Con la cercanía de las fechas previstas para la realización del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, vuelven a aparecer, como de oficio, una serie de cifras, aparentemente de todos ya sabidas, así como una cierta satisfacción y un aire de nacionalismo lingüístico, que se esparce por este idioma, lengua que puede contar, como pocas, con más de dos orillas.
Y las cifras dicen que el español lo hablan cerca de 440 millones de personas, que se trata de la segunda lengua de comunicación en el mundo, que para el 2050 estará equiparada con el inglés, que son veintiuno los países que lo tienen como lengua oficial, que es la cuarta en el mundo con mayor peso demográfico, que España es el quinto país exportador de libros, que el valor económico de la lengua se calcula allí mismo en el 15 % del Producto Interno Bruto.
Tantas cifras favorables, deberían permitir hablar de las razones que hay debajo de ellas, de la sabia secreta que consolida una situación tan favorable, del vigor de una lengua que desciende de las tres culturas del libro: la hebrea, la islámica y la cristiana. De una lengua que se enriqueció con los aportes de las lenguas indígenas de América y de muchas africanas que aportaron las comunidades negras. Una lengua que se actualiza permanentemente como sucede con otras lenguas modernas y que, como decía Alfonso Reyes, es el instrumento que utilizamos para inventarnos a nosotros mismos todos los días. Una lengua para aprender e imaginar, una herramienta indispensable en el camino de la ciencia, el aprendizaje globalizado, el conocimiento y la entretención.
El español es un patrimonio unificador y su paradoja estriba en que una de sus principales fortalezas es su diversidad. Cada hispanohablante se mueve en el idioma como la criatura en el vientre de su madre. Es la unidad en la diversidad. Esa variopinta constitución es una de sus sorpresas más maravillosas, es su vitalidad, aunque en un pasado no muy lejano algunas editoriales exigían traducir al español las novelas de los autores hispanoamericanos escritas… ¡en español! Este disparate, impensable para algunos en estas fechas, vuelve a veces como una pesadilla recurrente y se abre camino de nuevo la idea, por ejemplo, de cambiar manejar por conducir, mandados por pedidos, pedazo por trozo, escuchaban por oían, era muy malgeniado por tenía muy mal genio, partir por marchar.
Valdría la pena recordar aquí la firme posición expresada hace ya más de diez años por el escritor canario J. J. Armas Marcelo frente al fundamentalismo unificador: «nacionalismos, localismos, regionalismos, tribalismos todos que exacerban la terquedad aldeana, la obcecación primitivista, y liquidan todo sueño utópico de integración en un mundo literario tan ancho, extenso, amplio y común como el de la lengua española, donde sólo cabría una frontera: el principio y el fin de esa misma lengua que, sin duda, ha creado, desarrollado y definido en gran parte el conjunto de las literaturas hispánicas tal como hoy las conocemos y mañana serán consideradas», pues la tentación totalitaria de la uniformidad sólo conduce al empobrecimiento irremediable. Disponer de un lenguaje único es tan aterrador como padecer la enfermedad del insomnio de los habitantes de Macondo. La buena literatura es todo lo contrario de la uniformidad, y la lectura se nutre de la diversidad. Hay que persistir en esa diversidad para que cada día sea posible en cualquier ámbito y latitud la ceremonia milagrosa de la lectura. «La sangre de mi espíritu es la lengua», decía Unamuno.