Nací en español y voy a morir en español. Si llegado ese momento estoy consciente y reconciliado con la vida —y espero que así ocurra—, tal vez acudirá en mi ayuda el poema Alguien se salva por escuchar el ruiseñor, del poeta colombiano Giovanni Quessep, para decir: «No todo es tuyo olvido». Si me tocara padecer una larga enfermedad, probablemente diría con Borges: «Quiero morir del todo, quiero morir con este compañero, mi cuerpo». No lo sé, afortunadamente no sé el lugar y las circunstancias de la última cita en la que a lo mejor yo mismo me sorprenderé diciendo: «Para todos tiene la muerte una mirada. / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», unos versos de Cesare Pavese pero traducidos por José Agustín Goytisolo. Siempre en español, es lo único que sé: moriré rodeado y protegido por dulces palabras españolas.
Un idioma es una fatalidad aunque también puede llegar a ser una elección, un destino asumido. El español, se ha dicho y es cierto, tiende al exceso y a lo inútil. «Un ángel más, qué desperdicio», dijo Lezama Lima al referirse a una iglesia barroca. Y eso somos, barrocos por la España de la Contrarreforma que nos conquistó y aún más barrocos por su mezcla abrupta con culturas indígenas y africanas. Disfrutamos por igual el derroche del tiempo en los carnavales, de las formas en la arquitectura y de las palabras en los poemas: «Mientras por competir con tu cabello, / oro bruñido al sol relumbra en vano, / mientras con menosprecio en medio el llano/ mira tu blanca frente el lirio bello».
Los estudiosos del barroco han reivindicado como un hecho positivo ese despilfarro y nos han enseñado a comprenderlo: el ángel de más no es defecto sino virtud; hay belleza y por lo tanto hay placer estético en lo gratuito y en lo innecesario. ¿Mas qué en la contención? Desde luego que no: sería tan erróneo afirmar que lo clásico es superior a lo barroco como decir lo contrario. La cultura barroca no es mejor que la cultura clásica, sólo es diferente y una manera distinta de leer el mundo. El barroco, qué bueno saberlo y sentirse orgulloso de ello, es nuestra identidad. Sin embargo, la identidad es una máscara y las máscaras petrifican. Por eso es mejor el intercambio de máscaras, el juego perpetuo entre lo apolíneo y lo dionisiaco que proponía Nietzsche. Porque pertenezco a una cultura barroca he optado por su negación: prefiero la claridad, la economía del lenguaje, la palabra justa y necesaria. En diversos autores he percibido la rebeldía contra la fatalidad barroca del español y en todo lo que escribo y prefiero leer, modestamente busco ser solidario con la causa de esos rebeldes. Que no están solos: reciben armas y financiación extranjera, principalmente de los ingleses (desde los tiempos del Arca de Noé, las diversas lenguas se ayudan, establecen alianzas y pelean entre sí). Pertenecer a este bando, a contracorriente de la tendencia dominante, me ha hecho más libre. La libertad se forja en abierta confrontación contra la fatalidad y el destino.
Una aclaración. La economía del lenguaje y la palabra justa y necesaria no tienen nada que ver con la «corrección» y la «pureza» del idioma. Se trata de algo más profundo. O mejor: se trata de la profundidad. A los puristas, que son los policías del idioma, no les interesa la verdad sino la ley. Que se cumplan las normas, que se hable un buen español sin extranjerismos, neologismos, barbarismos, vulgarismos. A los rebeldes, lo que más les importa es la coherencia: que se diga sin adornos lo que se tenga que decir. No importa que se utilicen palabras no aceptadas por las autoridades de la lengua. Saben que la lengua evoluciona y frente a eso no hay policía que valga. La estructura básica de un idioma reside en su sintaxis y no en su léxico, que es la superficie, la hojarasca que se va con las estaciones. El que viola la sintaxis simplemente no se comunica: «Vino hoy las enfermeras sanos». Quien construya una frase de esa manera tendrá un castigo más eficaz que el de las nada asustadoras amenazas de los guardianes del idioma. En cambio, no tendrá problemas el que diga: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias» (Cortázar, «Rayuela». Capítulo 68).
Una vez pasada la extrañeza del anterior texto, el lector entenderá que no hay ningún abismo irremediable. No obstante la cantidad de neologismos, se capta la idea esencial: se trata de una pareja haciendo el amor. La comunicación no ha fallado porque la sintaxis ha permanecido intacta y las palabras inventadas enfatizan la intención erótica. No hay que entenderlas, sólo hay que oírlas y dejarse llevar por su eufonía. Su autor tal vez le produjo un infarto a un académico de la lengua pero nos recordó que lo más importante, lo primero, es la música de las palabras.
Los escritores, el lumpen, el hampa, las clases bajas y en general todos los marginados han sido históricamente los encargados de transgredir el idioma y de esa manera lo han modificado inyectándole vitalidad. «Qué frío hay… ¡Jesús!», dice la «andina y dulce Rita de junco y capulí» en un poema de César Vallejo. «Y ella me hizo cambio de luces y entendí que el adelante no se había acabado», dice una desplazada de la violencia en Colombia mientras mira a su pequeña hija para superar la desolación en que la dejó la partida de su compañero. Voces que vienen del habla cotidiana y que mantienen viva la llama del idioma.
Desde que tengo memoria, siempre ha habido unos sujetos sospechosos que están a punto «de acabar con el español». Pero hasta ahora nunca ha sucedido tal desastre. Al contrario, según la información que tenemos, el español ha crecido y se ha fortalecido en el mundo. Incluso, ha llegado a asustar al poderoso inglés, hasta el punto de que las autoridades de California cometieron la torpeza de intentar prohibirlo.
A los sospechosos de antes se les ha agregado ahora un peligroso aliado: Internet. Los puristas del idioma ponen el grito en el cielo y pronostican el desastre definitivo. Por supuesto, nada de esto ocurrirá y tengo la absoluta certeza de que yo, y los hijos de mis hijos, moriremos en español. Si los defensores del idioma están tan activos buscando molinos de viento contra los cuales luchar les aconsejo más bien perseguir a los retóricos que se adornan con palabras que no sienten y a los políticos que usan el lenguaje para ocultarse. No es difícil encontrarlos: ellos salen de sus madrigueras por estos tiempos de efemérides y congresos de la lengua.