La renuncia a la verdadSantiago Roncagliolo

En el último año me han preguntado muchas veces por mi «compromiso» político como escritor. En consecuencia, me lo he preguntado yo también. No suelen gustarme mucho los clichés de izquierda y tampoco los de derecha. Supongo que uno debería estar comprometido en cualquier caso con la verdad. Y ahí empiezan los problemas.

Tendemos a creer que las palabras tienen un solo y unívoco significado, algo que la observación práctica refuta constantemente: igualdad no tenía las mismas implicaciones antes que después de la Revolución francesa. Democracia no significaba lo mismo a ambos lados del muro de Berlín. Y, por supuesto, libertad no tiene el mismo sentido para un funcionario norteamericano y para un suicida palestino. De hecho, la historia de la humanidad puede entenderse como la lucha por determinar el sentido último de esas palabras. Todos sabemos que queremos las cosas que designan, aunque nunca nos llega respuesta definitiva sobre la naturaleza de esas cosas. Su propia esencia es ser discutidos y reformulados constantemente.

Los periodistas conocen bien la lucha por el significado que se desencadena ante cada conflicto. Un grupo armado que ataca un cuartel militar suele recibir el nombre de terrorista, combatiente o guerrillero, no según sus acciones concretas, sino según la línea editorial de cada medio. Los publicistas podrían añadir que cualquier cosa que se repita constantemente termina por convertirse en verdad. Pronunciar cualquier oración equivale a darle existencia a un estado de cosas. No necesariamente es verdad todo lo que decimos, pero al decirlo se convierte en algo posible, un hecho que otras personas pueden repetir, como «el detergente X lava mejor», «el champú Y deja tu cabello sedoso» o «mi partido político es la única opción verdadera».

En esas condiciones, es difícil definir la verdad. De hecho, es difícil saber si dos personas que están de acuerdo en algo le atribuyen el mismo sentido. Todo el mundo está en contra de la pobreza, por ejemplo, pero cuando se habla de cómo combatirla, las cosas dejan de ser tan fáciles. A todos nos gusta la buena literatura, pero es increíble lo difícil que resulta hacer una lista de ella. Hay gente que está muy segura de encontrarse en posesión de la verdad, tanto que está dispuesta a morir por ella, y a esos solemos llamarles fundamentalistas. Más útiles ¿y más escasos? en los conflictos son los mediadores, que dan por sentado que la verdad es la parte de una historia que todos sus protagonistas estén dispuestos a dar por cierta, y tratan de ampliar sus márgenes. La verdad se ha vuelto negociable.

¿Tiene sentido defender rabiosamente a una de las partes en cada conflicto? Parece fácil y no muy productivo. Ha habido intelectuales defendiendo tanto a Franco como a Stalin. Pero creo que uno puede construir versiones del mundo que no nieguen sino, por el contrario, recojan las demás perspectivas. Nadie es tan idiota o tan siniestro como para defender el mal en estado puro. Por eso, por lo general, me incomodan los escritores que opinan demasiado. Prefiero a los que escuchan y analizan, sin darse demasiada importancia. Quizá, si algo podemos hacer los escritores, es aportar a las discusiones un granito de sentido común.