Carlos Fuentes acaba de resumir de modo magistral la experiencia que millones de lectores de todo el mundo hemos vivido al encontrarnos con Cien años de soledad. Y ha anticipado también los motivos que han llevado a la Real Academia Española y a sus hermanas de América y Filipinas a preparar una edición popular conmemorativa de la gran novela fundacional.
Su entusiasta comunicación a Cortázar apenas recibido el manuscrito, ha resonado en esta sala, a cuarenta años de distancia, como un eco del grito de aviso de aquel Rodrigo el trianero, que acompañaba a Colón: «¡Tierra!». Acababa de descubrir —y esa ha sido la experiencia de tantos lectores— una tierra, un mundo tan reciente como aquel al que llegó José Arcadio Buendía con un grupo de leales, en el que «muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Venían de lejos en una extenuante peregrinación, en busca de un lugar donde habitara el olvido.
Todo era puro espejismo. Solo las montañas y la selva les hacían creer que la tierra que dejaban a sus espaldas estaba muy lejos; y sí, era la falta de llanuras y de horizontes —las del «ancha es Castilla» quijotesco— la que fabricaba la ficción de que avanzaban hacia el progreso y la riqueza, cuando, proyectados en el laberinto de la sangre, no hacían más que girar y girar atrapados en el círculo asfixiante de siempre.
Era inevitable que José Arcadio Buendía, el fundador de la dinastía, lo intentara. Cuando se alcanza una determinada edad y se tiene un corazón de peso considerable, no hay nada que hacer: es inútil resistirse a los impulsos de la utopía. El Quijote americano convirtió su casa en un titirimundi. Hecha y rehecha, abandonada y reencontrada, pacífica hasta el estatismo en ocasiones, cruce de caminos de propios y extraños otras veces, escenario de sueños y pasiones, morada de vivos y de redivivos que conviven con toda naturalidad bajo la mirada de tantos pávidos e impávidos según la fluctuación de las luces, taller de labores de Penélope, laboratorio de alquimia y sanctasantórum, la casa encierra en sí la entera historia de Macondo y los Buendía. Nace de la voluntad del olvido y al olvido vuelve.
No, no vuelve. Porque Gabriel, un muchacho que era novio de la hija del boticario de Macondo —una mujer de cuello esbelto y ojos adormecidos, llamada Mercedes— se hizo amiga del último Buendía y se convirtió en cuentacuentos cómplice del revelador de la historia profética, cifrada en los pergaminos del viejo Melquíades.
En el Tecteto dice Platón que «una hace claro su pensamiento por medio de la voz, expresando así la opinión en la corriente de la boca, como si fuera en un espejo o en el agua». El espejo se hace líquido y transcurre: no es espacio sino puro tiempo y, por ello, las imágenes que nos ofrecen dibujan una perfección distinta de la estática percepción de los ojos.
García Márquez le prestó a Gabriel la voz que discurre por la ría de la oralidad de los cuentos y viene fluyendo de Las mil y una noches a la abuela Tranquilina. Y como García Márquez era poeta, le enseñó a Gabriel a impostar la voz de la única forma con la que se podía traducir la historia profetizada por Melquíades, quien concentró un siglo de episodios haciendo que todos coexistieran en el tiempo: y esa forma es la de la poesía. Toda la historia de Cien años de soledad se condensa en cada instante y de cada instante brotan historias que se enraman hasta constituir un bosque.
No, no es cierto que la casa madre del mundo de Macondo haya vuelto al olvido. El ciclón que arrancó quicios de puertas y ventanas, y descuajó el techo, y desarraigó los cimientos, y amenazó con arrasar la casa —ciudad de los espejos y los espejismos—, era un viento de Pentecostés que multiplicó el don de lenguas —esa corriente, quiero decir, que fluye en el espejo y es en el estático—, y que, con su fuerza, lleva las palabras como semillas a cualquier parte. Quien la recibe se siente arrastrado a Macondo, entra en Macondo y percibe cómo en él, en su imaginario, crece la enredadera de las palabras que giran y giran sin cesar.
Gabriel fue el primero en atraerlas con sus poderoso imán tomado de las manos de gorrión del gitano Melquíades y, con su conjuro de que «las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima», fue dando vida nueva a historias viejas y rescatando del olvido nombres viejos que alumbraron cosas nuevas. Siguiendo el texto de Cien años de soledad, millones, muchos millones de lectores han hecho el viaje iniciático a Macondo.
Al cumplirse cuarenta años del comienzo de ese gran cortejo, las veintidós Academias de la Lengua Española, que hace dos años conmemoraron el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote con una edición popular que logró una extraordinaria difusión, hemos querido rendir homenaje a Gabriel García Márquez convocando, en una edición semejante, a viejos y nuevos lectores a emprender una nueva aventura por esta extensión americana del gran territorio de La Mancha que es la lengua española.
«¡Tierra!». En esa tierra matriz ha fundado García Márquez por milagro del arte una casa-ciudad de palabras que José Arcadio Buendía soñó como refugio del olvido y que se ha convertido en el poblado espacio inmenso de la soledad de Macondo, en una casa de cuatrocientos millones de hispanohablantes abierta a todo el mundo y donde brota una gran fuente que mana y corre con aguas diáfanas como las del Macondo paradisíaco, alimentando la memoria con prodigios y llenando el alma de hambre y sed de justicia. Esa casa se encierra en este libro que ahora le entregamos, querido maestro, en homenaje de gratitud.
(Hasta aquí, lo escrito. Diré ahora cómo nació esta edición. Hace dos años fui a Barcelona a visitar a García Márquez y a Mercedes. Me abrió Gabo la puerta diciéndome: «Cuando el rico viene al pobre, algo bueno le ha de dar». «Pues mira por donde» —le contesté—, «en este caso el rico eres tú y yo soy el pobre que viene a pedirte que nos autorices a las Academias para preparar una edición popular de Cien años de soledad como la que hemos hecho del Quijote».
«—Sí —replicó al momento—, pero yo quiero ver al Rey». Le aclaré que eso sería muy fácil y que bastaría con telefonear al Jefe de la Casa. De modo que continué explicándole las características de la edición: una edición textualmente rigurosa, acompañada de…
«—Sí —me interrumpió de nuevo—, pero yo quiero ver al Rey».
Les acorto el cuento. Días más tarde (¿me permite, señor, contarlo?), pude saludar a Su Majestad en un acto oficial.
«¿Cómo ha ido, Señor —le pregunté— la visita de García Márquez?».
«—Ah, muy bien. Me dijo simplemente: “Mira, Rey, tú lo que tienes que hacer es ir a Cartagena de Indias”)».
Y aquí estamos en Cartagena con los Reyes, con cuya venia y en nombre de todas las Academias de la Lengua, te entrego, querido maestro, el primer ejemplar de esa edición soñada.