En un pasaje demasiado breve de El amor en los tiempos del cólera, Lorenzo Daza, actuando como representante del gobierno liberal de turno, compra un cargamento de armas a un contrabandista extranjero, las da por perdidas y las revende, por el doble de su precio, a los conservadores golpistas. Todo esto no tendría nada particular si no fuera por la identidad del contrabandista, un joven de apellido polaco, Korzeniowski, que muchos años después (nos cuenta la novela) hará carrera como novelista bajo el nombre de Joseph Conrad.
Esas pocas líneas de la novela de García Márquez son parte de una especulación relativamente subterránea de nuestra literatura: la posibilidad de que el joven Joseph Conrad haya tocado tierras colombianas durante uno de sus primeros viajes por el Caribe, allá por 1876. Menos especulativa es la posibilidad de que un cuarto de siglo más tarde, durante la redacción de Nostromo, Conrad haya echado mano de los recuerdos de su viaje para construir esa inmensa novela. Nostromo es la historia de Costaguana, un país sudamericano, y de Sulaco, una de las provincias de ese país; es la historia de las tensiones sociales y las guerras civiles de ese país, y, finalmente, de la revolución por la cual Sulaco, con ayuda de los Estados Unidos y sus intereses, se separa de Costaguana. Cualquier colombiano medianamente informado reconoce, a grandes rasgos, uno de los momentos traumáticos de la historia colombiana: la separación de Panamá. Pues bien, esta imagen (la imagen de uno de mis novelistas tutelares, un hombre que en mi panteón personal ocupa el mismo lugar que Flaubert o Joyce, investigando acerca de la historia de mi país) me obsesionó durante más de cinco años; durante más de cinco años traté de imaginar cómo sería el momento en que Joseph Conrad decide utilizar lo ocurrido en Colombia como material de la novela que está escribiendo. El fruto de esa obsesión es una novela que se publicará a comienzos de este año: Historia secreta de Costaguana.
El narrador de mi novela es un hombre que ha vivido en carne propia ese episodio de la historia colombiana. Una tarde de finales de 1903, este hombre, que ha llegado a Londres huyendo de lo que ha visto en Colombia, conoce a Conrad y le cuenta su vida, sus tragedias y las de su tierra convulsa. No voy a entrar en los pormenores de la novela, pero sí diré que su escritura me generó problemas nuevos, problemas a los que no me había enfrentado antes. El más notorio de ellos (y el más interesante, sospecho) fue el tratamiento de la historia. ¿Cómo escribir sobre la historia de mi país sin caer en la redundancia o en la historiografía? Para quienes creen, como creo yo, que la única obligación de la novela es descubrir nuevos territorios de la experiencia humana, escribir sobre la historia, que por definición no es nueva, plantea conflictos importantes. Quiso el azar (que, por lo demás, no existe) que por esos días me encontrara una declaración de mi admirado Orhan Pamuk: «El reto de la novela histórica no es producir una imitación perfecta del pasado, sino relatar la historia con algo nuevo, enriquecerla y cambiarla con la imaginación y la sensualidad de la experiencia personal». Uno debe obedecer a los maestros, así que eso hice: regar mi novela sobre el siglo xix colombiano, sobre los albores del siglo xx, con rasgos ocultos o secretos de mi propia vida del siglo xxi; inyectar en mi novela sobre Joseph Conrad y su paso por Colombia mis preocupaciones y mis angustias más individuales. Sospecho que no otra cosa hacen todos los novelistas que se enfrentan a un pasado que no han vivido; pero esta decisión tuvo para mí el carácter de un descubrimiento. En Respiración artificial, una de las grandes reflexiones sobre la historia que nos ha dado la literatura latinoamericana, Ricardo Piglia escribe: «Sólo son mías las cosas cuya historia conozco». Y yo siento (quizás con demasiado optimismo) que en el proceso de meter el pasado colombiano en mis novelas voy, poco a poco, apropiándome de mi país.