Una lengua es como un cuerpo viviente.
(A. B.)
Un grupo de profesores de instrucción primaria trató en 1843, en Madrid, de reformar radicalmente la ortografía imperante en el castellano con la supresión de las letras h, v y q, y comenzó a aplicar tal novedad en las escuelas. La Real Academia Española actuó con rapidez y publicó al año siguiente una nueva edición de la Ortografía acompañada de un real decreto sancionador de la reina Isabel que hacía obligatorio su empleo en todas las instituciones de enseñanza. Con ello buscaba frenar el empuje reformador de los profesores. Había pasado un poco más de cien años desde la primera edición y noventa de la segunda, pero en ese siglo la Corporación —que había editado ya casi diez ediciones— no había visto la necesidad de oficializar una ortografía académica y sólo se había limitado a aconsejar normas y algunos tipos de usos sin un aparente amplio consentimiento. Este hecho impidió, de paso, que una reforma de mayor alcance y consistencia, que venía siendo impulsada por Andrés Bello, residente ya en Chile, se abriera camino. La propia Academia había declarado su simpatía por las ideas simplificadoras de Bello y aunque parecía que estaba dispuesta a discutir la adopción de algunas de sus directrices, prefirió empujar la expedición del autoritario decreto que cancelaba tajantemente las propuestas y centralizaba en su seno cualquier medida futura que alterara la normatividad ortográfica de la lengua. Estas circunstancias son relatadas en el «Prólogo» de la última edición publicada de la Ortografía de la lengua española de 1999, donde también se advierte el carácter «panhispánico» de la nueva edición, en la que intervienen no sólo la Academia Española, sino las veintiuna academias americanas y la filipina. También previene sobre lo difícil que hoy sería introducir modificaciones, como la de suprimir letras innecesarias, ya que la simple eliminación de la ch y la ll como letras independiente y su reclasificación dentro de la c y la l tomó años de reuniones y se resolvió entre discusiones interminables.
Fue una lástima, y a 170 años de ocurridos esos hechos todo el sistema educativo en América Latina y España debe erogar ingentes recursos económicos y humanos para transmitir e imponer unas normas ortográficas que se han fijado sin discernimiento, y que de haberse simplificado en su momento serían asimiladas sin mayores tropiezos por los estudiantes. Como lo sabe cualquier maestro de escuela primaria o padre de familia atento, el niño adquiere pronto las destrezas básicas de lecto-escritura, pero se demora años en manejar correctamente algunos códigos ortográficos que en castellano son, por lo menos, ambiguos. Una vez aprende a leer y escribir, el niño, y luego el joven, puede pasar años que se prolongan hasta la universidad y más allá, en manejar con propiedad las diferencias entre v y b, entre c, k y q, entre g y j, entre y e i, entre c, s y z, o colocar correctamente la h o la u mudas, entre otras convenciones de la escritura de nuestra lengua. Valdría la pena encauzar los esfuerzos y frustraciones que este aprendizaje conlleva hacia áreas del conocimiento más provechosas y no imponer a la brava estos criterios que son difíciles de adquirir porque dejan de lado el principio de claridad conceptual que prescribe la correspondencia estrecha que debe haber entre los sonidos que pronunciamos y las letras que los representan.
Este precepto esencial que Andrés Bello resumía en la frase «la ortografía cuyo objeto no es corregir la pronunciación sino representarla fielmente», constituía una antigua aspiración de los estudiosos de la lengua que se remontaba a los tiempos del Imperio romano en donde Quintiliano —el gran humanista y retórico nacido en territorio de la actual España que ejerció un amplio magisterio bajo el mandato de Vespasiano— había propugnado la idea de que «cada sonido debe tener un solo signo que lo represente y no debe haber signo que no responda a un sonido particular». Este criterio fonético ha convivido a lo largo de los siglos, disputándose junto al criterio etimológico —que indica que las palabras deben escribirse conservando la grafía de idioma o particularidad de origen (philosophia, Christo)— y al de uso —que señala que deben escribirse como lo dispone la costumbre reiterada— los fundamentos para configurar los dictámenes de la ortografía castellana. Sin embargo, desde Alfonso el Sabio pasando por Nebrija y prominentes gramáticos de los siglos xvii y xviii, una corriente que Bello encabezó de forma destacada en el siglo xix, ha insistido en hacer prevalecer esta correlación entre sonidos y letras para buscar la mayor claridad, sencillez y afinidad entre nuestra lengua escrita y hablada. Pero la Academia, sobre todo después de los hechos mencionados atrás, se volvió renuente a adoptar cambios radicales de cualquier índole, y en la ortografía, aunque ha permitido con lentos avances que la base fonética tenga un significativo alcance, impidió que los criterios etimológicos y de uso se redujeran a las proporciones mínimas que defendían los especialistas de la época, y que, por ende, nuestra lengua escrita adquiriera los atributos de sencillez y facilidad que la harían más comprensible y universal. La actualidad de ese reclamo se manifiesta con urgencia todavía. No otra cosa alegó con contundencia Gabriel García Márquez en el Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas en 1997: «Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?». En suma: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros».1
Cuando Bello inicia sus estudios sobre la ortografía y postula el primer plan de reforma en la revista La biblioteca americana que editaba en compañía del colombiano García del Río, en 1823, en Londres, en años de gran penuria económica, le animaba un interés adicional al puramente académico o innovador de tratar de aportar un sistema más razonado para contener el caos y las vacilaciones que en materia ortográfica cundía entre impresores, maestros, escritores y gramáticos, no sólo de España sino especialmente de América de esos años. Cada individuo o grupos incomunicados entre sí manejaban a su arbitrio juicios divergentes por carecer de una norma ortográfica general pese a los intentos de establecerla por parte de la Academia, ya que ella misma parecía dudar entre la proliferación de posturas. En sus largos años londinenses, Andrés Bello se hallaba rodeado de revolucionarios hispanoamericanos y emigrados españoles exilados de talante liberal (entre ellos eminentes gramáticos como Puigblanch, Gallardo y Salvá), preocupados por los problemas de la cultura, muy especialmente de la lengua, al concebirla como punto de partida del conocimiento universal y la crítica del pensamiento. Bello comenzaba a vislumbrar que una labor educativa y cultural era impostergable para las nacientes repúblicas que surgían a la vida contemporánea asoladas por siglos de aislamiento y empobrecidas después de la cruenta lucha emancipadora. Empieza, entonces, a forjar pacientemente las bases de un vasto plan civilizador y cultural transformador cuyo núcleo era la educación integral de las clases emergentes surgidas de la independencia americana, que aspira a concretar una vez regrese a algún país del nuevo continente. En esa tónica, su reforma ortográfica simplificadora adquiere una nueva dimensión: la sencillez, la facilidad, la claridad, eran la garantía de que como herramienta educativa, el idioma, su escritura y su lectura, podían ser ampliamente distribuidos y asimilados por las enormes poblaciones analfabetas de los nuevos países. Él mismo describe el lamentable estado de atraso de las naciones recién liberadas cuando calcula que menos del cinco por ciento entre la generalidad de los habitantes era capaz de hablar y leer con corrección y sólo el uno por ciento podía escribir con propiedad. Si son correctos los cálculos que indican que en 1810 existía una población de blancos, criollos y mestizos de un poco más de tres millones en todo el continente,2 los que pudieran escribir bien no superarían, según eso, la cifra de las treinta mil personas, menos de dos mil personas por país.
Su pretensión reformista, aunque se alentaba desde el pedido que la propia Academia dirigía en esa época de apertura a los especialistas para que contribuyeran con sus luces en los temas gramaticales al invitar a una suerte de debate público sobre el idioma, estaba dirigida especialmente a sus compatriotas con un fin netamente didáctico y hasta patriótico podría decirse, como se desprende del título de ese trabajo inaugural en el tema: Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América. La misma delimitación haría unos años más tarde cuando señalaba para lo que sería su obra magna, la Gramática de la lengua castellana, que estaba «destinada al uso de los americanos». Y sería un error pensar que habría en ello la modestia explicable de un hispanoamericano que no quiere incomodar a las instituciones o, al revés, el rechazo rebelde a la autoridad lingüística española de un recién emancipado, y no verlo como otro signo de lo que sería su vocación más ardiente en los años que viviría en Chile: entregar sus descomunales conocimientos acumulados en lustros de estudio a sus coterráneos para que pudieran forjar estados modernos y convivencia.
Pero volviendo a su ideario ortográfico, la propuesta de Bello bajo el principio de equivalencia letra-sonido, que aspiraba a implantar en dos etapas para aclimatar las innovaciones, se podría sintetizar, según el filólogo Ángel Rosenblat, en que: 1) la j representa mejor que la g los sonidos en ja, jo, ju, je, ji (jeneral); 2) la z representa mejor que s y c en za, zo, zu, ze, zi (la c para ca, co, cu)3 suprimir la h muda (ombre) y la u muda de qu; )4 usar i en vez de y siempre que represente vocal (rei) y conjunción; y)5 escribir rr siempre que se pronuncie la vibrante múltiple (rrazón, alrrededor). En la segunda etapa: usar q en vez de c: (qasa) y suprimir u muda de gue, gui.
Aunque Bello no deja de preocuparse por los temas gramaticales a los que dedica artículos, libros y opúsculos durante los años siguientes, sólo veinte años más tarde tendrán sus ideas ortográficas verdadera repercusión social. Es cuando, ya instalado en Santiago de Chile, ejerciendo como rector de la universidad, en 1844 anima a Domingo Faustino Sarmiento, joven exilado de la dictadura de Rosas, a que presente ante la Facultad de Humanidades una propuesta de reforma ortográfica. Sarmiento, treinta años más joven que Bello, desarrolló el proyecto radical fundado en sus propias ideas de independencia absoluta, no sólo política sino lingüística y cultural. Es el momento en que proclama «ni ahora ni en lo sucesivo tendremos en materia de letras nada que ver ni con la Academia de la Lengua ni con la nación española», pero al igual que a Bello, también le inspira la necesidad de facilitar el aprendizaje del idioma al máximo para que acceda el mayor número de personas a la educación. La comisión nombrada para evaluar la propuesta de Sarmiento resolvió modificarla y suavizarla con la consecuencia de que éste rechazó sus razones y radicalizó aún más su posición secesionista en una serie de artículos en la prensa. Con todo, la comisión universitaria expidió una reforma bastante audaz en la que las viejas ideas de Bello se traslucen; son once puntos para ser implantados en mejoras sucesivas. El informe de la comisión es adoptado por el Gobierno y se convierte así en ortografía nacional.
La vida de la llamada «ortografía chilena» u «ortografía de Bello» fue, como es sabido, incierta. Utilizada en los documentos oficiales, en algunos periódicos y en las instituciones educativas del país, llegó a tener resonancia en otras naciones americanas, pero no fue acogida unánimemente. La esencia de su postura se disolvió a los dos o tres años y quedó reducida a dos rasgos sobrevivientes: la j por g, la i por y (soi jeneral). Estos motivos, por el contrario, sí tuvieron una amplia difusión por todo el continente y fueron incorporados oficialmente en Ecuador, Colombia y Nicaragua y utilizados por escritores de diversos ámbitos durante el resto del siglo xix. En fuerte disputa con la ortografía académica que, como vimos, en esos años se oficializa e impone usos obligatorios en las instituciones de la Península y deja atrás el espíritu abierto y colaboracionista, la ortografía americana fue perdiendo popularidad hasta desaparecer a comienzos del siglo xx cuando el presidente chileno Carlos Ibáñez asume la española en 1927.
Pero más allá de esos hechos conocidos y suficientemente narrados, conviene saber que las nociones de Bello en torno al lenguaje estaban impregnadas, además de interés pedagógico y público, de una fuerte actitud estética y humanista, como expresiones probables de su propia personalidad compleja y sensible. Escribió: «A los que opongan lo extraño y feo de las innovaciones, les diremos que la verdadera belleza de un arte consiste en la simplicidad de sus procederes; que el objeto de la escritura es pintar los sonidos, y que cuanto más sencillamente lo haga, tanto más bella será». Pintura, sencillez, belleza. No es frecuente encontrar la gramática tocada por la poesía y la enseñanza ortográfica regida por la inspiración cuando lo que ha predominado en el aula para sembrar estas disciplinas es el rigor seco, la imposición y el fastidio. A más de siglo y medio de escritas, estas frases convergen con una de las divisas del artista catalán Joan Miró quien sostenía que conquistar la libertad era conquistar la simplicidad. Libertad también buscada por Bello en su época convulsionada: «La libertad es en lo literario, no menos que en lo político, la promovedora de todos los adelantamientos».
Bello no postulaba, en términos del lenguaje, la separación americana. Al revés, proponía el derecho de los americanos a participar con toda dignidad en la permanente formación de la lengua común, como lo vio con claridad el gran filólogo español Amado Alonso. Cuando en 1847, después de varias obras preparatorias y vastos estudios, publica en Santiago la Gramática de la lengua castellana aunque con modestia y con el pragmatismo pedagógico de la hora dramática que le tocaba vivir, dirige, en el prólogo de esta obra cumbre, sus lecciones a «mis hermanos los habitantes de Hispanoamérica». Pero seguidamente advierte que «juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes». Bello temía que en la América recién liberada sucediera lo mismo que había ocurrido en Europa con la disolución del Imperio romano: la fragmentación idiomática, el aislamiento, las disputas étnicas y territoriales y el oscurantismo. La lengua, en la medida en que fueran capaces de preservarla y estimular su buen uso y estudio, operaría como un cauce común, como lazo de entendimiento y de civilización. Tenía el tino de vislumbrar una comunidad hispánica que recogía siglos de tradición cultural, de pensamiento, de ilustración, que permitiría no partir de la nada, sino iniciar desde esa fuente de nobles entronques clásicos, árabes y europeos, y ahora con el nuevo y prometedor matiz americano, un diálogo eficaz con los otros horizontes culturales del mundo.
Pero el límite americano rápidamente fue desbordado por los propios atributos de la obra. Sucesivas ediciones en otros países y la adopción paulatina por parte de la Academia española de muchos de los principios gramaticales de Bello constataron la importancia técnica y política de sus postulados. Los críticos contemporáneos que se acercan a los estudios gramaticales de Bello se asombran de la modernidad de los mismos. El propio Amado Alonso consideraba a la Gramática no sólo la mejor de la lengua castellana, sino una de las mejores en cualquier idioma. Y encontraba que Bello, superando las prevenciones intelectuales de su época, entendía que el lenguaje es históricamente cambiante y no lógicamente fijo, lo que, a su vez, lo anticiparía a los fenomenólogos y lingüistas del siglo xx. Ángel Rosenblat pensaba que más que una gramática lo que Bello proponía era una doctrina sobre la lengua castellana que la desataba de los prejuicios y la visión estrecha del momento. En primer lugar, del latín, pues hasta ese momento el castellano era mirado bajo la estructura y propiedades de ese idioma madre. Bello insiste en que cada lengua es única y genera sus propios códigos de apreciación y estudio: «Cada lengua tiene su genio, su fisonomía, sus giros». En segundo lugar, de la lógica, pues comprueba que pensamiento lógico e idiomático son distintos, y que la lógica del idioma no coincide necesariamente con la del intelecto; y, por último, que lo gramatical se explica por el comportamiento interno y dependencia mutua de las palabras, no por el significado de ellas, sino por la función que cumplen. A partir de Bello, el castellano no fue visto más como un dialecto derivado, sometido al análisis desde la estructura latina sino como lengua autónoma. Redimió, al tiempo, a los estudiosos, al crear una suerte de epistemología para apreciar el idioma desde su avatar temporal, desde el habla de sus sujetos parlantes más «educados» y de la literatura escrita, y no a partir de esquemas abstractos e intemporales.
Andrés Bello tuvo en Londres oportunidad de conocer a fondo la literatura medieval española y europea y estudiar en profundidad el Poema del Cid, y fue el primer autor de habla castellana, al decir de Menéndez Pelayo, en dotar de fundamento científico a esa parte de la arqueología literaria. Antes, mientras vivía en Caracas, conoció la literatura del Siglo de Oro, en especial la de Calderón, Cervantes y Lope de Vega. Y estaba atento a las literaturas del mundo y al resto de la española. Como nadie de su época, era consciente de las vicisitudes del castellano y de su enorme flexibilidad (hospitalidad dirían algunos) que le había permitido nutrirse de otras lenguas como la árabe con la que compartió sabiduría y enfrentó dolorosos roces, o con la italiana y la francesa, y como lo estaba haciendo con los idiomas aborígenes desde el primer día de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo o con la simple expresión criolla que después de trescientos años ya adquiría una modalidad propia. Por ello, estaba preparado para entender que la lengua es un flujo oscilante, un torrente de energías que se mueve con los hombres y sus geografías, y que estimula el cambio en las civilizaciones, cuando una corriente de su momento insistía tercamente en ver que lengua era una estructura mental inamovible: una fijeza a la que el individuo debía descifrar y adaptarse. Es curioso que este científico y poeta, que desentrañó la naturaleza móvil, creativa, adaptable y fugaz de la lengua, que entendió que podía poner a disposición de sus semejantes medios para cultivarla y convertirla en instrumento de nacionalidad, progreso y deleite, sea considerado hoy, en algunos sectores desinformados, el gramático pintoresco, áspero y dogmático. Él había dicho con convencimiento que sus indagaciones estaban muy alejadas de buscar un «purismo supersticioso», que se oponían a la de los «espíritus rutineros», y, con intuición, que «señalaba rumbos no explorados», a sabiendas de que corría riesgos no superfluos.
Como descendiente intelectual de los ilustrados y enciclopedistas franceses, para quienes el lenguaje fue un motivo de reflexión permanente, Andrés Bello también pensaba que este era el centro de todas las posibilidades culturales. Lo veía como el instrumento básico que abriría las puertas de la educación y, al tiempo, como una cosmovisión. Siguiendo a Rousseau se permitió escribir que «se forman las cabezas por las lenguas y los pensamientos se tiñen del color de los idiomas». De ahí que emprendiera su vida como un «apostolado idiomático», al decir de Amado Alonso. Es sabido que además de sus profundos conocimientos de gramática, filología, crítica e historia literaria, fue un gran poeta que, según Henríquez Ureña, inició, con sus dos grandes silvas Alocución a la poesía y Agricultura de la zona tórrida, la independencia intelectual de las letras americanas. Pero también fue el legislador que introdujo el derecho internacional en nuestro continente, creó un código civil para Chile que operó como modelo latinoamericano, produjo opiniones de largo alcance sobre las relaciones internacionales, hizo aportes originales en filosofía y en el estudio de las ciencias naturales y la cosmografía. Pero especialmente fue el educador por excelencia, pues sus enormes conocimientos tuvieron siempre una proyección docente inmediata: además de los magisterios públicos y privados que ejerció intensamente, hizo publicaciones de manuales, artículos, cartillas, opúsculos y libros, y una labor periodística de divulgación cultural sin parangón para acercar lo oscuro, lejano y complejo. Todo bajo el criterio de analizarlo didácticamente para generalizar las artes de leer y escribir al mayor número de habitantes de los incipientes Estados-naciones.
Si bien Bello fue el primero en lengua castellana que hizo valer los principios de un idioma general al que le eran permitidas las variantes locales y que podía ser enriquecido desde la periferia («Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se tomen sus accidentales divergencias»), colaboró en el ahondamiento de un proceso de castellanización del continente que había empezado cuatro siglos atrás. En su primer artículo sobre la ortografía había escrito: «Desde que los españoles sojuzgaron el nuevo mundo, se han ido perdiendo las lenguas aborígenes; y aunque algunas se conservan todavía en toda su pureza entre las tribus de indios independientes, y aun entre aquellos que han empezado a civilizarse, la lengua castellana es la que prevalece en los nuevos estados que se han formado de la desmembración de la monarquía española, y es indudable que poco a poco hará desaparecer todas las otras». La percepción de Bello y los posibles errores de cálculo en este asunto son más que explicables por las circunstancias históricas que lo rodearon. Después del interés inicial que la conquista y evangelización trajo por las lenguas nativas, que llevó a su estudio y difusión a través de los misioneros de todas las órdenes y a la introducción de las cátedras de lengua y la publicación de gramáticas, catecismos y manuales piadosos en las llamadas «lenguas generales» (náhuatl, quechua, chibcha, puquina, araucano y tupí), y que, sin duda, matizó algo la severidad de la toma de los territorios y la imposición cultural, la Corona abandonó en el siglo xviii esa posición. Carlos III, por los años en que Bello nació, expidió las ordenanzas con las que se prohibían las lenguas nativas y se generalizaba el uso del español. Y, aunque la medida no tuvo efectos prácticos en un continente que hacia 1810 albergaba cerca de diez millones de indígenas y sólo unos tres millones de habitantes mestizos y blancos, sí profundizó la separación entre la élite letrada y los grupos hispanohablantes, y estas poblaciones.
Paradójicamente, la hispanización se acelera en las primeras décadas de periodo de formación de los estados nacionales, de mano de los gobernantes y dirigentes mestizos y con él la consideración de «barbarie» a lo que no coincidiera con sus proposiciones. La proliferación de lenguas aborígenes, que Bello echa de menos, no recibió mayor estímulo para permanecer que el que tuvo en los monárquicos siglos anteriores. Sólo en el siglo xx hubo una revalorización del patrimonio lingüístico originario que buscaba impedir la desaparición de esa riqueza, que asombró a Colón cuando al capturar a algunos nativos como intérpretes se dio cuenta de lo poco que le servían al cabo de unas leguas de recorrido por la multitud de idiomas y dialectos que circulaban. Quizá inventariaba sin saberlo algunas de las mil o más lenguas que hoy se reconocen como americanas, de las cuales unas pocas han llegado, a contrapelo, a compartir con el español una posición negada por centurias: el quechua, el aimara o el guaraní.
El desafío de Bello consistió en defender una lengua de su posible disolución al encontrar y divulgar los aspectos variables de su implantación, los matices de sus maneras de ser hablada o pronunciada, y de hallar en su manifestación histórica las señas ocultas de sus formas cambiantes y del poder explosivo y poético que pueden conferirle sus hablantes. Pero vio que dejada al azar, como sabía ocurría con algunas lenguas indígenas y había sucedido con las romances, se atomizaría y perdería el bagaje cultural que traía implícito un idioma impregnado de historia y riqueza expresiva como el castellano. Creyó de buena fe que, al estudiarlo a fondo y transmitir generosamente sus leyes y mecanismos íntimos de su funcionamiento, una base de unión real se añadía al sueño unificador de los próceres para hacerlo posible. Para quienes heredamos, en buena medida gracias a él, la comodidad de una lengua común muy refinada y en expansión, es presumible que pensemos que la supervivencia no sólo de la lengua, sino de la historia cultural que acarrea, estará determinada por la destreza que desarrollemos para experimentar la variedad, lo distinto. Pues, como lo comprobó Bello en vida y no ha dejado de ocurrir desde entonces, tampoco hemos dejado de separar, guerrear, asesinar y estimular todos los malentendidos posibles entre nuestros pueblos desde el mismo idioma. Ya no se trata de preservar el castellano y lo hispánico (mezclados ya de forma inextricable), sino de darle lugar a lo que nunca pudo convivir sin conflicto o exclusión a su lado y en su interior: los centenares de grupos nativos que se comunican en alguna de las setecientas lenguas americanas que, según UNESCO, hoy están en peligro de extinción, por ejemplo. Y esto como metáfora permanente de que la unidad hispanoamericana, tan buscada y elusiva al tiempo, se hará probable sólo en su multiplicidad, en su babelismo. Las palabras pueden ayudar a comprender algo. La experiencia permite conocerlo. Hemos perfeccionado las palabras, aún no el diálogo. Ni el silencio.