No olvidaré, siendo yo un adolescente, la visita a Ronda. Fui con mis padres y hermanos en uno de esos viajes familiares tan habituales de la década de los sesenta. Eran años en los que el país empezó a prosperar económicamente y las familias catalanas de clase media, como la mía, se compraban automóviles y se lanzaban a un tímido turismo por las tierras de España. No olvidaré la visita a Ronda, donde vivía un tío lejano, que era familia de mi madre. Se trataba de un hombre enjuto y reflexivo, viejo republicano, profesor en un instituto de la ciudad, un hombre ya algo trasnochado. Parecía obsesionado por el poeta Rilke, que había pasado en Ronda una temporada inspirándose allí para sus famosas Elegías. No olvidaré nunca el momento en que, al atardecer, estando yo asomado al impresionante promontorio que da sobre el vacío y a cuyos pies se extiende el valle cerrado por la serranía, se acercó y me preguntó qué me parecía aquella vista tan imponente. Le dije, con mis palabras de adolescente, que mi mirada se sentía exclusivamente atraída hacia aquella pavorosa caída de cien metros, hacia el solemne abismo. Entonces el hombre, como si fuera una prolongación del discurso vagamente anticuado y profesoral que venía sosteniendo, me dijo imprimiéndole a su voz una súbita y extraña grandeza:
—Las obras de arte dan contenido intelectual al vacío.
No dijo más y no parecían sus palabras venir muy a cuento. Me quedaron grabadas para siempre. Muchos años después, encontrándome en un balcón del castillo de Duino en Trieste, donde por un largo tiempo residiera también Rilke, alguien habló de las Elegías del poeta y de cómo en ellas se expresaba que la razón de ser del hombre era decir, interiorizar las cosas para que así pervivan. Y escuchando esto me acordé enseguida de aquel atardecer en Ronda y de la contundente frase del profesor sobre las obras de arte. Me acordé de todo aquello en el atardecer de Duino, no muy distinto al de años antes en Ronda, aunque en el balcón del castillo triestino soplaba un viento fuerte y los rayos del sol descendían sobre el azul brillante de un mar franjeado de plata. Allí exactamente, a unos doscientos pies sobre las olas del Adriático, Rilke había creído percibir una voz que decía:
—¿Quién si yo gritara, me oiría desde la jerarquía de los ángeles?
Había nacido su soberbia primera Elegía.
Pensé en la mía, en mi elegía personal, de hecho tan adolescente todavía, una elegía que era pura humildad y que se había formado con aquel profesor, en Ronda, tras un paseo y una frase muy sencilla, aunque en el fondo tan simple como el mismo abismo de Rilke.