Con la experiencia en carne propia, el filósofo mexicano José Vasconcelos aseguraba que el verdadero sentimiento del exilio, más allá de la desventurada expatriación, se despierta tras el hecho de tener que partir hacia un lugar con lengua distinta de la propia. Pues la lengua representa no solo a las palabras, sino al pensamiento mismo. Y el pensamiento encierra toda una forma de vida.
Mariana Frenk, escritora y traductora mexicana de origen hamburgués, recordaba por otro lado que en su ciudad natal, cuando pasaba del alemán al portugués, con la traducción de las palabras se iban transmutando en ella los rasgos expresivos más personales. Los gestos del rostro, el movimiento de las manos, incluso el tono de su voz se modificaban por completo durante el proceso. A partir de esto Frenk se preguntaba si no sería «indispensable una profunda transformación de la personalidad para poder escribir en otra lengua».
Sin quitar peso a los dos argumentos anteriores, habría que tomar en cuenta que quizá para muchos hispanohablantes otra lengua no es sólo el alemán, el inglés o el náhuatl. Como otra lengua podríamos considerar también, en algún momento, a la más próxima e importante para nosotros. Y es que en realidad el español no es una sino muchas lenguas regionales. Eso sí, con una fuerte raíz común.
La realidad de un español bifurcado, diversificado, convertido en multitud de maneras expresivas gracias a los distintos contextos en que ha ido a parar y en que se ha desenvuelto, es un hecho producto de la historia y de los entornos político y social. Pero también de la experiencia más íntima. Del vivir la lengua con intensidad, día con día.