Juan Carlos de Borbón

Palabras en la inauguración Juan Carlos de Borbón
Rey de España

Gracias de todo corazón, Señor presidente, por tan inolvidable hospitalidad como la que, junto a vuestra esposa y al pueblo colombiano, nos habéis querido dispensar en estos tres días de visita que han acrecentado, en la Reina y en mí, nuestro —ya de por sí— profundo afecto por Colombia.

Hace ahora diez años que se celebró en la ciudad de Zacatecas el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, al que después siguieron los de Valladolid en 2001, y de Rosario en 2004.

El tiempo transcurrido nos permite afirmar que estamos ante un gran acontecimiento que, periódicamente, nos reúne en torno a nuestra lengua común.

Corresponde a esta preciosa y admirada ciudad de Cartagena de Indias ser la sede de este Cuarto Congreso. La Reina y yo queremos expresar nuestra más sincera enhorabuena a los colombianos, a su Gobierno y al Ayuntamiento de esta ciudad, por la buena organización de un Congreso que se convertirá en referencia obligada.

En Medellín, acabamos de asistir a dos hechos de inmenso valor para el futuro inmediato del español, que reafirman la plena vigencia del lema Unidad en la diversidad, bajo el que se celebra este importante Congreso. Me refiero, en primer lugar, a la sesión plenaria en la que la Real Academia Española y las veintiuna Academias que con ella integran la Asociación de Academias, aprobaban el texto básico de una nueva Gramática que, por primera vez, muestra en toda su amplitud el mapa de nuestro idioma, unido en su rica variedad.

De manera complementaria, decenas de rectores de universidades de América y de España, convocados por el Instituto Cervantes, aprobaban el Sistema Internacional de Certificación del Español como Lengua Extranjera, subrayando —en una aplicación práctica— el propósito de servicio a esa unidad.

Un sistema que constituirá la mayor garantía de aprendizaje de nuestro idioma para millones de estudiantes de todo el mundo, y que incrementará el valor académico y profesional de los diplomas que ofrecen cada uno de nuestros países e instituciones. Permitirá también que las industrias culturales en español, como la del libro, la música, la televisión o las tecnologías de la información y la comunicación, recorran el camino abierto a la expansión internacional de nuestra lengua.

Sin duda, son dos bellos ejemplos de que la lengua española, que nos une, debe llevarnos también a acometer empresas comunes en beneficio de todos. La lengua pertenece a los hablantes, a todos y cada uno de ellos. En ella está siempre el último reducto de nuestra libertad, pues vivimos, construimos el futuro y los sueños con palabras.

La lengua española que llegó a América, era un idioma vario en las voces de quienes, en las sucesivas expediciones, venían de distintas partes de España. Y pronto, en el mutuo contacto de todos, y en el contacto también con las lenguas indígenas, se hizo un español fundido, sin que por ello en las distintas regiones dejaran de conservarse y de acentuarse variedades de realización que son sentidas como propias. Alcanzó pronto el español en estas tierras un nivel de excelencia.

Era el que iba a brillar, ya sea en la épica mestiza del Inca Garcilaso o en la lírica mestiza de Sor Juana Inés de la Cruz; el que iba a admirar también Lope de Vega.

Con el tiempo, el crecimiento de las variedades dialectales y los influjos de otras lenguas suscitaron, en los espíritus más atentos, el temor de una posible fragmentación de la unidad del español. Hemos tenido ocasión de reconocer en Medellín la eficaz tarea que nuestras veintidós Academias de la Lengua Española desarrollan, velando por esa unidad.

Pensando en la historia de la relación de América y España, Carlos Fuentes ha hablado del castellano, del español, como «lengua de la rebelión y de la esperanza». En español se redactaron las nuevas constituciones. Y pronto, las naves que habían arribado aquí a Cartagena, cargadas de Nebrijas, Amadises, Garcilasos y Quijotes, volvieron a España, y llevaron a Rubén, a Huidobro, a Vallejo, a Neruda, que cambiaron el rumbo de la poesía española de la primera mitad del siglo xx. Y apenas iniciada la segunda mitad del siglo, estalló el llamado bum de la novela de los escritores hispanoamericanos, sentidos como propios.

El español atesora desde hace siglos un ingente patrimonio cultural, que compartimos hoy más de cuatrocientos millones de personas.

Octavio Paz nos describe en primera persona esta experiencia: «Los primeros libros que leí, apenas si necesito decirlo, fueron libros escritos en español. Sin pensar jamás en la nacionalidad del autor, leí a Galdós y a Darío, al Arcipreste de Hita y a César Vallejo, a Gómez de la Serna y a José Vasconcelos. Primero como lector, después como escritor, nunca he puesto en duda la unidad de nuestras letras».

Lo que Octavio Paz aplica a la lengua y la literatura, se puede extender a casi todos los ámbitos de nuestro quehacer, y esta unidad esencial es la que hace posible que en Cartagena se reúnan dos centenares de personalidades procedentes de múltiples países y de las más diversas especialidades y disciplinas.

Es también, la que permite que abordemos en común el cometido del español como instrumento de integración iberoamericana y como lengua de comunicación universal, que exploremos su papel en la ciencia, la técnica y la diplomacia y, en definitiva, que se afiance la unidad dentro de la diversidad lingüística.

Sería difícil encontrar un marco más adecuado, un contexto mejor que este Congreso, para tributar un homenaje a Gabriel García Márquez, a quien felicitamos por tantas cosas: por su ochenta cumpleaños, por el veinticinco aniversario de su Premio Nobel y por los cuarenta años de la publicación de Cien años de soledad.

Porque Gabriel García Márquez es, en sí mismo, en su trayectoria creadora, un ejemplo vivo de esa unidad del español en su diversidad, una de las figuras más insignes de la literatura en español. Suyas son estas palabras:

«No hablemos más por separado de literatura latinoamericana y de literatura española, sino simplemente de literatura en lengua castellana». No se trata de una reflexión teórica, sino de la expresión de una vivencia personal.

Cien años de soledad, en concreto, es una novela radicalmente caribeña, colombiana, y a la par, intensamente americana y declaradamente universal. Leyéndola, nos llegan ecos de los vallenatos de estas tierras, conjugados con cuentos tradicionales que, de boca en boca, de abuelos a nietos, procedían de la vieja Castilla, de Andalucía, de Canarias por los canales de la sangre familiar.

Gracias a la lengua española, a la exploración que García Márquez hizo de sus secretos y riquezas en una gustosa experiencia de lector y en un paciente, apasionado trabajo de orfebre, lo difícil se hizo sencillo, y una experiencia universal —la de la radical soledad del hombre y la implacable acción arrasadora del tiempo— se encarnó en un lugar, Macondo, situado en una realidad que es sueño.

Pero la verdad sustancial de la novela es que Macondo es un lugar de la lengua española. Gabriel García Márquez habla en esa novela, que ahora ha revisado, de «las estirpes condenadas a cien años de soledad».

Un sentimiento que no alberga la comunidad hispanohablante, pues un camino como este, que periódicamente exploramos en los Congresos Internacionales de la Lengua Española, revitaliza nuestra lengua, la comunicación y el valor estratégico del español.

De nuevo muchas gracias, señor presidente, a Cartagena, a Medellín y a toda Colombia por acogernos con tanto esmero y afecto en estos días. Muchas gracias.