César Antonio Molina

Palabras de clausura César A. Molina
Director del Instituto Cervantes (España)

Sra. Ministra de Cultura de Colombia;
Sr. Alcalde de Cartagena;
Sr. Director de la Real Academia Española;
Sras. y Sres. Congresistas,
Estimados amigos,

Hace casi cuatro décadas, a finales de los años sesenta del pasado siglo, al escritor Francisco Ayala le correspondió presentar en la Universidad de Chicago a un conferenciante que era también un viejo amigo. Se llamaba Jorge Luis Borges y rondaba entonces los 70 años, pero su obra, tardíamente traducida, hacía poco que había comenzado a dejar admirados a lectores de medio mundo. Ayala lo había tratado de forma asidua cuando vivía un productivo exilio en Argentina, así que podía hablar con autoridad y sabiduría de aquel autor que parecía surgir de la nada, pero del que los lectores de lengua española habían tenido el privilegio de saborear una obra maestra tras otra desde mediados de los años veinte.

Ayala comenzó por poner las cosas en su sitio ante los universitarios estadounidenses y afirmó que una de las razones de la fascinación ejercida por Borges en el extranjero residía en que era «un escritor latinoamericano a quien podía leerse sin tener en cuenta el hecho de que era un escritor latinoamericano». La frase era mucho más que una simple paradoja. Para esos nuevos lectores Borges podía haber sido francés o inglés, pero no hispanoamericano, porque la gente esperaba encontrar una especial marca de exotismo cada vez que se enfrentaba con algo escrito en español, y, aún más sorprendente, esa actitud se reflejaba dentro de la propia América Latina. A Borges, por ejemplo, se le reprochaba en su propio país no ser realmente un escritor argentino, o al menos sudamericano, sino más bien un escritor europeo.

Estas palabras no tratan de Borges, y no es el momento de referirse a sus profundas raíces literarias hispánicas. Pero recuerdo el episodio porque aquí está, planteado con toda lucidez, uno de los fantasmas que nos ha perseguido durante mucho tiempo a argentinos y españoles, a mexicanos y chilenos, a colombianos y uruguayos y, en definitiva, a la veintena de países que se expresa en español.

El fantasma procede del romanticismo, cuyo mundo literario y ensayístico nos convirtió en seres apasionados, encerrados en sí mismos y exóticos. El mito ha sido tan intenso que ha llegado casi a nuestros días e incluso nosotros mismos terminamos en muchos momentos por creérnoslo. Pero una cosa es la identidad cultural, que se desea, se construye y se elige libremente, y otra los clichés impuestos desde fuera.

El problema del exotismo es justamente ese: que te expulsa a las tinieblas exteriores y te convierte en blanco de tópicos, juicios sumarios y verdades a medias.

Sólo hay dos formas de combatirlo: por un lado, hay que abrirse al mundo para ponerse en contacto con otras culturas y absorber lo que de mejor encontremos en ellas; por otro, tenemos que darnos a conocer y mostrar nosotros mismos aquello que realmente somos y hacemos. En suma, debemos seguir el ejemplo de Borges.

Esto es también a lo que se dedica el Instituto Cervantes, a difundir en todo el mundo la cultura de España y Latinoamérica. Lo puede llevar a cabo porque por fin hemos encontrado el instrumento más útil: el español, es decir, una de las tres grandes lenguas de comunicación internacional en el siglo xxi junto con el inglés y el chino.

Aquí mismo se han ofrecido datos y números impactantes, y hemos comprobado de primera mano el desarrollo que ha conseguido el español en países como Senegal y China, en apariencia tan lejos del mundo hispánico.

Se ha puesto de manifiesto de nuevo la necesidad perentoria de más profesores de español como lengua extranjera, lo que por otra parte constituye una de las mejores salidas profesionales para miles de nuestros jóvenes. Hemos oído a nuestros científicos confesar que el congreso les ha puesto ante un camino inédito en la relación entre ciencia y lengua, y aprovecho para reiterar un ofrecimiento: el Instituto Cervantes está dispuesto a aglutinar a científicos, universidades y centros de investigación que deseen estudiar las vías para fomentar la presencia del español en el campo de la ciencia.

De igual manera, quisiera insistir en el llamamiento que hice en la sesión de inauguración: que gobiernos e instituciones impulsen los estudios sobre el español como recurso económico para tener clara constancia de lo que aporta a las economías nacionales y, sobre todo, porque esas investigaciones permitirán abrir nuevas vías acerca de cómo el español contribuye a la mejora de nuestro bienestar. El Instituto Cervantes apoyará todas esas iniciativas que medirán la rentabilidad social de nuestra cultura.

El congreso termina, y en realidad poco se puede decir de él ahora mismo. Porque es tan abrumadora la cantidad y calidad de las ponencias que se han presentado que todos necesitaremos algún tiempo para asimilar los datos, análisis, noticias y propuestas, así como para saber de qué se trató en aquellas sesiones a las que no pudimos asistir por carecer del don de la ubicuidad. Afortunadamente, dentro de poco podrán leer todas las intervenciones en la página en Internet del Centro Virtual Cervantes, donde también se encuentran las actas de los anteriores congresos.

Por eso, y porque los Congresos Internacionales de la Lengua son siempre espacios abiertos, libres, contradictorios y plurales, no hay auténticas conclusiones. Es más, sería un despilfarro de conocimientos y de talento encerrar en unas cuantas frases la inmensa riqueza de lo aquí tratado.

Si acaso, me gustaría apuntar dos observaciones: la primera, que la unidad en la diversidad es, como muestran nuestros grandes escritores y como se acaba de probar aquí mismo, nuestro mejor lema. El gran lingüista colombiano Rufino José Cuervo lo explicó hace mucho: «La unidad —decía— de la lengua literaria es símbolo de unidad intelectual y de unidad en las aspiraciones más elevadas que pueden abrigar los pueblos».

La segunda observación se refiere a la propia continuidad de los congresos, que constituye la mejor prueba de su éxito. El pasado lunes, la ministra de Cultura de Chile nos entregó al ministro de Asuntos Exteriores de España y a mí mismo una carta en la que el Gobierno chileno se comprometía a organizar el V Congreso Internacional de la Lengua. Se celebrará en una ciudad por determinar en el año 2010, fecha que coincidirá con el bicentenario de la independencia de Chile.

Hoy nos despedimos de Cartagena y de Colombia, y sólo podemos hacerlo expresando nuestra gratitud al Gobierno de la nación, al resto de autoridades, a las instituciones y a las empresas que han contribuido a que el cuarto congreso haya sido mejor que los tres anteriores. Y sobre todo a la gente, a lo que podríamos llamar la gente de Cervantes, que ha participado con entusiasmo en estos cuatro intensos días en torno a la lengua que los une y que les da su identidad cultural.

Muchas gracias y hasta dentro de tres años en Chile.