Querida y vieja lenguaLeopoldo de Luis

Yo soy aquel que ayer no más leía
cantos de vida y esperanza, era
un aire suave. Hoy, en lo fatal
encuentra hecho de piedra su destino.
Soñé claustros de mármol con Martí
y novias muertas con Asunción Silva.
Juan de Dios Peza me hizo amar a México
y con Gutiérrez Nájera soñé
morir en alta mar un día hermoso.
Leí con Nervo páginas del Kempis
y fue Enrique González Martínez quien me dijo
que hay un cisne engañoso
al que debemos retorcer el cuello.
De un ciego un día me apiadé en Granada
porque Francisco Icaza hizo su copla
inolvidable, y fue Torres Bodet
el que me descubrió que soy yo mismo
la fosa donde está aún vivo mi padre.
Me hubiera suicidado con Lugones
al que me unió cadena de oes y eles,
pero Raúl González Tuñón ya había visto
una Asturias en llamas y a la puerta
de Madrid roto golpeó el romance.
Cabalgué en los caballos de Quesada
y Hernán Cortés, mientras Santos Chocano
sujetaba las riendas.
Con Palés Matos escuché las danzas
de Martinica y esperé con Borges
a que al fin se fundara Buenos Aires.
«Eres la compañía con quien hablo»,
dijo a la Poesía Villaurrutia
y lo aprendí, como con Pellicer
aprendí que no hay nada más difícil
que acordarse uno mismo de su nombre.
Besé rojos carbones de Delmira
y recé el padre nuestro de Gabriela.
Me asomé de Alfonsina al mar oculto
y vi las manos florecer de Juana,
vigilias de Rosario Castellanos
y pasiones de luz de Sara Ibáñez.
Han pasado los años, pero aún sigo
entrando en residencias de Neruda
y a Macchu Picchu subo todavía.
Aún oigo a Juan Ramón hablar de Eugenio
Florit. Siento los golpes violando
las puertas carcomidas de Vallejo
y escucho sus heraldos de amargura.
Percibo el aire azul que con sus alas
mueven las golondrinas de Huidobro
y entre los brazos de Lezama Lima
sé que muere Narciso. Y aún me acerco
hasta el taller de Octavio Paz y doy
la vuelta a sus palabras, a su piedra
de sol y sus semillas para un himno.
Nicanor Parra brinda aún el refugio
de sus antipoemas y Germán
Pardo García la emoción telúrica
de la imponente noche americana.
Aún piso con Vicente Gerbasi
tierra de inmigraciones, y aún escucho
a Elvio Romero y su guitarra dura.
Reconozco los rostros de los viejos
abuelos que confiesa Nicolás
Guillén. Alzo plegarias
por Marilyn Monroe con Ernesto
Cardenal, y a mí mismo me pregunto,
igual que se pregunta José Emilio
Pacheco, la razón de mi escritura
tan inútil. No obstante miro en tomo
veo el rostro y escucho la palabra
de Alberto Baeza Flores
y de cuantos pronuncian
ahora el nombre de España con su ritmo,
con su música propia y su cadencia.
¿Son los barcos que vuelven?, me pregunto.
Los navíos que fueron a su orilla
regresan con el verso y la esperanza,
con la flor inmarchita del poema.
Entonces echo mano a la memoria,
con Javier Sologuren, y recuerdo
al inca Garcilaso, y con Octavio
Paz y Sor Juana, y digo para mí:
«¡Qué bien suenas y cómo de mi sangre
suenas, querida y vieja lengua mía!».