatado y el lector es (en ese contexto) casi una obligación moral: la forma de decir aquí hay, señoras y señores, señoras y señores: sujetos que te cuentan, una mirada y una mente y una mano.
Nos convencieron de que la primera persona es un modo de aminorar lo que se escribe, de quitarle autoridad. Y es lo contrario: frente al truco de la prosa informativa (que pretende que no hay nadie contando, que lo que cuenta es «la verdad»), la primera persona se hace cargo, dice: esto es lo que yo vi, yo supe, yo pensé; y hay muchas otras posibilidades, por supuesto.
Digo: si hay una justificación teórica (y hasta moral) para el hecho de usar todos los recursos que la narrativa ofrece, sería esa: que con esos recursos se pone en evidencia que no hay máquina, que siempre hay un sujeto que mira y que cuenta. Que hace literatura. Que literaturiza.
Por supuesto, está la diferencia extrema entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona.
La primera persona de una crónica no tiene siquiera que ser gramatical: es, sobre todo, la situación de una mirada. Mirar, en cualquier caso, es decir yo y es todo lo contrario de esos pastiches que empiezan «cuando yo»: cuando el cronista empieza a hablar más de sí que del mundo, deja de ser cronista.
Hay otra diferencia fuerte entre la prosa informativa y la prosa crónica: una sintetiza lo que (se supone) sucedió; la otra lo pone en escena. Lo sitúa, lo ambienta, lo piensa, lo narra con detalles: contra la delgadez de la prosa fotocopia, el espesor de un buen relato. No decirle al lector esto es así; mostrarlo. Permitirle al lector que reaccione, no explicarle cómo debería reaccionar. El informador puede decir «la escena era conmovedora», el cronista trata de construir esa escena y conmover.
Yo lo llamo crónica; algunos lo llaman nuevo periodismo. Es la forma más reciente de llamarlo, pero se anquilosó. El nuevo periodismo ya está viejo.
Aquello que llamamos nuevo periodismo se conformó hace medio siglo, cuando algunos señores (y muy pocas señoras todavía) decidieron usar recursos de otros géneros literarios para contar la no ficción. Con ese procedimiento armaron una forma de decir, de escribir, que cristalizó en un género.
Ahora casi todos los cronistas escriben como esos tipos de hace cincuenta años. Dejamos de usar el mecanismo, aquella búsqueda, para conformarnos con sus resultados de entonces. Pero lo bueno era el procedimiento, y es lo que vale la pena recobrar: buscar qué más formas podemos saquear aquí, copiar allí, falsificar allá, para seguir buscando nuevas formas de contar la vida. Ese es, creo, el próximo paso para tratar de armar, desde el mejor periodismo, una cultura, es decir, una manera de mirar el mundo.