Un reciente artículo en la prensa madrileña sobre el castellano de la península y el de América pone en boca de Jorge Edwards una cita según la cual «el español es el idioma común que nos desune».
Ignoro si Edwards dijo esto alguna vez, pero ni la frase original es suya, sino de George Bernard Shaw, ni se refiere al español, sino al inglés, ni compara las lenguas que se hablan en España y América Latina, sino en Inglaterra y Estados Unidos. Como si faltaran imprecisiones, creo sinceramente que el español nos une, más que separarnos. Cuarenta años de vida y ejercicio profesional en Colombia, y otros veinte como ciudadano y periodista en España me permiten pensar, con el maestro puertorriqueño Salvador Tió, que «cualquier hispanohablante puede entrar por Nuevo México, cruzar Centroamérica, seguir por la costa del Pacífico, entrar a las cordilleras y a las selvas, cruzar la pampa argentina, subir por el Uruguay y seguir a las Antillas y de ahí a España, y puede entenderse no solamente con la gente culta: puede entenderse con cualquier campesino».
No quiero decir que no existan diferencias entre el español que hablamos los latinoamericanos y el que se habla en España. Por supuesto que sí. Afortunadamente, porque demuestra que es una lengua viva. Todos sabemos dónde empiezan: en el uso del vosotros, el ceceo y ciertos términos exclusivamente españoles, como el de llamar patatas a las papas y desconocer el sentido de parado para significar ¿de pie? Pero es que no solo es distinto el idioma que hablan españoles y americanos; también hay diferencias en el que hablan los ecuatorianos y sus vecinos del Perú, los mexicanos y los cubanos e incluso los argentinos, que vosean, y los uruguayos, muchos de los cuales mezclan tuteo y voseo. Por otra parte, ¿cuál es el español de España? ¿El de los catalanes, el de los gallegos, el de los madrileños? ¿O acaso el andaluz o el canario, que se parecen más al de América que al de La Mancha?
Y, si a detectar otras diferencias vamos, no hablamos idéntico español mis hijos y yo, ni mis nietos y mis hijos, ni es el igual el español de mis padres y el que yo hablo. Tampoco el de los habitantes de la costa y los del interior en ninguna parte de América; ni siquiera el de los barrios del sur de Bogotá y el de los barrios del norte, o el que se escucha en el estadio del Boca Juniors y el que se oye en el del River Plate, en Buenos Aires. Haciendo un examen de conciencia y de laringe, estoy dispuesto a sostener que tampoco es igual el español que yo hablaba a los veinte años y el que hablo ahora, y encuentro diferencias interesantes en el que escribía cuando empecé mi carrera de columnista en 1970 y el que escribo ahora en el mismo lugar del mismo periódico. Es posible que nadie se bañe dos veces en la misma lengua, querido Heráclito.
Me parece que en esta materia lo que conviene aclarar son dos puntos. El primero, si las diferencias entre el español americano (suponiendo que lo hubiera y que fuera uno solo) y el de España (suponiendo las dos mismas condiciones) son de tal magnitud que nos dificultan gravemente la comunicación. Es decir, si en verdad nos separan en vez de unirnos. Y, segundo, si los hispanohablantes tenemos conciencia de que estas diferencias nos alejan.
En cuanto a lo primero, como dije al citar a Tió, la realidad muestra que la unidad de nuestra lengua la recorre de arriba abajo por encima de su diversidad. Y, en cuanto a lo segundo, creo que la reflexión sobre las diferencias son un factor adicional de unión divertido e inesperado. Recordemos a quiénes agrupa el español: a ciudadanos de veintidós países y docenas razas distintas esparcidos por cinco continentes.
En un congreso internacional, la primera admiración de los demás delegados es observar de qué modo los representantes de una veintena de banderas se comunican de inmediato en su lengua natal, lo que desarrolla entre ellos un sentido especial de cercanía y aun de fraternidad. Más tarde verán a latinoamericanos y españoles compartiendo mesas y risas y sentirán una secreta envidia. No saben los delegados de otros países, que uno de los temas que más los acerca y los entretiene es el de las diferencias entre el español que cada uno habla.
Lugar: cualquier cafetería del mundo. Hora: la de comer. Ocasión: un congreso internacional. Asistentes: delegados de varios países hispanohablantes. Tema: puede usted apostar a que, aparte de la material central del evento (otorrinolaringología, comercialización de ostras, formación profesional de la mujer policía, influencia del latín en la cría de caballos de carreras… usted proponga), los comensales estarán departiendo sobre los siguientes asuntos: buenas palabras que son malas en otros países, sinónimos de automóvil, equívocos graciosos y peligrosos, letreros que resultan corrientes en algunas ciudades pero que serían un escándalo en otras (el célebre anuncio del hipódromo de Santiago de Chile de «Hoy se corre la polla del Presidente», absolutamente irrepetible en España), acentos, viejas palabras ibéricas —como esculcar o atisbar— que permanecen vivas en América, etcétera.
Las risas y las caras de sorpresa salpimentarán esta reunión que realizan, unidos, los hablantes de español, para divertirse con las variedades de su lengua.
¿Puede, entonces, decirse que el castellano nos separa, cuando hasta las diferencias nos unen? Claro que no. Esas son gilipolleces, pendejadas, huevadas, boludeces, babosadas.