Si el primer impulso de la unidad europea fue la economía, el de la comunidad hispánica ha sido casi desde siempre la literatura. A principios de los años cincuenta del siglo pasado unos pocos europeos tomaron, para citar el poema de Jorge Luis Borges, la extraña decisión de ser razonables, y quizás desengañados por decenios de palabrerías tóxicas y utopías delirantes, decidieron empezar por lo más simple en apariencia, por lo menos poético. Para construir la fraternidad europea después de dos guerras genocidas, empezaron por poner en común el carbón y el acero. No es mala idea, desde luego. Me dedico a la literatura pero no tengo nada contra los comerciantes, porque vender y comprar y viajar de un lado a otro llevando mercancías es una de las tareas más nobles y civilizadoras que ha conocido el mundo. Es más: por dedicarme a la literatura dependo del comercio para que mis libros lleguen a sus posibles lectores, o para tener yo acceso a los libros que me gustan, muchos de ellos editados en lugares muy lejanos del mundo. Nosotros, los hablantes de español, hemos descubierto la anchura de los continentes a la vez físicos e imaginarios que habitamos gracias a un cierto número de libros, a la hermosa mercancía de las palabras impresas.
Las distancias inmensas de la geografía, los prejuicios mezquinos de la ignorancia, el amor por el sectarismo y las fronteras de nuestras clases políticas, se han hecho menores, y en ocasiones se han borrado por completo, gracias al efecto hermanador de la literatura. Si Europa cumple cincuenta años, en cierto sentido el espacio común que abarca a América Latina y a España está cumpliendo cuarenta, porque ese es el tiempo que ha pasado desde que se publicó por primera vez Cien años de soledad. Como señaló Marcel Proust, no hay un público que esté esperando ansiosamente lo nuevo, ya que lo nuevo, por definición, es desconocido: nadie espera lo que no sabe que existe.
En 1967 no había millones de lectores esperando la aparición de esa novela que no iba a parecerse a ninguna otra, y la prueba de ello es que sus editores fueron muy prudentes al publicarla, y que hasta algún importante editor, célebremente, prefirió no hacerlo. Es el libro el que crea a sus lectores: es su misma novedad lo que al deslumbrar a quienes se acercan a ella les revela un tesoro inusitado que jamás se habrían atrevido a concebir. Proust decía que los cuartetos últimos y más radicales de Beethoven no esperaron a que se creara un público para ellos después de la muerte de su autor: fueron los mismos cuartetos los que poco a poco crearon a ese público, y lo mismo podemos decir de la obra misma de Proust, o del éxito universal de Cien años de soledad, que resume y contiene también el éxito de la gran narrativa latinoamericana.
El número de lectores que nacieron gracias a esa literatura es incalculable: y no me olvido de los escritores que le deben la revelación definitiva de su vocación literaria, entre los cuales me cuento, a mucha honra. Pero me importa hoy resaltar sobre todo que esos libros crearon también un mundo, un espacio, un mapamundi que tiene mucho que ver con la idea misma de la ciudadanía. La influencia fue aún más decisiva entre quienes descubrimos la literatura de América Latina en esa época fervorosa de la adolescencia en la que nos estaba sucediendo el descubrimiento de la vocación de escribir. Si, como dice un personaje sinvergüenza de Cary Grant, el secreto del éxito es comenzar desde arriba, yo no puedo imaginar un comienzo mucho mejor para mi encuentro, hacia los quince años, con la literatura de mi época, que la lectura de Cien años de soledad. Yo no tenía a nadie que guiara mis lecturas, y si bien eso me hizo distraerme con muchos libros malos(que tampoco me hicieron daño, la verdad) también me permitió un encuentro en condiciones de perfecta inocencia con unos cuantos libros excepcionales.
Tuve la suerte de leer el Quijote sin que me lo mandara o me lo recomendara nadie y sin saber si quiera que era una obra maestra, de modo que lo leí con plena felicidad y sin ninguna reverencia, sin que me estropeara el deleite ni el menor rastro de imposición cultural. Exactamente lo mismo me sucedió con Cien años de soledad. Cayó en mis manos de una manera casual, y me puse a leerlo como leía casi cualquier cosa, con el mismo fervor indiscriminado con que leía novelas policiales o relatos de aventuras o incluso novelitas baratas de espías y del oeste, y hasta los papeles rotos de la calle, por citar al mejor de nuestros novelistas. Pero desde la primera línea me encontré sumergido en un mundo, en un idioma, en una manera de contar que no podían compararse a nada conocido por mí. Era the shock of the new, el sobresalto de lo nuevo, por decirlo con la expresión del crítico Robert Hugues: pero también era, paradójicamente, la sugestión de lo más antiguo, el hechizo de los cuentos primitivos y de las historias familiares que nos contaban los mayores.
Era un mundo del todo exótico para un chico que jamás había salido de su vida rural y su provincia española, con animales y plantas tan desconocidos como las palabras que los nombraban, como los nombres desmedidos de los personajes.
Pero detrás de ese exotismo estaba el reconocimiento de una vida rural de trabajo sin recompensa como la que mi familia vivía, y también el trauma de una historia de explotación y violencia no muy distinta de la que habían padecido las clases populares españolas. Hasta los nombres, a pesar de su rareza, eran familiares después de todo: ¿no se parecían a los de los héroes y los países de las novelas de caballerías, a los que le trastornaron la cabeza con el retumbar de su sonoridad al pobre Alonso Quijano? Remedios la bella era parienta de la princesa Micomicona de Etiopía, y el gitano Melquíades tenía el mismo talento para las narraciones disparatadas y burlonas que Cide Hamete Benengeli, y dominaba las artes dudosas de la nigromancia como el mago Fritón o Frestón o como el mismo Merlín. Macondo era fantástico y real al mismo tiempo, pero también lo era la Mancha de los ejércitos de gigantes o ese paraje perfectamente literal en el que se abre la cueva de Montesinos.
Pero en esa novela no estaba roturada sólo la geografía de Macondo: estaba el ámbito entero del que de pronto nos sentíamos parte los que la leíamos, sin que contase para nada nuestro origen. Los españoles encerrados en nuestro país franquista emergíamos de pronto, a través de la lectura, a toda la anchura por la que resonaba la lengua en la que estaba escrita, y estoy seguro de que lo mismo pueden decir quienes la leyeron en cualquier país de América Latina. Nuestros territorios estancos eran traspasados e iluminados por el fulgor de un mismo meteoro. Y ese fue el espacio en el que desde entonces habitó nuestra imaginación, otorgándonos un derecho soberano de ciudadanía que se nos fue llenando, sin que nos diéramos cuenta, de un profundo sentido político.
Compartir un libro es formar parte de una fraternidad más allá de los vínculos mezquinos del parentesco o de la identificación inmediata. El libro que tenemos en común con un desconocido nos revela que hay vínculos y semejanzas que se sustentan sobre lo mejor y lo más universal de la naturaleza humana. En torno a Cien años de soledad siguieron llegándonos libros que nos alimentaban la imaginación y el conocimiento de América, y que nos hacían tomar conciencia de las dimensiones inusitadas de nuestro idioma. Fue una orgía perpetua que cambió en unos pocos años la literatura en español, una edad de oro que nos deslumbra menos porque nos hemos acostumbrado a ella. Qué mejor aprendizaje para un aspirante a escritor que leer, en rápida sucesión, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, Boquitas pintadas, El beso de la mujer araña, El siglo de las Luces, El aleph, La invención de Morel, El astillero, Los adioses, El perseguidor, Pedro Páramo y no sigo enumerando porque el tiempo de esta intervención se me iría tan sólo en una lista de títulos.
La comunidad hispánica se fue haciendo en la lectura de cada uno de ellos: creando a sus lectores, esos libros crearon también un proyecto ciudadano supranacional y transatlántico que es el que ha hecho posible, entre muchas otras cosas, este congreso de la lengua. Pero ese impulso nacido de la literatura era mucho más antiguo, y había tenido en Rubén Darío a uno de sus héroes, quizás el primer escritor de nuestra lengua cuyo influjo coincide con la extensión total del español. Rubén, nicaragüense peregrino, escapa de las fronteras de su propio país y desde entonces y hasta su muerte vive en el reino fantástico de la lengua española. Viaja a España, se educa en los simbolistas franceses, traslada al español las músicas de esa poesía, y también nos trae con un poderío incluso mayor la respiración épica y terrenal de Walt Whitman. Su amor por la España desolada y vencida de 1898 es tan generoso como el que le lleva a levantarse en defensa de una América hispana amenazada por el avasallamiento de los Estados Unidos.
La Oda a Teddy Roosevelt es un poema magnífico y al mismo tiempo un manifiesto político, una celebración de la civilización en español y a la vez un reconocimiento, a través del homenaje a Whitman, de las virtudes fertilizadoras del cosmopolitismo. Trastornando la literatura escrita en español Rubén crea una tradición unitaria que hasta entonces no había existido. Rubén está en el origen de casi todos los nombres mayores de las primeras décadas del siglo xx. Sin la Oda a Teddy Roosevelt no existiría el Grito hacia Roma o la Oda a Walt Whitman de García Lorca, ni el Tirano Banderas de Valle-Inclán, ni quizás la vehemencia visionaria de José Martí. Pero sobre todo no existiría la trama que une la creación literaria a lo largo de América Latina y al otro lado del Atlántico, y que a partir de ella establece el territorio abierto de nuestra conciencia común.
Los profesores y los ideólogos, ha denunciado hace poco Milan Kundera, se obstinan en confinar la creación literaria en la camisa de fuerza de las tradiciones nacionales. Nosotros tenemos la buena fortuna, el valioso antídoto, de un idioma que atraviesa intacto las fronteras más lejanas, y que es a la vez profundamente unitario e inagotable en sus variedades. Por supuesto que ni siquiera ese territorio tan amplio es el único en el que nos movemos: cualquier patrioterismo es dañino, lo mismo el de una aldea que el de un continente, y del mismo modo que Rubén y Borges trajeron al español las prosodias de otros idiomas el impacto de la gran literatura de América Latina ha ido mucho más allá de los lectores y los escritores hispanohablantes. Kafka y William Faulkner están presentes en Gabriel García Márquez en la misma medida en que él influye en Salman Rushdie o Borges en Paul Auster o en Don de Lillo, o Whitman en Lorca, a través de Rubén y de las traducciones de León Felipe.
Y quienes escribimos ahora continuamos ese diálogo interminable con nuestros mayores, estemos en Bogotá, en Lima, en Buenos Aires, en Madrid, en Nueva York: es un diálogo hecho de amor y también de rechazo, de admiración y de rebeldía, porque uno se hace no sólo venerando a un maestro sino también enfureciéndose contra él, queriendo negarlo para marcar distancia y buscar el propio espacio. En la novela española, la generación de Valle-Inclán y de Pío Baroja se hizo, para bien y para mal, en una discordia con Galdós que era en el fondo un diálogo casi exasperado, por lo inevitable: los que hemos venido detrás de los escritores del boom, seguimos aprendiendo de ellos y peleando contra ellos, y como muchos, sin darnos mucha cuenta, hemos dejado de ser jóvenes en el curso de esta diatriba, ahora descubrimos que otros más jóvenes irrumpen con sus propias voces y conversan y disputan con nosotros.
Quisiéramos que ese diálogo fuese más intenso, y que el espacio común del idioma se volviera mucho más terrenal, más fácilmente transitable. Quizás porque nuestro mundo común ha sido creado por la literatura, y no por el comercio del carbón y el acero, notamos con frecuencia que nos sobran palabras y nos faltan hechos, y que los vapores de un idioma demasiado sonoro y demasiado meloso nos aletargan la conciencia, la capacidad de juzgar y actuar. Celebramos con euforia estadística lo cientos de millones de hablantes que tiene nuestra lengua, pero no advertimos que falta mucho aún para que nuestras mejores creaciones alcancen la visibilidad que merece en los repertorios de la cultura universal, en los cuales tenemos una presencia muy limitada, y muchas veces desfigurada también por la caricatura de lo exótico. Los idiomas no existen fuera de las personas que los hablan: el porvenir del español no puede estar en la demografía, sino en el progreso, en la justicia social y en la educación que mejorarán la vida y por lo tanto las capacidades expresivas de quienes lo hablan.
El enemigo del español no es el inglés, sino la pobreza. Lo que amenaza a la literatura y a los libros es la ignorancia y el abandono de la educación, no el Internet. La amplitud y la unidad de la lengua contrastan con la fragmentación de las literaturas que se escriben en ella, de la que sólo escapan unos pocos libros, unos pocos autores. Necesitamos mejores escuelas y mejores bibliotecas para tener más lectores: pero también necesitamos tejidos editoriales lo bastante vigorosos como para establecer de verdad un mercado común de los libros, no sólo entre España y América Latina, sino también en el interior de América, donde los libros son algunas de las mercancías que viajan más difícilmente. Necesitamos periódicos que informen con una perspectiva de verdad hispánica y revistas culturales que tengan esas virtudes que casi siempre nos faltan, rigor generoso, amplitud de miras, entusiasmo eficiente.
Necesitamos que ni los chantajes de la tiranía ni los del terrorismo pongan límites a la libertad de expresión. La mejor literatura en español la ha escrito gente que cruzaba fronteras, que escribía sobre Macondo en México o sobre la Amazonía peruana en Barcelona, sobre Cuba en Nueva York, o en Londres, sobre Benarés en Buenos Aires, sobre Santa María en Madrid. Necesitamos inocularnos contra la facilidad verbosa y la autoindulgencia del estilo con la disciplina de la sequedad expresiva. Son propósitos literarios, pero en el fondo son deseos políticos. Si tantos de nosotros nos hicimos lectores y algunos incluso llegamos a cumplir el sueño de hacernos escritores gracias al ejemplo de la generación de Gabriel García Márquez, también necesitamos que se haga práctica y tangible la ciudadanía por ahora quimérica que hemos podido soñar gracias a la literatura.