En el s. xviii. a raíz del decreto de Nueva Planta, de la Real Cédula de Aranjuez (1768) y de otros decretos a favor del castellano, se operó un binomio curioso: el mallorquín, variedad del catalán, que había sido lengua coloquial y de cultura, deviene solo lengua baja, hablada, frente al castellano, lengua alta, escrita. Como que el analfabetismo era muy elevado en la isla (92 % en 1835), la lengua propia conocía un alto número de hablantes, mientras que era escaso el de castellanohablantes. En esta circunstancia se situa el Diccionari mallorquí-castellà, del franciscano Pere Antoni Figuera (1772-1847).
Su metodología era sencilla: recorrer el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española, y encontrar en mallorquín los equivalentes de sus apelativos, locuciones y refranes. Es así como en el corpus del nuevo diccionario entran castellanismos socializados (bârco, lôco, borratxo) y librescos (conquè, aun). Los hay adaptados a la fonética del mallorquín (llògic, apeyar, alaca), calcos (boca d’or > pico de oro), faux amis (garsa «garza» y no «urraca») y perífrasis. En lo que se refiere a las equivalencias castellanas, destaca la abundancia de cultismos (aféresis, lipotimia), la traducción por primera vez de refranes del mallorquín (Qui l’ ha feta que l’engrons > Quien hizo el cohombro que lo lleve al hombro), presencia de variantes antiguas (festear «festejar»), matización de registros (naricísimo, estilo familiar), introducción de regionalismos (farinetas «gachas» en Aragón, plantaje «lantén» en Murcia) y profusión de sinónimos (para cadarnera: jilguero, colorín, pintacilgo, pintadillo, silguero). En suma, un doble esfuerzo meritorio: describir y fijar el mallorquín de la época, como variante del catalán, y dar a conocer, a partir del Diccionario de Autoridades, los equivalentes castellanos de sus unidades léxicas, contribuyendo así a la convivencia de dos lenguas hermanas.