El barroco se impone en la América española en el siglo XVII como arte de Contrarreforma, con el doble propósito de vigilar la ortodoxia católica de criollos y mestizos, y de reeducar a los nativos en los valores propios de cristianismo y de la cultura hispánica. En América, el barroco se prolonga durante todo el siglo XVIII, adquiere características propias y se transforma en arte de contraconquista, disparadero de las revoluciones de independencia. El barroco como arte identitario hispanoamericano se manifiesta en la literatura neobarroca de la segunda mitad del siglo xx, particularmente en la novelística cubana.
«El retorno de las carabelas». Con esta feliz frase del narrador venezolano Manuel Díaz Rodríguez, José Enrique Rodó se refirió a la influencia decisiva que el movimiento modernista, encabezado por Rubén Darío, ejerció en la literatura española de la Generación del 98. A partir de la década de los sesenta del siglo XX, otro movimiento literario, también surgido en Hispanoamérica, tendría repercusión en las letras peninsulares. Es el caso del llamado boom de la literatura latinoamericana, que incidió en la novelística española de la transición democrática, si bien, en términos editoriales, había sido impulsado desde Barcelona, curiosamente todavía en tiempos de la dictadura franquista.
Para abordar el tema «Viaje, tornaviaje y cultura escrita transatlántica», en el que tendrían cabido estos fenómenos históricos de nuestras letras, me referiré a un viaje anterior a los que he mencionado; un viaje singular, que no tuvo un regreso estrictamente literario, pero que anunció un cisma político y cultural que habría de modificar sustancialmente las relaciones de España con sus posesiones de ultramar: el viaje del «Señor Barroco», como llamó José Lezama Lima, en feliz prosopopeya, al estilo del siglo XVII que se aposentó, señorial y dominante, en la América española. Llegó no sólo con su vistosa vestimenta artística y literaria, sino con una clara intención ideológica, la de imponer en el Nuevo Mundo la ortodoxia contrarreformista. Insospechadamente, en tierras americanas, donde hubo de prolongar su estadía durante todo el siglo XVIII y establecer una relación de concubinato con la Señora Ilustración, adquirió características propias hasta adoptar un espíritu de contraconquista opuesto al de la Contrarreforma con el que había desembarcado en estas tierras. Es decir que el barroco, en América, asumió una precoz condición nacional y en buena medida fue antecedente y disparadero de sus revoluciones de independencia.
He elegido para esta exposición, dos momentos altamente significativos de ese proceso: 1) el de la paradójica transformación de un arte de imposición colonialista en un arte subversivo y libertario; y 2) el de la literatura neobarroca hispanoamericana contemporánea, que implica, a partir de uno de sus recursos prioritarios, la parodia, un regreso, un tornaviaje, esto es la asimilación crítica y liberadora, con frecuencia humorística, de todo aquello que, en el camino de ida, se impuso como dogma solemne y opresivo.
Ejemplificaré el primer momento con el arte virreinal mexicano —de la escultura y la pintura tequitqui (como José Moreno Villa denominó al arte español realizado por manos indígenas en los primeros tiempos de la conquista espiritual) a la arquitectura mestiza del siglo XVIII—; el segundo, con cierta narrativa cubana de la segunda mitad del siglo XX —representada por Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante— que Severo Sarduy tipificó como neobarroca, y cuyas características podrían estar presentes en las obras de otros escritores hispanoamericanos coetáneos suyos e incluso en numerosas obras narrativas de nuestro siglo XXI.
«La tierra es clásica y el mar es barroco». Con esta referencia a la imagen de algún crítico que ciertamente se excedió en la generalización, José Lezama Lima abre el capítulo dedicado a «La curiosidad barroca» de su libro La expresión americana para dejar asentado que el término «barroco» ha ampliado enormemente su espectro semántico: abarca por igual, dice,
los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana [...], la matemática de Leibnitz, la ética de Spinoza.
(José Lezama Lima, 1993: 9)
No es de extrañar, entonces, que bajo su signo se acojan las más insólitas metáforas: alguna vez le oí decir al escritor mexicano Fernando Benítez que el volcán Popocatépetl era clásico mientras que el Iztaccíhuatl era barroco. Y Alejo Carpentier, por su parte, tras sostener que
nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América,
(Alejo Carpentier, 1991: 413)
llega a hablar de «mulatas barrocas en genio y figura» y de «barroquismos telúricos» en la indómita geografía de nuestro continente.
Esta amplitud referencial del término «barroco» exige hacer una revisión del concepto, para precisar su significación y determinar su pertinencia al aplicarlo a ciertas manifestaciones de la cultura y las letras hispanoamericanas que han sido consideradas barrocas o neobarrocas.
Los diversos estudios que desde el siglo XIX se han dedicado a la estética barroca no presentan entre sí discrepancias considerables en lo que a las características formales de tal estilo se refiere. Por lo general, coinciden en atribuirle, como propios, algunos rasgos tales como la exuberancia, el artificio, el contraste, la tensión dramática, el dinamismo, la exageración, la sensualidad, la distorsión, etcétera. Precisamente porque hay una aceptación generalizada de la pertinencia de estas cualidades pueden producirse metáforas tan claras y convincentes como las referidas. Sin embargo, estas características formales no constituyen por sí mismas una estética específica, pues ni son privativas del estilo barroco ni dan cuenta, aun suponiendo que el inventario fuera exhaustivo, de su esencia. Habría que determinar entonces el sistema o código en el que estos elementos adquieren su valor, esto es, su condición barroca. Y es en este punto relativo a la estructura del arte barroco donde se registran posturas ideológicas diferentes y aun opuestas.
La divergencia más notable tiene que ver con el carácter estructural o no del barroco con relación al arte clásico, pues tal estilo no ha escapado a la tradición secular de subordinar los movimientos estéticos al clasicismo, que se ha impuesto como paradigma del arte occidental. Una importante corriente de opinión, que va de los preceptistas neoclásicos hasta Benedetto Croce, pasando por todo el siglo XIX, vio en el barroco un sinónimo de mal gusto en tanto que se alejaba de los arquetipos clásicos que signaron el Renacimiento. De esta actitud participaron, aunque con matices singulares, diversos pensadores del siglo XX, como Marcel Bataillon, Ludwig Pfandl, Guillermo Díaz-Plaja o Américo Castro. Este último, por ejemplo, define el barroco como un paréntesis malogrado e inmaduro entre el Renacimiento y la Ilustración, esto es como una desviación en el recto camino del clasicismo. Algunos historiadores del arte señalaron que el tránsito de formas más o menos lineales a otras más recargadas y libres tenía su punto de partida en el propio clasicismo, de donde se sigue que el barroco no sería más que la evolución natural del arte renacentista. Tal solución de continuidad propició que al barroco se le negara una configuración estructural propia, pues se le consideraba una variante, deformada o hiperbólica, de la estructura clásica. En el terreno de las artes plásticas, con frecuencia se habla de pinturas, esculturas, retablos, fachadas, herrerías, fuentes o muebles barrocos, que cumplen una función decorativa, pero difícilmente se hace referencia a construcciones barrocas. Salvo casos excepcionales, como el del plano de San Carlino, de Borromini, obtenido por anamorfosis del círculo, que consigna con carácter ejemplar Severo Sarduy en su libro Barroco, la estructura arquitectónica sigue regida por los paradigmas clásicos. Lo mismo puede decirse del lenguaje literario: la profusión ornamental, manifiesta por ejemplo en las constantes digresiones que les dan preeminencia a las ramas sobre el tronco, no oculta la procedencia clásica de un texto de Gracián o de Góngora. Sin embargo, es menester preguntarse si la presencia de estos elementos en principio meramente decorativos afecta o no la estructura clásica. Una pilastra estípite, por ejemplo, ¿es realmente una columna clásica ornamentada o más bien su ornamentación constituye un rasgo esencial de su estructura? ¿Por qué no pensar que el barroco asume como esenciales los rasgos que, desde la óptica clásica, serían meros accidentes —superficiales, exteriores, decorativos—? De esta manera quedaría explicado el juego de contradicciones que todo mundo acepta como inherente a la estética barroca. La apariencia exterior sería su contenido más profundo: la máscara, su rostro; el engaño, su verdad; la exuberancia, su vacío; el artificio, su naturaleza.
A la tesis que sustenta una solución de continuidad entre lo clásico y lo barroco, habría que oponer aquella que sostiene que este último, lejos de ser corolario exaltado, hiperbólico o decadente del Renacimiento, es una ruptura determinante de los modelos impuestos. Iconoclasta, el artista barroco parece abandonarse a sus caprichos personales sin que ningún código preestablecido mesure o contenga su expresión. Entre ambas posturas cabe una solución dialéctica. El barroco, presente de manera embrionaria en el arte renacentista, asume los modelos clásicos como estructura básica —plataforma o disparadero de su voluntad iconoclasta—. En una primera etapa, la llamada manierista, las modificaciones con respecto al arte clásico parecen ser meramente accidentales, pero al paso del tiempo estas alteraciones llegan a constituir una estructura diferente en la que el propio anhelo de ruptura queda inscrito en una codificación determinada.
Severo Sarduy, quien le confiere al barroco carácter estructural, explica este proceso a la luz de las distintas concepciones cosmológicas que se tenían en el Renacimiento y en el barroco.
A mediados del siglo XVI, la teoría heliocéntrica de Copérnico echa abajo la concepción geocéntrica del universo que Aristóteles había postulado en la Antigüedad y que Tolomeo había adoptado por su compatibilidad con los textos bíblicos, asumidos como dogmas. Esta concepción de la Tierra como centro inmóvil del universo se mantuvo vigente a lo largo de toda la Edad Media. Pero ni Copérnico ni Galileo, su seguidor, supieron que tampoco el Sol era el centro del cosmos, y, si bien sostuvieron que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés, consideraron que las órbitas que describían los cuerpos celestes en sus desplazamientos eran circulares. No será hasta ya bien entrado el siglo xvii cuando Kepler concluye, tras laboriosas observaciones suyas y de Tycho Brahe, que las órbitas de los planetas —incluida la Tierra— alrededor del Sol no son circulares, sino elípticas. Este portentoso descubrimiento desmorona, por así decirlo, la imagen de la perfección (orden, unidad, simetría, indivisibilidad), atribuida simbólicamente al círculo, para dar paso a la imagen de la deformidad (distorsión, bifocalidad, pugna, tensión dialéctica), atribuida simbólicamente a la elipse, y repercute, piensa Sarduy, en la transformación de las manifestaciones artísticas de la cultura occidental:
el paso de Galileo a Kepler es el del círculo a la elipse, el de lo que está trazado alrededor del Uno a lo que está trazado alrededor de lo plural, es, también, el paso de lo clásico a lo barroco.
(Severo Sarduy, 1974: 19, nota 5)
Pero la idea de que las órbitas planetarias son elípticas no se agota en sí misma: podría implicar la infinitud del espacio sideral, y esta idea, dice el astrónomo alemán,
conlleva no sé qué horror secreto... Uno se encuentra errante en medio de esa inmensidad a la cual se ha negado todo límite, todo centro y, por ello mismo, todo lugar determinado.
(Severo Sarduy, 1974: 56-57, nota 42)
¿Habrá, acaso, una definición más certera del horror vacui, que suele presentarse como argumento causal del arte barroco?
En el caso de la hispanidad, que en términos generales permaneció al margen del desarrollo científico europeo desde la segunda mitad del siglo XVI, el horror al vacío está íntimamente relacionado con la Contrarreforma, que España tomó como lid propia. Frente a la Reforma religiosa europea, que abría las puertas a la modernidad y ponía en entredicho la ortodoxia católica en la que se sustentaba el absolutismo de los Austrias, España se empeña en la defensa a ultranza del dogma religioso. Para numerosos historiadores el barroco es el resultado, más o menos dogmático, del Concilio tridentino, y se manifiesta, prototípicamente, en el tremendismo de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. En efecto, la Contrarreforma determina el carácter de las expresiones barrocas en la península ibérica: son éstas profusamente didácticas, conmovedoras y ejemplares. Sin embargo, la religiosidad general de sus temas y de sus intenciones no corresponde al hondo escepticismo que las origina. Por paradójico que se antoje, el anhelo de infinito, la sobreposición de lo terreno y el abandono de los valores mundanos en beneficio de los ultramundanos de las obras barrocas españolas, lejos de testimoniar el triunfo del catolicismo y de la fe, son el resultado del vacío religioso que el Renacimiento y las crisis eclesiásticas dejaron en España.
Pero el vacío no solo es religioso. También es político, y en este sentido, el barroco tiene que ver con la llamada decadencia española: el desengaño que sigue a un periodo de apogeo, la nostalgia de la edad heroica. La falta de ascendencia moral sobre el pueblo de los últimos Austrias y sus favoritos, las guerras permanentes, que acarrean la hambruna, la prostitución y la mendicidad que registra la novela picaresca; la pérdida política y religiosa de los Países Bajos, la ausencia de ideales nacionales son algunas de las causas más notables de la decadencia política española, que siguió a la hegemonía parentética del siglo XVI. Este vacío social y político, que lleva a Quevedo a hablar de «los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados», conduce inevitablemente a la evasión, que se aduce como santo y seña del barroco; ya la negación ascética de la vida, ya la ironía. Así, se exagera la ingénita dualidad española de naturalismo e ilusionismo: o la burla grotesca y amarga de Quevedo o la embriaguez voluptuosa de Góngora, efectos de la misma causa. Las diferencias entre conceptistas y culteranos, en última instancia, son, como dijo Croce, meros pleitos de familia.
En la constitución del barroco español intervienen determinados condicionantes religiosos, políticos, culturales, que no sólo se reflejan objetivamente en cada uno de los elementos que conforman la estructura del barroco, sino que le son inherentes ideológicamente, y a tal grado que, para algunos historiadores del arte, hay una relación de identidad entre España y el barroco. Con la Contrarreforma y el jesuitismo concomitante, España se erige, por predeterminación, en el país del barroco y se encarga de propagarlo, con toda su fuerza ideológica, al Nuevo Mundo.
Es en esta su condición ideológica donde se generan diferencias antitéticas con respecto al papel que el barroco desempeña en América: para algunos es imposición colonialista; para otros, punto de partida de la emancipación. Creo, con Lezama Lima, que fue las dos cosas, sucesivamente.
Si en la península ibérica, como se ha dicho, el barroco es el arte de la Contrarreforma, ha de entenderse que su objeto es la defensa del dogma católico. Su finalidad primera, entonces, es fortalecer los valores religiosos que la Reforma había puesto en entredicho. Pero a su vez, la consolidación de la fe religiosa a través del arte barroco tiene como finalidad última la justificación del absolutismo, que en España ha de perseverar merced a una concepción aún teocéntrica, que impide las movilizaciones sociales hacia la modernidad burguesa. Tal ideología, evidentemente, se refleja en la conquista política y espiritual de América: el dominio imperial sustentado en la fe religiosa. En este marco ideológico, el arte barroco funge como medio de propaganda contrarreformista para la consecución de dos objetivos prioritarios: evitar cualquier desviación de la ortodoxia católica por parte sobre todo de los criollos, pero también de los mestizos, e incorporar a los nativos al sistema cultural hispánico. Al respecto, Leonardo Acosta dice:
El barroco se introdujo en América una vez terminada la etapa aventurera de la conquista, el «periodo heroico». Su finalidad será precisamente mitificar y eternizar esa conquista, darle validez, no ya legal, lo cual había sido labor de los teólogos y juristas, sino artística y cultural.
(Leonardo Acosta, 1978: 135)
El barroco es trasplantado al Nuevo Mundo con absoluta fidelidad a los patrones estéticos peninsulares. Sin embargo, en lo que se refiere a la arquitectura y a las artes plásticas en general, hay que decir que desde los primeros tiempos de la conquista espiritual habían asomado, sobre todo en los lugares donde se gozaba de una importante tradición plástica prehispánica, rasgos de carácter indígena en las decoraciones de los edificios cristianos, ya que la mano de obra era india, aunque los proyectos fueran españoles. A tal presencia, José Moreno Villa —historiador, pintor y poeta español exiliado en México— le dio el feliz nombre de arte tequitqui, que en náhuatl significa «tributario», a semejanza de la palabra mudéjar, que quiere decir «vasallo» en lengua árabe y que se empleó precisamente para designar el arte musulmán desarrollado en los territorios cristianos reconquistados.
Estas manifestaciones del arte tequitqui, en principio tímidas y apenas perceptibles, se fueron acentuando, hasta que se llegó a un verdadero sincretismo en el barroco del Nuevo Mundo, como el que puede observarse en las capillas poblanas del siglo XVIII —San Francisco Acatepec y Santa María Tonantzintla—. En ellas, el barroco criollo, presente en los retablos de madera sobredorada con sus columnas salomónicas y sus santos estofados, queda subvertido por la fuerza indígena que lo dota de originalidad insospechada: una multitud de ángeles indios, tocados de plumas, armados de arcos y flechas, policromados con intensos y chillantes colores, puebla las bóvedas de doble cañón, apenas visibles bajo la profusión decorativa. Entre las uvas —frutas sagradas—, las más exultantes frutas tropicales se desprenden de arcos y lunetos. La hibridez, la mixtura, la simbiosis hacen del barroco americano —«derrota de lo pitagórico», diría Carpentier— un arte fantasioso, colorido, popular, que lejos de reflejar la sumisión, es signo vigoroso de la originalidad mestiza americana. De tal manera es genuino e intenso en su desarrollo que es claro testimonio de que América está preparada para asumir su independencia. Dice Lezama:
El barroco [...] del siglo XVIII [...] es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad.
(José Lezama Lima, 1993: 104-105)
Si bien es cierto que los condicionantes históricos, inherentes a la ideología del barroco, persisten en la América colonial —que justamente por su carácter colonial es reflejo de la política peninsular—, también lo es que las circunstancias históricas afectan de manera distinta a la metrópoli que a los territorios de ultramar. Por más que una situación colonial sea determinada por la historia y la cultura del Imperio, el espíritu rebelde de los vasallos no ceja en expresarse de acuerdo a sus propias condiciones de dominio. Este espíritu es el que, a fin de cuentas, habrá de conquistar la libertad. Así, el barroco pasa de ser un instrumento de conquista para ser, reversiblemente, un instrumento de contraconquista, esto es de liberación.
En su ensayo inaugural titulado «El barroco y el neobarroco» Severo Sarduy, (1977: 167-184) registra la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana, particularmente literarias y de origen cubano.
Para ejemplificar la utilización de los diversos recursos del barroco que consigna en su estudio, Sarduy hace referencia a las obras de Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca.
Los postulados presentados por Sarduy en aquel artículo y enriquecidos después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Pienso, por ejemplo, en novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia —recreación humorística de la novela de la Revolución mexicana—; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Jorge Luis Borges o de Juan José Arreola o numerosos capítulos de Rayuela de Julio Cortázar; pienso en las grandes construcciones verbales a la manera de Paradiso, como Terra nostra de Carlos Fuentes, El otoño del Patriarca de García Márquez, el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso o La reivindicación del Conde don Julián de Juan Goytisolo, a quien Fuentes incluye en su temprano libro La nueva novela hispanoamericana; pienso en la superposición de discursos en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy propicia la extensión del término «neobarroco» a obras muy diversas, al grado de que no sería una exageración tomar esta su condición barroca como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, que se prolonga en muchas novelas de nuestra centuria actual; novelas —o cuentos— que, a la manera barroquísima de Las Meninas, tienen como argumento narrativo el proceso mismo de la escritura de la novela, al igual que la pintura de Velázquez, que no solo retrata a los reyes, que se ven reflejados en el espejo del fondo del estudio del pintor, sino también al pintor en el proceso de pintar el cuadro que nosotros vemos. Es el caso de El libro vacío de Josefina Vicens, El grafógrafo de Salvador Elizondo, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, La novela de mi vida o El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura, Radicales libres de Rosa Beltrán o, para poner un ejemplo español, las novelas Soldados de Salamina, Anatomía de un instante o El impostor de Javier Cercas, que no solo relatan velazquianamente el proceso de la escritura que leemos, sino la transformación ideológica que sufre el escritor en el proceso mismo de su escritura.
Quizá una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos contemporáneos consista en que aquellos no sabían que eran barrocos y estos vaya que lo saben. Gracián escribió su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el barroco es un arte prefabricado, como lo vio en su momento José Antonio Maravall: es un arte dirigido —esto es, preconcebido y generalizado a través del Kitsch— y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen determinarlo son eso: vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la preservación de un sistema de valores culturales. Así pues, la intención barroca, previa a la escritura, es parte de su propia condición barroca. Pero, cuál es la finalidad de tal intención en el caso de los escritores neobarrocos. Próximo a las tesis de Michail Backtine acerca de la carnavalización, Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco.
La parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La parodia no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida, y recuperarlo —esto es preservarlo, enriquecerlo— con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales.
Las novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en la historia de la literatura hispanoamericana, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente, generosamente que viene de regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.