Con el tiempo, aseguran los apocalípticos de siempre, habrá que leer a escondidas. Leer será una actividad ten vergonzosa como comer ajiaco1 en la Boquilla,2 y escribir esquelas de amor para adornarlas después con pétalos disecados. Emocionarse, en la posmodernidad que mutila o anula, es pecado. Nos rodea la industria de la obscenidad audiovisual, un bombardeo enloquecedor de imágenes sin sentido, una propaganda desdichada que nos invita a sumergirnos en el océano de los video clips, las telenovelas venezolanas, las rancheras vallenatas.
Los propagandistas ingeniosos de lo audiovisual (que los hay) dicen, entre risas, que leer da caries. Pero la publicidad de las cremas dentales nunca viene en los libros sino en la televisión. Freddy Badrán es uno de esos lectores que sabe desquitarse del tráfago visual de la semana y convierte los fines de semana en maratones de lectura, en los que alejado de los ruidos del mundo, lee tres y cuatro libros entre sopores y goles italianos. Esos maratones no serán posibles en ese futuro de pesadillas, cuando los lectores tendrán que aliarse con los fumadores, las prostitutas pelirrojas, los zurdos, los hijos comprensivos, los gordos serios, los flacos deportistas, los amantes del béisbol, los tipos sin arete, las mujeres con sostenes y otras muy desamparadas minorías sociales. El día no está lejos, dicen aquellos apocalípticos.
No saben de lo que se perderán; no podrán imaginar el resto de Remedios La Bella3 mientras subía a los cielos (aseguro que iba ceñuda y descompuesta, y que por fin maldecía a Fernanda del Carpio), ni el brillo luciferino en los ojos del Quijote cuando se enfrentaba a los risueños molinos de viento (ya oigo la voz del gramático diciendo que los molinos no se reían porque los molinos no pueden reírse), ni los remiendos de la blusa de la madre de Gorki.4 No podrán dejarse ir, suave, deliciosa, abandonadamente, en la corriente o el torbellino de la imaginación: ese esfuerzo de nuestras primeras potencias, que nos ratifica como seres humanos.
Porque, ¿usted cree que es lo mismo leer y padecer aquella escena en la que el coronel Aureliano Buendía le dice a Gerineldo Márquez que el Macondo está lloviendo y usted siente en el centro de su alma esa lluvia melancólica que gotea contra el piso de sus recuerdos, que oír, mientras maneja, grita y maldice por la avenida Pedro de Heredia, la voz del coronel Aureliano Buendía 3 interpretada por la voz de William Vinasco Ch.?5
Leer, se dice, es una actividad en desuso, incluso para los propios periodistas, que intentan capturar algunos hechos y seres de cierto interés social, presentarlos bien a esa imprecisa oficina de cómplices o impugnadores que se llama opinión pública, y dormir mal. Las estadísticas —que al decir a veces complejo o infame de Borges legitiman el error de la democracia— muestran y demuestran que ya casi nadie lee. Otras estadísticas muestran que hay repuntes de la lectura.
Es igual a lo que ocurre con la lectura de poesía. Los editores de vuelo dicen que no publican poesía porque nadie la lee. Pero casi todo el mundo, en algún momento, lee poesía, y muchos la escriben. Es algo que no esta sujeto a modas ni a fórmulas de mercado. Es una necesidad interior del ser. Cuando un concejal quiere enamorar a una mujer no le envía los discursos de Olaya Herrera6 ni de Gaitán,7 y ni siquiera los de Belisario.8 Cuando un matemático quiere conquistar a una mujer, no le envía flores acompañadas por ecuaciones sino con versos de Neruda. Las inteligencias, como los loros leales, tienen su propia e intransferible estaca.
Pero la gente sigue leyendo. Es imposible vivir sin leer. Leer es como respirar, como ir al mar, como engendrar.
Pretender decretar la abolición de la lectura sería como pretender abolir, también por decreto, la naturaleza solitaria del hombre, sus verdades últimas. El hombre no puede estar siempre participando en hechos y diversiones masivas y en orgías audiovisuales, en las que se estimula sólo su emocionalidad. El hombre es, al mismo tiempo, un ser social y solitario, cuya escisión se paga con la muerte, la enfermedad mental y el odio.
Las estadísticas —todos los sabemos— son capaces de demostrar una cosa o su contrario, y tal vez eso también lo saben algunos editores que dicen: «es que nadie lee», pero siguen publicando libros y ganando dinero, organizando ferias del libro y seminarios para que la lectura continúe siendo un bello vicio.
Por eso no es cierto que leer da caries. Por el contrario, el buen lector es el único que, aprende, incluso, a morder con los ojos.