Majestades;
Señores Presidentes;
Querido maestro Gabriel García Márquez;
Amigos;
Somos hijos y nietos de la lengua que hoy venimos a celebrar, pero también somos padres y abuelos de esa madre por la que fuimos construidos y que a cada instante estamos construyendo. Nos alimentamos de sus raíces y de sus mudanzas. Por ella sabemos que cada relámpago de la realidad recibe un nombre y que, si el uso lo requiere, ese nombre se abre en un árbol de sentidos. Las costumbres nos rehacen el habla y, cuando no damos con la palabra justa para un sentimiento o para un objeto que nos desconcierta, la tomamos de otra parte, la adaptamos a las respiraciones de nuestra vida o simplemente la inventamos. He frecuentado más de cuatro lenguas y ninguna me ha resultado tan flexible, tan abierta como el castellano natal. En los muchos momentos de desolación que hubo en mi vida —enfermedades, exilios, pérdidas irreparables de amores— siempre encontré una palabra entrañable para ese sentimiento, y ella me dio consuelo, comprensión y estímulos para seguir adelante.
Nací en una región del norte argentino donde se habla un idioma impregnado todavía por giros quechuas y por expresiones tomadas del Quijote y de la Celestina, que han perdido en otras partes su fuerza de uso. Mi bisabuela paterna decía maguer, no en el sentido italiano de magari u ojalá, sino en el más castizo de aunque o a pesar de, cuyos orígenes se pierden en las sombras de la Edad Media. De las mujeres que atendían a mi abuela materna oí vocablos que no aparecen en los diccionarios y que designaban cosas concretas: parullar, por ejemplo, que alude a las manchas amarillentas dejadas por la plancha en la ropa blanca, o antarca, que designa el acto de caerse de espaldas por efecto de una sorpresa. Vaya a saber de cuáles páginas perdidas de Torres Villarroel, Quevedo o Santa Teresa aquellas mujeres habrían tomado la expresión «no se apunte el señor» por «no se enoje» o «van a espaciarse en esta plaza» en vez de «van a pasearse por esta plaza».
Nuestra lengua ha cruzado el Atlántico muchas veces y ahora innumerables palabras madrileñas de uso corriente han sido adaptadas por los jóvenes argentinos: guapa, lista, prisa, movida, marcha, por no repetir las que sería indecoroso pronunciar aquí. Ésas están todas.
A la vez, las telenovelas y los blogs han movido de un extremo a otro del continente expresiones y giros lingüísticos que circulan sin extrañezas por México, Argentina, Ecuador o Colombia sin modificar la densidad y el peso de su intención original.
Amo las impurezas de mi lengua, la gracia y la eficacia con que fertiliza otras lenguas y a la vez se deja fertilizar sin perder nunca su identidad de música y su libertad de viento. La he oído transfigurarse y ser la misma en los viñedos de California y en las calles de Nueva York, o aun en las soledades últimas de mi país, donde a la tierra del hielo la llaman Tierra del Fuego. Siento felicidad ante sus cambios de humor inesperados, según los cuales el mismo personaje que promete u ofrece más de lo que puede en Andalucía y Galicia es identificado con el castizo cantamañanas, mientras en el Río de la Plata toma prestado del italiano el improperio chanta.
En mi ya remota adolescencia nos apasionábamos, como si se tratara de una cuestión personal, por el duelo entre Jorge Luis Borges y Américo Castro, que alzaban banderas de batalla contra los barbarismos de la letra de los tangos en un caso y contra los nacionalismos lingüísticos en el otro. Ninguno de los dos tenía razón. En los tangos sigue alentando una poesía tan rica como la del Siglo de Oro. Así lo prueba la admiración que Ungaretti, Montale e Italo Calvino sentían por versos tan simples como los de «El día que me quieras», de Alfredo Le Pera —«El día que me quieras / no habrá sino armonía»— o como las involuntarias lágrimas de Borges cuando oyó en Austin, Texas, la letra de una canción que abundaba en adjetivos orilleros y para él torpes: «Sola, fané, descangayada». Aunque aquellas voces ofendían su sentido del gusto, bastaban sin embargo para definir el destino cruel de una pobre milonguita, y exhalaban sentimientos más perdurables que el invocado por la fealdad de los sonidos.
A la vez, es injusto que Borges haya aludido con sorna a la prosa de Américo Castro, cuyo afinado olfato para la evolución histórica de nuestra lengua le permitió advertir que el habla expresa lo que somos mejor que nada. Fue don Américo quien descubrió las fuentes del cante jondo, del tango y del bolero al desenterrar las raíces más remotas del castellano y advertir que una de las primeras expresiones cultas en español fue el lamento de Álvaro de Córdova en el siglo ix, cuando la seducción de la cultura y del poderío árabe inducía a los jóvenes cristianos a desconocer la calidez maternal de su castellano, contaminado aún por el latín de Isidoro de Sevilla:
«Heu! Proh dolor! Linguam suam nesciunt christiani!» . ¡Ay! ¡Oh dolor!
Somos, por lo tanto, la queja, pero también la fuerza para no doblegarnos, la voluntad para renacer, la dignidad para recrearnos con belleza en las páginas de nuestros grandes escritores, de García Lorca a García Márquez.
La lengua a cuyo abrigo nacimos es siempre ella misma: no la cambian ni el vértigo de los lenguajes virtuales ni la impaciencia de los jóvenes cuando dialogan con palabras de ortografía quebrada ni las febriles imaginaciones con que la tecnología va vistiéndose casi a diario con ropas nuevas. Hace dos años hemos releído el Quijote como si hubiera sido escrito ayer y dentro de cien años los amantes seguirán amándose con los sonetos de Quevedo y en los teatros seguirán representándose la Celestina y las comedias de Lope con el mismo asombro de hace medio milenio. La lengua nos hace iguales ante la realidad, pero la realidad nos devuelve desiguales a la lengua, sobre todo en este continente donde las dictaduras, la violencia y los fundamentalismos nos sumieron en la miseria y en una ignorancia de la que no nos es fácil salir.
Mientras el venturoso castellano vierte sobre nosotros océanos de información por procesar y de libros por leer, la globalización engendra a la vez abismos de desigualdad que antes eran imposibles de imaginar, porque lo que se globaliza es el mercado, no las personas. Una quinta parte de la población de habla hispana sigue sin tener acceso a forma alguna de educación, y más de los dos quintos restantes no puede comprar libros, porque la comida, la vivienda y la ropa están primero en la lista básica de las familias y, con frecuencia, lo que se gana ni siquiera alcanza para eso. La mitad de los habitantes de nuestra América carece hoy de agua potable y vive hacinada en casas miserables, indignas de la condición humana. Aquí mismo, en la gloriosa Cartagena de Indias, un desolador 80 por ciento de la población es pobre, según las estadísticas oficiales. Un quinto de los hispanos de este hemisferio no sabe leer ni escribir o solo disponen de herramientas elementales para entender un texto. Allí donde el silencio reemplaza a la lengua, los seres humanos están condenados a ser menos humanos.
En el pasado Congreso de Rosario, en Argentina, conmemoramos los quinientos años de la primera edición de Don Quijote de la Mancha, que en 1615 contenía ya todas las novelas que se han escrito y todas las que van a escribirse en este vasto mundo. En este Congreso de Medellín y Cartagena de Indias celebramos los cuarenta años de otro clásico, Cien años de soledad, que abrió para nuestro español todas las puertas y ventanas de la imaginación, enriqueció y sigue enriqueciendo nuestra manera de ver el mundo e influye de manera indeleble sobre narradores de otras lenguas y otras culturas. Tuve la fortuna de asistir en Buenos Aires al nacimiento de Cien años de soledad y de ver la instantánea luz de gloria que cayó sobre el libro y sobre el autor, llevándoselos a «los altos aires donde no podían alcanzarlos ni los más altos pájaros de la memoria».
Más de una vez me pregunté qué habría sucedido si hubiéramos leído Cien años de soledad con la ortografía simplificada que nos propuso García Márquez en el Congreso de Zacatecas, sin los desconciertos de las ásperas jotas y de las ges de música indecisa, sin las haches menesterosas y avergonzadas, y con las eses y las ces fundiéndose en los abismos de ninguna parte. Así leí de niño el libro fundador de la literatura de mi país, Facundo o Civilización y Barbarie, y así llegué por primera vez a la Silva a la agricultura de la zona tórrida, porque tanto Andrés Bello como Domingo Faustino Sarmiento confiaban en que una ortografía menos enredada nos acercaría más al espíritu secreto de la lengua. Tuve que volver a leer el Facundo y la Silva con la ortografía que imponía el uso y no el afán docente de sus autores, y habría vuelto a leer muchas veces Cien años de soledad aun con las haches ausentes y sin las jotas musicales, pero la novela entrañable para mí es la otra, aquella que salió del corazón y del deseo de su autor en 1967, y no la que habría sido modificada por la escritura de la razón.
Majestades,
Señores Presidentes,
Amigos,
Somos hijos y padres de una lengua que, como el agua, va y viene por todas partes sin renunciar a su ancestral naturaleza. Somos, los hablantes de América y los de la maternal España, un mismo cuerpo en el que todas las voces se comunican, se hacen guiños, se reconocen en la diversidad y se enriquecen en la identidad. La lengua es nuestra patria común, nuestra costumbre, nuestro modo de ser y, si no fuera como es, abierta a los múltiples horizontes de la realidad y de la historia, tampoco nosotros seríamos como somos.
Nuestra lengua está viva y no cesa de moverse, de levitar, de aspirar todos los aires y de beber todos los vientos. Nos desplazamos con ella, la seguimos como a nuestra sombra. Es una lengua mestiza, en cuya sangre hay vetas árabes, visigodas, celtas, quechuas, guaraníes, destellos del náhuatl, del chibcha y del aymara, relámpagos del Quijote y de Macondo, sones cubanos y corridos de México, vallenatos de Barranquilla y romanceros gitanos. Aun fijándola y dejándonos alimentar por su esplendor, siempre correrá más rápido que nuestros pies ligeros y siempre nos mostrará lo que seremos en el espejo donde todavía no estamos. Madre española, hija de La Mancha y del mar Caribe, abuela de las pampas, de las sabanas de Bogotá y de las lagunas de México, madre, mamá, Mamá Grande.