Aunque no perdamos el asombro, estamos acostumbrándonos a las novedades que nos llegan periódicamente sobre las cifras crecientes de hispanohablantes, nativos y extranjeros; sobre la presencia de nuestra lengua en los más inesperados rincones del mundo y su uso cada vez más frecuente en las redes digitales y en las dinámicas de la ciencia y tecnología modernas; sobre las múltiples ediciones de las obras de sus literatos y la vertiginosa difusión de las canciones de sus compositores. Sin duda, somos testigos, hoy, de un proceso de expansión del español que no tiene precedentes, no solo en cuanto a su diseminación en los diferentes países, sino al contagioso atractivo que despierta y a las facilidades como medio de comunicación y expresión que ofrece su unidad —fuertemente reforzada por los actuales sistemas globales de comunicación—, en medio de la riqueza vital y cuasi cromática de sus variantes regionales y sociales.
La actual universalidad de nuestra lengua es, claro está, resultado de un largo recorrido: como sabemos, partiendo de un rincón de Cantabria, fue expandiéndose por el escenario peninsular europeo, África y Canarias, arribó al venturoso año 1492 y se lanzó a la otra orilla del Atlántico. Es fruto de la enérgica y cautivadora andadura de una lengua que comenzó a mostrar su fuerza en tiempos del poeta Gonzalo, llamado de Berceo, quien en el monasterio de San Millán de la Cogolla —el de Suso o de ‘arriba’— eligió usar romance para escribir sus versos; del derrotero que evidenció su ímpetu en la notable producción del scriptorium alfonsí, cuando arropó Las siete partidas y otras obras con las que apostaba por ella el rey sabio.
El hermoso medallón en la fachada plateresca de la Universidad de Salamanca, donde podemos leer la dedicatoria que el maestro Nebrija hace de su gramática «a la muy esclarecida doña Isabel, reina y señora natural de España», no deja de recordarnos su conclusión de que «siempre fue la lengua compañera del imperio», aunque, por supuesto, don Antonio no podía prever que, más que a un aparato político, en el siglo XXI la lengua española acompañaría otro tipo de imperio potencialmente más poderoso: un espacio metafórico de hermandad cultural y espiritual, capaz de incidir desde una óptica particular, y con un peso específico significativo, en desarrollos cognitivos, sociales y estéticos de alcance universal.
Afincados en el espacio metafórico al que me refiero, los hispanohablantes echamos mano de todas las funciones de la lengua, desde la interpretación y el particular ordenamiento que hacemos del universo exterior, hasta la percepción y expresión de la realidad psíquica o emocional, la vertebración del pensamiento, el cumplimiento de los fines comunicativos para informar, para relacionarnos con el mundo, con los demás y con nosotros mismos, para dar forma a nuestras particulares perspectivas de la vida y para muchos otros cometidos. Es decir, echamos mano, como comunidad lingüística, de todas aquellas funciones que la ciencia exploró, maravillada, a principios del siglo XX, según aprendimos de los aportes de Karl Bühler y Roman Jakobson, entre otros intelectuales ineludibles.
Recurrimos a la representación verbal de la realidad y a la función heurística, o de acceso al conocimiento por medio del lenguaje, como explica Halliday, y, también, a la función que aborda las relaciones entre interlocutores, y a la de referencia de la lengua a sus propios mecanismos y estructuras. En el ejercicio de estas funciones —que no se excluyen entre sí, sino que pueden darse simultáneamente—, vamos marcando un estilo, una forma de pensar y, en última instancia, una forma general de ser y de actuar como miembros de la misma comunidad lingüística.
Los alcances de la universalidad de nuestra lengua se entienden con mayor claridad cuando abordamos su carácter social, porque, como sabemos, la lengua va unida a la cultura de diferentes maneras, es producto social y, también, reflejo de la sociedad. Como decía Halliday (1978), es como es por su función en la estructura social, hay una relación entre su uso y las situaciones sociales en que se emplea, está dotada de un sistema semántico que le permite transmitir valores culturales y, también,
(...) es un potencial: es lo que el hablante puede hacer.
(Halliday,1978: 109)
En esencia, como se ha postulado ampliamente, la «realidad», tal como la percibimos y compartimos, es un constructo discursivo edificado por una comunidad lingüística. Industrias culturales, como las editoriales y el teatro, difunden masivamente tales constructos, ilustran el ejercicio creativo que suponen y muestran, además, cómo se socializan con mayor o menor éxito las construcciones, de modo que pueden acabar institucionalizándose, como sucede en el caso de la opinión pública.
Searle (2004: 17) nos recordaba cómo, por medio de la lengua, los hablantes compartimos estados que llevan la misma intencionalidad comunicativa, la cual definía como
(...) la propiedad de muchos estados y eventos mentales en virtud de la cual estos se dirigen a, o son sobre o de, objetos y estados de cosas del mundo.
Se trata del mismo sinigual vehículo que nos permite, por ejemplo, la polarización de argumentos sobre un hecho y —llevando esta reflexión a extremos negativos, pero ilustrativos—, posibilita la expresión de exageraciones, la prevaricación y la manipulación. Evidentemente, el que no es herramienta neutra, sino que desempeña papeles muy superiores. Como indicaba Moscovici (1979), el instrumento que permite la elaboración de las «representaciones sociales» que matizan comportamientos y formas de interactuar:
La representación es -señalaba- un corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psicológicas y cognitivas gracias a las cuales los hombres hacen inteligible la realidad física y social, y se integran en un grupo o en una relación cotidiana de intercambios, en la que liberan los poderes de su imaginación.
(1979: 17-18)
Entonces, además de todas las ventajas obvias para el hispanohablante, la universalidad de nuestra lengua es una condición que nos permite compartir con la humanidad nuestro universo de representaciones, percepciones, interpretaciones y creaciones culturales comunes; confraternizar con los demás en torno a la realidad que hacemos inteligible y creamos por medio de aparatos discursivos; proyectar nuestro universo ético y estético y el ángulo particular desde el cual nos situamos como hispanohablantes frente al mundo.
Desde luego, la lengua española ha llegado a acumular e interiorizar vivencias de sus encuentros con otras lenguas y culturas, en dinámicas en las que ha aportado y ha aprendido, ha dado y se ha servido de perspectivas e interpretaciones diferentes con las que, inevitable y venturosamente, ha entrado en contacto a lo largo de siglos de andadura.
Voy a traer a cuenta dos momentos clave de esta larga historia, que ilustran el camino de nuestra lengua hacia la universalización que hoy experimenta, y que se sitúan, cómo no, en el ámbito de sus relaciones con lo americano. Ambos son momentos de expansión, pero, como veremos, tienen características muy diferentes.
El primero se sitúa en el siglo XVI, cuya intensidad y logros no terminan de sorprendernos. Es el momento del contacto inicial del español con las lenguas amerindias; de su arribo al continente en las carabelas del almirante, desde un contexto en el que no predominaba, precisamente, el ideal de hermandad universal, aunque —de modo paradójico, a pesar de la reciente experiencia de la Reconquista—, la Corona española hubiera alcanzado, en este sentido, estándares más altos que sus pares europeos, como lo demuestran, por ejemplo, la prohibición de Isabel la Católica a la esclavitud de los indios, e, incluso, su testamento, en el que pidió a su hija y heredera, Juana I, que cuidara de los derechos de sus nuevos súbditos.
Bien sabemos que muchas de las intenciones de la Corona para el cuidado de aquellos derechos se vieron empañadas por los intereses y recursos económicos de empresas privadas que se lanzaron a la conquista de los nuevos territorios y a la expansión de sus propios negocios. Hubo una fuerte y larga tensión entre dos fuerzas —la real y la que se había transmutado en empresa conquistadora y colonizadora privada, codiciosa, que buscaba ganancia, más allá de la recuperación de sus inversiones. Tal tensión es posiblemente el quid de la cuestión que puede explicarnos mucho de lo que, en efecto, sucedió.
Como es sobradamente conocido, la Corona cristianizó su proyecto histórico e hizo de la Iglesia su aliada y su más poderoso brazo en las Indias, mientras que esta respaldaba su posición, y la ampliaba y profundizaba, gracias al desarrollo de movimientos como el renacimiento teológico-jurídico de la llamada Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria a la cabeza. El influjo de esta corriente marcó el proceso evangelizador y, en muchos sentidos, la fase inicial de la aventura indiana de la Corona, pues en la Universidad de Salamanca, al tiempo que de Vitoria dictaba cátedra (entre 1526 y 1546) y desarrollaba sus Relectio de indis, se formaba la mayor parte de los grandes teólogos y de los misioneros que llegaron a América a lo largo de aquel siglo.
Curiosamente, la historia no suele detenerse lo suficiente en la figura estelar de Francisco de Vitoria (Burgos, 1483-Salamanca, 1546), a pesar de que este fraile dominico ocupa un primerísimo lugar por sus ideas y contribuciones a los derechos humanos, al derecho internacional y a la economía moral. Baste recordar que se le ha dado el título de «Padre del Derecho Internacional»; que la sala de reuniones del Palacio de las Naciones, sede de la Organización de Naciones Unidas en Ginebra, lleva su nombre, como homenaje muy merecido a su invaluable legado sobre la condición humana y las relaciones entre los pueblos; que se inspiran en su doctrina las convenciones de La Haya y de Ginebra y que, actualmente, esta sigue apoyando los debates sobre los derechos de los indígenas en el marco del derecho internacional. E incluyo esta información porque es vital para comprender la posición oficial española de aquellos tiempos. Influyó hasta tal grado, que, por ejemplo, el emperador Carlos I, aunque no simpatizara con de Vitoria, aceptaba su argumentación moral, como se vio en la promulgación de las Leyes Nuevas. Sin duda, los desarrollos ontológicos y epistemológicos de la Escuela de Salamanca estuvieron presentes en todo momento y matizaron, aun, la política lingüística de la Corona en los nuevos territorios, o, al menos, incidieron en los derroteros que esta siguió.
Desde la primera fase del encuentro entre los españoles y las poblaciones amerindias, surgieron, obviamente, necesidades urgentes de comunicación. Se trataba de una situación bastante peculiar y complicada, porque los españoles eran una abrumadora minoría —recordemos que Pizarro no llevaba consigo más de 160 soldados y Cortés solo alrededor de 500—, frente a poblaciones muy extendidas y dispares de indígenas, algunas violentas y combativas, otras más amigables, que presentaban una gran heterogeneidad lingüística y diferentes grados de desarrollo sociocultural y científico. No eran comparables, por ejemplo, las antillanas, con las mesoamericanas, que habían desarrollado escritura y saberes astronómicos y matemáticos considerables, establecido calendarios de notable exactitud, y tenían la experiencia de una larga historia urbana.
Ante tan inabarcable heterogeneidad, se plantearon muy pronto algunas estrategias, como, por ejemplo, el mismo don Cristóbal propuso llevar indios a España para que aprendieran la lengua y sirvieran de intérpretes o «lenguas», como acabó por llamárselos. Este proyecto no prosperó, pero la figura del indio intérprete —o «lengua»—, se institucionalizó y funcionó a lo largo de todo el tiempo virreinal.
Como en tantísimos aspectos, la Corona se apoyó también en la Iglesia para la hispanización y el tratamiento de las lenguas amerindias. A pesar de que sostuvo una política lingüística ambigua y poco sistemática, contamos con información que nos instruye sobre algunas de las líneas generales que siguió en su azaroso derrotero.
Hay, en efecto, un importante corpus de documentos referentes, justamente, a la promoción del español (cf. de Solano, 1992). López Morales (1992: 76-85) trae a cuenta, por ejemplo, algunas cédulas e instrucciones reales bastante ilustrativas. Así, en una fecha tan temprana como el año 1503, aparece una que ordenaba que debía reunirse a los indios en pueblos para ser cristianizados como personas libres y no como siervos. En cada pueblo se construiría una escuela a cargo de un capellán, que debía ocuparse de instruir a los niños enseñándoles a leer y a escribir en español, así como a aprender en esta lengua las oraciones de la catequesis.
Entre otros muchos documentos en la misma línea, hallamos que, hacia mediados de siglo, en una cédula real, el emperador Carlos I pedía al virrey de la Nueva España que:
(...) para la conversión a la fe católica de los naturales y que tomen nuestra policía y buenas costumbres ha parecido que uno de los medios, y el más principal, sería a dar orden como se les enseñase la lengua castellana.
A esta instrucción seguía el encargo de la impresión de 12.000 cartillas para que los indios mexicanos aprendieran español. El emperador se preguntaba si convendría proveer a otras personas para que enseñaran la lengua a los indios y sobre cómo se podrían pagar los salarios para que llevaran a cabo esta enseñanza.
Abunda, también, información sobre experiencias llevadas a cabo por religiosos para enseñar español a los hijos de caciques y gentes principales. Hubo experimentos interesantes, como los del Colegio San Francisco de Borja para indios nobles, fundado inmediatamente después de la conquista de Cuzco, y el Colegio Santa Cruz de Tlatelolco, también para indios notables, fundado en 1536, en la Nueva España.
Pero, los religiosos optaban a menudo por el uso de las lenguas indígenas para la evangelización, a lo cual no se oponía, ni mucho menos, la Corona. La Iglesia pedía a sus doctrineros y al clero de las Indias, en general, que, mientras se lograba el aprendizaje del español, se aplicaran en aprender las lenguas de los indígenas y a usarlas cómo vehículos para su trabajo misionero, y les recomendaban especialmente escribir gramáticas, vocabularios y métodos para el aprendizaje de estas lenguas.
Ante la enorme heterogeneidad lingüística, la solución de la Iglesia fue inclinarse por el empleo de las lenguas más extendidas e importantes, que llegaron a definirse como «lenguas generales»: el náhuatl, el quechua, el chibcha y el guaraní. Estas comenzaron a expandirse más allá de sus ámbitos histórico-geográficos originales y a redoblar su influencia, sobre todo en materia de vocabulario.
La Corona no insistía, entonces, en la hispanización (castellanización), sino como una medida que se iría concretando en el largo plazo. Así lo ilustran, por ejemplo, instrucciones reales diversas, como las entregadas a Antonio de Mendoza (López Morales, 1992: 83), hacia mediados de siglo, en las que el monarca coincidía totalmente con la Iglesia y respaldaba sus mandatos a misioneros y eclesiásticos.
El uso de las «lenguas generales» era considerado como acción transitoria, aunque los religiosos posponían indefinidamente la enseñanza del español. Por otro lado, muchas veces usaban las lenguas locales de sus feligreses para llegar a ellos de manera inmediata, en intercambios más personales e íntimos, en vez de recurrir a las lenguas establecidas como generales.
Ya a finales del siglo XVI, en 1596, durante el reinado de Felipe II, llegó a América una cédula real muy ilustrativa de las líneas trazadas por la Corona en materia de enseñanza del español, la cual indicaba:
(...) mando que con la mejor orden que se pudiere y que a los indios sea de menos molestia, y sin costa suya, hagáis poner maestros para que los que voluntariamente quisieran aprender la lengua castellana, que esto parece podrían hacer bien los sacristanes, así como en estos Reinos, en las aldeas, enseñan a leer y escribir, y la doctrina.
(López Morales, 1992: 79)
La posición de liberalidad que observamos en esta cédula real, después de prácticamente un siglo de lengua española en América, contrastaba, bien es cierto, con algunas preocupaciones de las autoridades civiles, que insistían en la necesidad de hispanizar a la población indígena, sobre todo para restarle poder a las «lenguas generales» y evitar potenciales insurrecciones. No obstante, la constante fue que la Corona dejara en manos de la Iglesia las cuestiones lingüísticas.
Como nos recuerda también López Morales (2010: 85), el cambio de política se dio mucho más tarde, en el siglo XVIII, con Carlos III, quien ordenó, en su conocida cédula de Aranjuez, que se hablara solamente castellano en los territorios americanos. La medida, que respondía a los ideales de la Ilustración, era, como observa el mismo autor (López Morales, 2010: 85), completamente inviable pues, en aquellos tiempos finales de la época virreinal, tres siglos después de haber llegado el español a América, se dice que había solamente unos pocos millones de hispanohablantes en el inmenso continente. El proceso de hispanización no había tenido mayores alcances, todo lo contrario, había triunfado la visión evangélica que, con el propósito de cristianizar, fomentaba la supervivencia de las lenguas amerindias e incluso su expansión, como en el caso de las «lenguas generales».
Ahora bien, independientemente de lo dicho sobre los vaivenes de la política lingüística, el español siguió, a lo largo de aquel extraordinario siglo XVI, por los cauces naturales que se dan en situaciones de contacto lingüístico, y con inusual intensidad, podemos decir, dadas las circunstancias. Como señala Rivarola (2004: 799) la difusión del español en el Nuevo Mundo creó para nuestro idioma no solamente un nuevo espacio geográfico-cultural, sino, también, un nuevo espacio mental dentro del cual «se fueron labrando lenta, difícil y a veces contradictoriamente los signos de una nueva identidad idiomática».
En innumerables documentos ha quedado descrita la impresionante atmósfera en la que se dieron las dinámicas lingüísticas entre el español y las lenguas amerindias, desde las primeras expediciones de descubrimiento y conquista en el escenario del Caribe insular, y, luego, en tierra firme: el Caribe continental, el altiplano mesoamericano, el mundo andino, el extremo sur —más allá del Río de la Plata—, los territorios del norte. Como sabemos, han sido descritas reiteradamente las maravillas descubiertas y nombradas por los españoles y, también, las características de los intercambios lingüísticos a los que llevaba el contacto cotidiano con aquel mundo novedoso.
Encontramos muestras de este espléndido acervo ya en el diario colombino de navegación y en las cartas del almirante a los monarcas, donde aparecen las primeras voces provenientes del taíno y otras lenguas arahuacas. De ahí en adelante se multiplicaron exponencialmente los indigenismos léxicos que pasaron a engrosar las nóminas del español, sobre todo a lo largo del siglo XVI, durante los reinados de Isabel y Fernando, Carlos I y Felipe II. Estos préstamos al español general provinieron, sobre todo, de las lenguas antillanas, del náhuatl, del quechua y de las otras que se proyectaron como «lenguas generales».
El español siguió, también, desarrollando sus procesos naturales de evolución, nivelándose y desnivelándose al ritmo de la llegada de oleadas de colonizadores provenientes de diferentes partes de la península, que arribaban a las Antillas y a los virreinatos y territorios vinculados. Y siguió evolucionando, asimismo, al ritmo de las comunicaciones con la corte, más o menos intensas o frecuentes, según se llevaran a cabo desde unas zonas u otras.
Además del uso de indigenismos, las realidades americanas comenzaron a representarse también por medio de giros y expresiones de la lengua española, que se habían ido ajustando a las nuevas realidades.
El segundo momento de hispanización al que voy a referirme se sitúa en el siglo XIX y coincide con la creación de las repúblicas hispanoamericanas. Como se recordó repetidamente en la reciente conmemoración del bicentenario de aquellos acontecimientos, la lengua española fue protagonista visible y constante en la conformación de lo que sería la Hispanoamérica moderna (Herrera, 2021a: VIII-XXV).
Hay algunos hechos que es preciso mencionar en la reflexión sobre este segundo proceso de hispanización que traigo a cuenta, en especial los que tienen que ver con el «patriotismo criollo», es decir, con la ideología de los españoles americanos que fue desarrollándose, sobre todo, a partir de la mitad del siglo XVIII, y que incluía, entre sus rasgos, el más entrañable y agudo sentido de pertenencia al idioma español, considerado ideal de lengua y esencial componente identitario, que admitía las particularidades americanas y servía cómodamente para su expresión, muy de acuerdo con las observaciones de Rivarola que citamos antes. De modo que los ilustrados americanos del siglo XIX, criollos como eran, consideraban la lengua española como un elemento cultural propio e irrenunciable.
El «patriotismo criollo» acompañó la revolución independentista. Fue, en realidad, uno de sus más enérgicos detonantes, y, a la vez, una poderosa corriente que alentó en sus inicios la utopía republicana. De ahí que no sorprenda que el único referente en la construcción lingüística de la nueva identidad hispanoamericana haya sido el idioma español. Por la mente de los creadores de las repúblicas no pasó, ni por un momento, la posibilidad de un cambio de idioma para las nuevas entidades políticas, ni siquiera la promoción de alguna lengua amerindia al estatus de cooficial.
Podemos afirmar que la lengua española tuvo un papel esencial en la construcción de la noción misma de hispano americanidad. Fue considerada y promovida como instrumento para la unidad continental, vehículo insustituible de unión, de cohesión y de comunicación al interior de las nuevas repúblicas y entre ellas. Los creadores de estas imaginaron y entendieron la Hispanoamérica independiente como una comunidad lingüística uniforme, llamada a constituir un bloque fraterno frente al resto del mundo, un grupo de repúblicas que compartían, además, cultura, historia y sentido de pertenencia, y que poseían un proyecto común para su futuro.
En aquel camino, conseguir la uniformidad idiomática se entendía como prerrequisito del progreso y de la modernidad, de modo que los nuevos Estados se propusieron llevar a cabo una renovada hispanización dirigida a los pueblos indígenas.
Ciertamente, aunque durante las dinámicas independentistas había habido entre los indígenas grupos leales a la Corona, otros habían participado en revueltas y formado parte de los ejércitos emancipadores, pero, la ilusión, que quizá abrigaban, de participar efectivamente en la constitución de las nuevas entidades políticas y en su desenvolvimiento, acabó muy pronto. Las repúblicas se ensañaron con ellos, afectándolos con muchas medidas, entre las que cabe resaltar las dirigidas a sus lenguas, que, en esta etapa de la historia, perdieron, aún, los medios con los que habían contado durante la época virreinal para su supervivencia, desarrollo y estudio.
En este punto tiene que recordarse que las ideas positivistas marcaron fuertemente el renovado proceso de hispanización de las poblaciones amerindias. En general, el dominio de la lengua española se convirtió en nuestros países en un requisito sine qua non para gozar, de hecho, del ejercicio de la ciudadanía plena; para, en palabras de los positivistas, sacar a los indígenas del retraso, mejorar sus condiciones de vida y, en última instancia, «civilizarlos», según las concepciones del momento.
Estas ideas llegaron a concretarse de modo especialmente intenso en el marco del «movimiento indigenista interamericano», que surgió como proyecto continental a principios del siglo pasado en el seno de los Estados americanos. Se planteaba como fin integrar al indígena a la «cultura nacional» por medio de políticas públicas asimilistas, concebidas desde la óptica de la homogeneidad como condición para el desarrollo económico. Los pueblos indígenas no han acabado aún de liberarse de los efectos de aquellos experimentos sociales, aunque, actualmente se haya dado cabida, por lo menos en ciertos círculos, a las ideas de la multiculturalidad y el multilingüismo como intrínsecamente beneficiosos para las sociedades.
Evaluada hoy aquella experiencia, resulta obvio que, en muchos casos, las políticas no llegaron a concretarse tal como se concibieron, pero, que, de cualquier modo, se logró extender significativamente la hispanización al plantearla como condición para que el indígena gozara con plenitud de sus derechos y pudiera ser destinatario de los servicios que prestan los Estados, desde la educación, hasta la impartición de la justicia, los servicios de salud, etcétera.
En el proceso, la escuela desempeñó un pobre papel. Los indígenas que aprendieron a hablar español en aquellos tiempos lo hicieron, abrumadoramente, sin seguir una metodología de segunda lengua, atemorizados, padeciendo discriminación por no dominarlo suficientemente. Los efectos fueron, en muchísimos casos, aprendizajes superficiales y perpetuación de errores en relación con los cánones del idioma, además de la aplicación de elementos y usos de sus lenguas maternas al español.
Es posible afirmar, desde luego, que el monolingüismo en las lenguas amerindias se redujo sustancialmente, y que, en todo el continente, el español inundó las comunidades. Donde había mayor presencia de lenguas amerindias, se dio una situación de diglosia, que se ha mantenido más o menos estable, en la que la lengua indígena se utiliza en ámbitos ceñidos a las relaciones familiares y comunitarias, mientras que el español permite las comunicaciones hacia el exterior del espacio local, desde el acceso a muchos servicios estatales, hasta relaciones laborales, comerciales, políticas y de otra índole.
Además, frecuentemente el español ejerce el papel de vehículo de intercomunicación entre los distintos colectivos lingüísticos al interior de los países, porque muchas lenguas amerindias no son inteligibles entre sí, aunque pertenezcan a una misma familia lingüística.
Entre otras consecuencias de este proceso de hispanización se encuentra el hecho, desde luego natural, de que algunas variantes de español americano hayan acabado absorbiendo rasgos en principio propios de los bilingües. Estos rasgos han llegado a marcar usos dialectales de regiones enteras y promovido el surgimiento de variedades mestizas de español. Son variedades que se han ido estableciendo y cobrando carácter de norma no solamente en los bilingües, sino en el habla de hispanohablantes monolingües que habitan en aquellos lugares. Algunos de sus rasgos han rebasado los límites locales y se han vuelto generales en el habla popular de extensas regiones. Es curioso que, aunque sociolingüísticamente carezcan de prestigio y se perciban como español incorrecto, gocen de vigor y sean productivos.
En la promoción de estas variedades y rasgos, es notable el papel de muchos maestros, algunos de ellos bilingües de primera o segunda generación, que en la práctica docente los transmiten a sus estudiantes bilingües, pero, también, a quienes son hispanohablantes monolingües. Asimismo, el papel de los medios de comunicación locales, particularmente la radio, que acaban siendo, en muchos casos, la fuente de aprendizaje del español en las comunidades indígenas y se han constituido como modelo lingüístico en contextos populares. No menos importante es el papel de las familias indígenas, donde los niños aprenden estas variedades mestizas -aprendida antes por sus padres y familiares-, de tal modo que parecieran tender a perdurar (Herrera, 2021b: 177).
No obstante, la tendencia general de nuestra lengua en estos días es hacia la nivelación, es decir, hacia una cada vez mayor estandarización, situación muy notable en el caso del español americano. La globalización refuerza intensa y ampliamente esta tendencia -y la promueve-, de manera que hay que ser cautelosos en relación con hipótesis sobre el afincamiento del tipo de fenómenos descrito.
En suma, es cierto que este segundo proceso de hispanización que he traído a cuenta ha dejado agendas abiertas en materia social y lingüística en muchos de nuestros países y ha afectado al español de diversas maneras, pero, también es cierto que muestra, de manera evidente, el considerable peso específico de la política lingüística que diseñaron y promovieron los ilustrados americanos del siglo XIX.
Efectivamente, no es difícil comprender cómo su agudo sentido de pertenencia a la lengua, sus decisiones y su determinación al promoverla como elemento esencial de la identidad hispanoamericana y vehículo de cohesión y comunicación entre los pueblos del continente, contribuyeron en definitiva a la exponencial expansión del idioma que observamos en la actualidad.
En este punto, después de traer a la memoria dos momentos —especiales pero diferentes—, del camino de nuestra lengua hacia su universalización, es normal que surja la pregunta sobre qué pasará en el futuro; es decir, que nos planteemos interrogantes sobre si se mantendrán las actuales tendencias de expansión y por cuánto tiempo; sobre cuánto más puede esperarse de su carácter universal, que, además, le permite multiplicar sus encuentros y contactos con otras culturas y lenguas.
En realidad, no tenemos respuestas definitivas a estas preguntas, pero quisiera finalizar estas reflexiones citando lo que afirmo en otro trabajo (Herrera, 2021a: XXV) y que creo viene a propósito:
La lingüística histórica enseña cómo las lenguas evolucionan, se mantienen, crecen y se expanden -o decaen-, de acuerdo con la determinación de sus hablantes. Patentiza, también, cómo siguen el mismo destino que los pueblos que las hablan. Estos principios ineludibles acabarán marcando el futuro de la lengua española según las intenciones y audacia de sus hablantes y de acuerdo con el desarrollo y la posición que las sociedades hispanohablantes logren alcanzar.
Al fin de cuentas, como sabemos, la lengua es de sus hablantes y sigue su mismo destino.
Muchas gracias.