Queridos compatriotas colombianos;
queridos compatriotas españoles;
queridos visitantes iberoamericanos;
queridos colegas académicos;
queridos colegas escritores y periodistas;
señoras y señores:
Por esas ironías de la lengua, un demócrata convencido, como yo, se encuentra en trance inmediato de cumplir el sueño de todo dictador tropical: clausurar el congreso. Es honor que agradezco y que me corresponde ejercer esta tarde con ilustres compañías.
Lo hago, eso sí, contra el querer de algunos amigos bogotanos que no lograban entender cómo el doble festejo del idioma que se ha cumplido en los últimos días dejaba a un lado a la ciudad natal de Rufino José Cuervo, Miguel Antonio Caro y José Asunción Silva, cuna de la más antigua academia de la lengua de América, sede del Instituto Caro y Cuervo, actual capital mundial del libro y titular de cierta fama de buen hablar en asuntos del castellano.
De ese calibre fue la queja que me plantearon indignados dos ilustres paisanos cuando se enteraron de que Medellín y Cartagena serían teatro de los certámenes que hoy terminan con extraordinario éxito.
—Haz algo —me dijeron— tú, que eres tan cachaco.
Y yo, que soy tan cachaco, es decir, tan bogotano —«gentes del páramo», nos llama Cien años de soledad— lo hice.
Los invité, en efecto, a que discutiéramos la cuestión en un lugar de la zona más elegante y culta de la ciudad, acompañados por un buen café. Antes de ello, sin embargo, sugerí que diésemos un pequeño paseo por las concurridas calles de comercio y observáramos con atención los nombres y letreros que allí compiten por seducir a los transeúntes. El garbeo, que empezó siendo peripatético, acabó convertido en patético.
Parecíamos extraviados en un barrio de otro país. Las librerías se llamaban bookstores; las tiendas de mascotas, pet shops; a los pandeyucas les endilgaron el insólito nombre de engifood; y una popular pescadería donde hornean bagre bigotudo y humilde trucha andina se anunciaba como international sea food restaurant.
A poco andar, mis amigos descubrieron, además, que las cervecerías habían cambiado su nombre por brewery centers, las bizcocherías por pastry shops y las licoreras por liquor stores. Muchos negocios habían cedido a la tentación de agregar de manera impertinente el posesivo inglés con apóstrofo y s final, y, así, llegamos a divisar una sancochería llamada Tamal’s. Juro que contamos pizzerías que consideraban de mal gusto el servicio a domicilio y gritaban en neón home delivery. Vimos también bares aguardentosos en cuya ventana un letrero informaba que estaban open y un carrito callejero de emparedados que se denominaba a sí mismo burger wagon. Cierta tienda de miscelánea, de esas que antes se proclamaban cacharrerías, había optado por un solemne full market store.
No pude menos que acordarme de aquel aserto de Montaigne: «Nadie está exento de decir necedades; el mal consiste en decirlas con pompa».
Deprimidos por lo que acabábamos de ver, enrumbamos, alicaídos y derrotados, hacia un coffe shop donde ordenamos Danish rolls y brownie cookies con un café premium garantizado por alguien que un día podría pasar a llamarse —Dios no lo quiera— Johnny Valdes.
— ¿Se imaginan ustedes —les dije— qué habrían opinado Caro, Cuervo y Silva si hubieran tenido que visitar estos barrios? ¿No les habría parecido a ustedes un riesgo enorme que algún distinguido asistente al Congreso de la Lengua descubriera esta metástasis de Miami Beach? ¿Alcanzan a suponer en qué quedaría nuestro prestigio de hablantes de un supuesto español impecable?
— ¡Wow! —exclamó el uno.
— Okay —aceptó el otro.
Y ambos se fueron.
Pero no quiero ser injusto con Bogotá. Vivo con un pie en España y otro en América y me consta que el mal que he descrito se reproduce con variable intensidad en numerosas ciudades del mundo hispánico. La explicación es simple: el fenómeno de la unidad y diversidad del español, del que tan extensa e inteligentemente se ha hablado en este Congreso, también actúa a la hora de registrar trastornos y dolencias, sobre todo en este siglo de la globalización. No es raro que veamos repetidos en distintas naciones hispanohablantes el mismo error o la misma intrusión.
Asistía razón a Jorge Luis Borges cuando, al evocar a Alfonso Reyes, retrató en cuatro versos la aventura de nuestra lengua:
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.
En muchas esquinas de un país y otros países de nuestro común ancestro he visto atropellar el español empleando otras lenguas y, de paso, violentar sin piedad esas lenguas en semejante hazaña. En Argentina las urbanizaciones campestres se denominan countries, y en España reina una curiosa adicción al I-N-G, -ing, sufijo inglés propio de infinitivo o gerundio. Esta perversión ha dado a luz unas monstruosas criaturas léxicas con cabeza castellana y cola sajona que, pienso yo que piensan ellos, confieren mayor prestigio al nombre que si se tratara apenas de vocablos íntegramente españoles. Hablo de esperpentos como puenting, un deporte de riesgo, o Vueling, una empresa aérea, sin contar la pasión por el casting, el consulting y el catering, con o sin ge final, términos todos ellos que encuentran múltiples voces de nuestra lengua con las que podríamos expresar ideas iguales o parecidas.
Suplico, sin embargo, que no intenten descubrir en mis comentarios una cruzada contra las palabras de origen foráneo. Ni más faltaba. No vengo a quejarme solamente por los atropellos que se cometen contra el español a punta de forzar en él extranjerismos innecesarios. Yo me quejo en nombre del español, sí, pero también del inglés, al que desfiguran sin clemencia en estas violaciones, y del francés, muchísimo más rico que esa jerga gastronómica a la que pretenden reducirlo, y de todas las lenguas del mundo de las que se abusa para golpear a otras.
Decía un famoso filólogo que quien ama una lengua, ama todas las lenguas. Me permito protestar por los maltratos que ellas que sufren a manos de intereses creados, porque yo amo todas las lenguas.
Repudio la posibilidad de empobrecer la enseñanza de idiomas en nuestras escuelas. Con ello no se beneficia al español, sino que se perjudica al alumno. No son mejores los estudiantes colombianos desde que se abolió la enseñanza del latín, y en cambio perdieron un instrumento que ayuda a mejor pensar. Si desarrollamos en el escolar el amor por aquellos códigos complejos que nos permiten comunicarnos, entenderemos que el mundo necesita muchas lenguas, porque de ellas depende la variedad de su cultura, y que quienes pretenden reducirlas a una manotada de idiomas y una breve minuta de palabras universales so pretexto de la globalización, conspiran, precisamente, contra la riqueza del globo.
Debemos conseguir que nuestros colegiales amen las lenguas, en general, y que se muestren particularmente dichosos de ser compatriotas de idioma de Cervantes, Quevedo, Bécquer, García Márquez, Borges, Cortázar, Rulfo… Este cariño debe preceder a todo aprendizaje formal, pues no hay mejor gramática para una lengua que el orgullo de hablarla.
Parecería una contradicción que defienda la pluralidad lingüística pero que me indignen ciertas invasiones de idiomas extranjeros en el nuestro. No es una incoherencia, sino, precisamente, un desarrollo de mi oposición a la guerra de las lenguas.
Bien sabemos por los estudios de filología que existen tres situaciones en que un idioma se nutre de su vecino.
La primera es cuando adopta y luego adapta un extranjerismo que ocupa silla vacía en su léxico, como sucede hoy con el verbo chatear (no en el sentido vinícola, sino cibernético). Es esta la manera más enriquecedora como las lenguas se fertilizan entre sí. Gracias a ella, el castellano atesora miles de palabras de procedencia árabe, italiana, catalana, francesa e inglesa, muchas de las cuales ha moldeado para acomodarlas a su modo de ser.
La segunda circunstancia se presenta cuando se cuelan, por lo general de buena fe, extranjerismos fútiles que duplican los vocablos castizos ya establecidos y terminan adquiriendo pasaporte legítimo en la lengua receptora. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el óleo latino y el aceite árabe o con los olivos y aceitunos, que todos son unos.
Existe una tercera penetración cuando la palabra intrusa se impone artificial y rabiosamente, a mansalva y sobre seguro, ya ni siquiera por ignorancia o inadvertencia, sino con un propósito calculado desde una oficina de publicidad o mercadeo (lamento no decir marketing, pero aún no tengo amores con el trío ING) con el exclusivo fin de crear una atmósfera favorable a una lengua y degradar la otra. Se produce entonces una exclusión o mengua del vocablo castizo en aras de otro al que se pretende dotar de un aura de prestigio. Es lo que está sucediendo, por ejemplo, con los términos patrocinio y patrocinador, ya casi desplazados por sponsoring y sponsor. Ya había ocurrido en España con el sabroso vocablo rompecabezas, expulsado de la lengua peninsular por el anglicismo puzzle, que ni siquiera es un rompecabezas, sino un trabalenguas.
Y, si quieren ustedes un caso extremo, tomen el de barbacoa, palabra taína que acogió hace más de cuatro siglos el español en sus primeras andanzas por el Caribe y que ahora aspiran a vendernos en su forma inglesa —barbacue—, como si fuera más elegante que la original.
Al mismo tiempo, insisto, me abochornan esos trozos de Colombia, América Latina o España donde las tiendas y restaurantes consideran deshonroso colgar avisos en español y procuran sembrar en la cabeza de sus clientes la idea errada de que revisten mayor calidad, más elegancia y superior belleza las cosas que se nombran en otras lenguas.
Es un mensaje subliminal que desprecia y menoscaba a nuestro idioma y que los periodistas recogemos con mansedumbre impropia de una profesión nacida para informar pero también para fiscalizar y no tragar entero.
Pocos lugares más propicios para defender las lenguas, todas las lenguas, que Cartagena de Indias, esta esquina del Caribe que ha oído una sorprendente variedad de acentos desde hace siglos y ha sido punto de encuentro de idiomas y dialectos. Antes de que desembarcara el castellano, con don Pedro de Heredia, y el vasco, con don Blas de Lezo, la cultura caribe de los mocanás había bautizado en su lengua nativa muchos de los lugares que hoy conocemos en estos alrededores: Ayapel, Barú (primera palabra katía que se escribió en lengua española); Mompós, Simití, Turbaco, donde escampaba las tormentas de la política de su patria el presidente mexicano Antonio López de Santa de Anna y donde murió, atravesado por múltiples flechas, el célebre navegante Juan de la Cosa; Turipana, Usuacurí, lugar de fallecimiento de Julio Flórez, poeta de llorosos versos…
Al despuntar el siglo xvi, hace ya medio milenio, la comarca donde nos hemos reunidos a hablar en español sobre el español escuchó las primeras palabras en el que iba a ser su idioma oficial. Desde entonces, no cesan de llegar a sus orillas lenguas de otras tierras. Cartagena oyó hablar inglés a corsarios como sir Francis Drake y Walter Raleigh, cuyos nombres fueron rápidamente castellanizados como «el Draque» y «Guatarrial», y siglos después asistió al espectáculo del presidente Bill Clinton en el endiablado esfuerzo de interpretar un merengue vallenato en algo parecido al spanglish.
A esta ciudad la sitiaron, en flamenco, el pirata Robert Baal; en francés, Martin Cote y el Barón de Pointis; en italiano, el contralmirante Candiani y en español, una variedad de personajes, que van desde el mismísimo Libertador Simón Bolívar hasta el Pacificador Pablo Morillo.
No hay que extrañarse, pues, de que uno de los más queridos símbolos de la ciudad sea la india Catalina, traductora «nascida e criada en Cartagena», según nos dice el cronista Oviedo. Puedo asegurarles que si los fundamentos lingüísticos de Catalina hubiesen sido siquiera la mitad de los fundamentos anatómicos que perfilan sus estatuas callejeras, estaríamos ante un fenómeno admirable y pionero de interpretación simultánea.
También atracaron en los muelles de Cartagena lenguas y dialectos africanos, desde cuando, muy temprano en la conquista del Nuevo Mundo, aparecieron los esclavos negros que han dado al Caribe esa tercera dimensión que hace de la región portentoso crisol de culturas. De ellos proceden dialectos como el palenquero, del que tuvieron noticia los asistentes a este congreso, y palabras indispensables de la región caribeña colombiana, como cumbia, cumbiamba, banano, bongó, guarapo, rumba y, por supuesto, Macondo.
En este punto, y con la venia de ustedes, quisiera sumarme con todo entusiasmo al homenaje que se rindió en estos mismos salones a Gabriel García Márquez. De él se ha dicho casi todo como genio de la literatura; pero solo los colombianos sabemos que nos demostró, por primera vez, cómo un ciudadano de estas tierras pobres y tropicales era capaz de conseguir un triunfo redondo, contundente y universal, en vez de piadosas victorias morales o meritorios subcampeonatos. He ahí una razón más para agradecerle.
Sin embargo, todavía se adeuda a García Márquez uno de los homenajes más pertinentes. Nuestro diccionario mayor no recoge aún las palabras macondiano y garciamarquiano a pesar de que el expresidente Belisario Betancur ya les impartió las aguas bautismales. Son adjetivos que pertenecen a la misma estirpe de otros vocablos con carta de ciudadanía, como cervantino, dantesco, becqueriano, faulkneriano, quijotesco o pantagruélico. Yo espero verlos pronto en la edición virtual del Diccionario, pues no se me ocurren mejores términos que estos para describir aquella desmesura de la realidad maravillosa que el escritor de Aracataca transformó en mito literario.
Cartagena, en fin, es cuna de grandes autores, desde el dramaturgo José Fernández Madrid hasta el maestro Germán Espinosa, como bien lo pueden decir voces más autorizadas que la mía.
No es que la ciudad esté exenta de claudicaciones ante otras lenguas por razones mezquinas. Pero al menos en sus predios es posible saborear nombres felices, castizos y sonoros como el desayunadero El Narcobollo o las calles Tripita y media y Tumbamuertos.
Termino aquí. Me resisto a fatigarlos más sabiendo que no les quedan ya muchas horas en una de las más maravillosas ciudades del Nuevo Mundo. Solo quiero reiterar, a modo de conclusión que, en esta época de exacerbación belicosa, no debemos caer en la guerra de las lenguas, y que ningunear las ajenas no es camino adecuado para querer la nuestra.
Esta actitud implica, como lógico corolario, el repudio a todo garrotazo que pretendan asestar a un idioma con otro, en particular si la víctima es esta lengua que nos crió y nos intercomunica, que a muchos nos dispensa la comida y a todos nos alienta los sueños.